¿En qué están el cóndor y el huemul?

Buscamos la respuesta en una meseta entre La Parva y Yerba Loca, en Santiago, y en la reserva Tamango, junto a Cochrane, en Aisén.




Justo en el cajón entre La Parva y Yerba Loca, en una pradera a 2.600 metros de altura llamada Meseta de los Cóndores, estaba la enorme jaula con los jóvenes Jechón, Pehuén y Ailén esperando volver a la vida salvaje luego de meses y años en cautiverio. Uno fue salvado en Santiago; el otro, recogido luego de caerse de un nido en Aisén, y la tercera, rescatada herida de los alrededores de Concepción. Llevaban casi un mes en la pradera, en un ritual de readaptación a la naturaleza emprendido por los seguidores y voluntarios del Proyecto Cóndor, una iniciativa chileno-argentina que desde 2002 rehabilita cóndores y los devuelve a la naturaleza, con apoyo económico del dueño de la viña Miguel Torres.

Ésta iba a ser la octava devolución.

Estuve acampando con el Proyecto Cóndor la segunda semana de enero y, quiéralo o no, un aire de fuerzas antiguas e inexplicables se sentían en el lugar. De hecho, la Meseta de los Cóndores está en las mismas faldas de los dioses: a los pies del cerro El Plomo, donde en 1954 un arriero encontró la sobrecogedora tumba de un niño inca de 8 años, con una corona de 8 plumas de cóndor dominando todo el Valle Central. La momia del Plomo. A los pies de ese enorme cerro, los cóndores, los otros dioses de la montaña, danzan un ritual con los primeros vientos de la mañana. Salen desde sus discretos dormideros en las quebradas, donde ser reúnen en bandadas de hasta 30 individuos, y se lanzan por los cañones en larguísimos vuelos en busca de comida.

Sus enormes sombras negras pasaban raudas sobre el campamento y un escalofrío me recorrió la espalda. Los negros príncipes de la montaña en pleno ejercicio de su viejo dominio del cielo. ¿Qué podría salir mal?

La mañana del 14 de enero los guardaparques de CONAF, antes amables y conversadores, estaban azorados. Se daba por perdidos a dos jóvenes al interior del río Yerba Loca. Caballos, monturas, preocupación en el aire. Los vi partir en la búsqueda. La semana anterior había muerto a 2 km de ahí, en La Parva, un deportista haciendo trekking.

Dos días después, guardaparques y el GOPE bajaron de la montaña con los cuerpos de los dos jóvenes cruzados en la montura, como esos tristes vaqueros de las películas. Cambió el color de la montaña. El aire. Eduardo Pavez, el joven veterinario que creó el Proyecto Cóndor, llegó a pensar que no se debía hacer la liberación por el aire de luto que rondaba el lugar.

Pero los dioses de la montaña todavía tenían la palabra final. Eduardo, junto a Francisca Izquierdo, su mano derecha, quisieron seguir hasta el final. Los vi discutir pormenores de la liberación que debía realizarse el 22 de enero, mientras sus ojos titilaban concentrados en la fogata del campamento.

En el caldero en que hervía el agua para el café, yo veía bullir las yerbas sagradas que apaciguarían ese aire de muerte que bajaba de las montañas.

Dios salvaje

Reinsertar a un cóndor en su hábitat salvaje es un ritual lento y trabajoso. –Es difícil de creer, pero ciertos animales salvajes –explica Pavez– al cuidado de un hombre inmediatamente confían en él y comienzan a depender. Los cóndores se ponen como una gallina.

Para devolverlos hay que procurar que pierdan "la impronta humana". Que olviden que alguna vez estuvieron en contacto con el hombre. Pese a que estuvieron sólo un par de meses en cautiverio, devolverlos a la naturaleza puede tomar hasta años.

Desde la camilla de urgencias del Zoológico Metropolitano, luego pueden pasar meses y años de recuperación en el Centro de Rehabilitación de Aves Rapaces de Talagante antes de ser liberados en la montaña. Siempre cuidados, alimentados y vigilados desde lejos. Jechón lleva 5 meses en cautiverio, Pehuén llevan 4 años. Ailén uno y medio. –Los cóndores no deben vernos –dice Francisca Izquierdo, moviéndose cautelosamente a 30 metros de la jaula. Para que recuperen sus instintos, se alimenten por sí mismos, se orienten, incluso intenten volar.

Gastan millones en ellos, pueden ser hasta cinco por liberación de un ejemplar. Los alimentan con chivos y ovejas, que les dejan caer de noche en la jaula para que no se impronten.

En el último mes que pasan en la cordillera, Pavez, Francisca y voluntarios de la Unión de Ornitólogos de Chile se turnan para vigilar día y noche la jaula de los cóndores y anotar los movimientos de las aves en una bitácora:

15:00 Macho 1 sube al techo.

15:25 Macho 2 y hembra 1 comen carne de chivo.

15:40 Macho 1 y macho 2 abren sus alas y se ejercitan.

17:00 Llega cóndor juvenil a la piedra (inmensa roca tras la jaula) y todos se excitan durante unos minutos.

Así, por un mes y medio. Una de esas largas tardes esperando que aparecieran cóndores

en el cielo, de improviso una hembra joven y potente comenzó a dar vueltas sobre la jaula. Se orientó contra el viento, bajó las patas como un avión baja el tren de aterrizaje y se posó en la roca para visitar a sus congéneres en cautiverio.

Los cóndores son profundamente sociales. Se guían, se visitan, actúan en bandadas. Todos, humanos y cóndores, se excitaron. Francisca y Víctor, un voluntario, dieron un cauto grito de alegría tras los binoculares: "¡Es Pincoya!".

–Se trata de una cóndor que liberamos el año pasado –me dice Pavez–. Nadie daba un peso por ella. Cuando desmontamos la jaula y abrimos la caseta del refugio delante de la Ministra de Agricultura y varios invitados y periodistas, la hembra Pomerape y Guazú, un cóndor argentino, volaron de inmediato, tomaron carrera en la meseta y despegaron.

Pero la Pincoya no sabía volar.

Era hija de la vetusta pareja de cóndores del Zoológico Metropolitano que lleva 20 años enjaulada y nunca había tenido contacto con la vida silvestre. Pincoya dio dos o tres aleteos y se fue a estrellar a un bosque. Los periodistas se reían. Algunos ornitólogos presentes hablaban de recapturarla. –No podíamos. No teníamos ni presupuesto para devolverla, así que la zafamos de las ramas y voló.

El mes siguiente fue de terror. Siguieron a los tres cóndores, que llevaban sensores en las alas, por GPS y radiotransmisores, pero la Pincoya acaparaba toda la preocupación. En largas caminatas esperaban la noche para dejarle cerca chivos muertos para que le fuera fácil encontrar alimento. La fueron guiando hasta que se internara en su propia cordillera.

Hoy, siguen su señal de GPS por internet. De pronto emprende largos vuelos a la Séptima Región. O vuela hasta San Felipe. Pero siempre regresa a la Meseta. Ahí es la diosa del lugar.

Trepo a un roquerío y veo de cerca el número 41 de los sensores de sus alas. Es casi adulta. Tiene algunas plumas blancas en su cuello. Despliega sus tres metros de alas y planea sobre mí. –No sabes la alegría inmensa –dice Pavez– que me produce que Pincoya lleve un año viviendo sola en la montaña, alimentándose, volando. Pronto se va a reproducir. Es impagable.

Un cóndor puede vivir 70 años. Quienes la vimos ese día moriremos y, si no le disparan o la envenenan, ella seguirá volando. Finalmente la naturaleza expresó su sentir. Al terminar la semana de los tres accidentes fatales, el 16 de enero, descubrieron que algo andaba mal con los cóndores. –Se mostraban inquietos. Agitados. Jechón y Pehuén, aún dentro de sus jaulas, empezaron a debilitarse. No comían. No tomaban agua –dice Francisca.

Probablemente contrajeron una infección parasitaria. Si los liberábamos podrían morir. Tres días después decidieron bajarlos y examinarlos en el Zoológico Metropolitano. Y todo de nuevo: sanación, rehabilitación, readaptación y de regreso a la larga lista de espera para la libertad. 40 cóndores están listos para ser devueltos a la naturaleza, pero hay recursos para liberar sólo tres al año.

En el año del Bicentenario no se liberarán cóndores. Los dioses de la montaña han hablado.

Bajo por el Camino a Farellones con un montañista amateur y me comenta, mirando el cielo: –Desde hace unos seis años se ven más cóndores. Es notorio. Hoy no más vi tres dando vueltas en el cielo. –¿Tres? Coincidencia –le respondo. Simple coincidencia.

Perros depredadores de huemules

En verano, cuando los huemules están con sus crías recién paridas, huyen de todo. Por eso, el biólogo Paulo Corti los sigue en la reserva Tamango en Cochrane, en Aisén, con una antena como de esas de televisión que se colocaban en el techo. Escucha el bip bip que emiten los radio-collares. Dice: –Aunque parezca increíble todavía no conocemos el ciclo de vida completo de un huemul salvaje. Desde que nace hasta que muere a los ocho o nueve años. Todavía no sabemos qué le pasa. Qué enfermedades lo atacan. De qué muere. Qué depredadores tiene. Sus ciclos.

Por eso captura huemules, les pone un collar de radio y los rastrea para seguir sus movimientos. Bueno, los capturaba. A fines de octubre del año pasado la CONAF regional, el SAG y otras instituciones le restregaron una norma que le impidió seguir investigando los huemules "de ese modo" porque "se ven feos" y los turistas se quejan de que no se ven "salvajes".

Se me despierta el justiciero. Exijo una explicación. Fernando Baeriswyl, jefe de la división de recursos naturales del SAG, quienes niegan o autorizan las capturas de animales salvajes para fines científicos, dice que ellos no fueron: –Autorizamos las capturas en Aisén. De hecho, apoyamos los trabajos que ha hecho Corti desde hace muchos años. La autoridad

local que administra la reserva tiene la última palabra. Llamo al jefe de Áreas Protegidas de la CONAF de la Región de Aisén, Dennis Aldridge, de donde depende la reserva Tamango. ¡Y asegura que también apoya la investigación de Corti! –Lo sentí harto. Participo en la protección del huemul desde 1983, pero cada reserva está obligada a escuchar la opinión de la ciudadanía que la habita o se beneficia de ella. Y en esta reserva, que está pegada a Cochrane, la opinión de la gente es muy importante. Y ellos se negaron a que marcaran a los huemules.

Fueron las fuerzas vivas de la ciudad: el Consejo Consultivo de la reserva Tamango, integrado por profesores, Carabineros, juntas de vecinos y organizaciones sociales. En suma, dijeron: –Hay 30 huemules con collares (de un total de 60-70). ¿Para qué más? No queremos que les instalen collares a las crías porque los turistas se quejan de que se ven feas. En rigor a las crías no se les ponen collares, pues las pueden asfixiar al crecer. Se les ponen aretes.

Pero los habitantes de Cochrane no querían una cosa ni otra. Cochrane es un villorrio de la Carretera Austral de apenas 2.000 habitantes, la mayoría ovejeros, comerciantes o empleados fiscales de la salud o la educación. Se recorre en cuatro pasos. Llama la atención una casa con forma de mate, un monumento al ovejero y la enorme cantidad de perros que pululan en verano.

La mayoría tiene dueño, que lo cría al estilo de allá: suelto. Me explican que los perros aumentaron tras el cierre de la ex hacienda Chacabuco, que compró Douglas Tompkins en 2004 para convertirla en reserva. Muchos habitantes trabajaban ahí. Eran 70.000 hectáreas con 25.000 ovejas y 2.500 vacas. Tompkins vendió las ovejas, pero quedaron los perros ovejeros.

¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?

En 2007, gracias a los radio-aretes que Corti colocó en una docena de crías de huemul nacidas en Tamango, descubrió una conexión espantosa: –35% de las crías de dos años consecutivos fueron devoradas por perros en la propia reserva Tamango. Cinco o seis crías al año parece poco, pero para una población reproductiva tan pequeña es un impacto alto. Eso aumentó la mortalidad a 65%, porque los asaltos de los perros se sumaron a las causas naturales de muerte, parásitos y ataques de zorros y pumas.

En la reserva Tamango el perro se convirtió de un día para otro en el principal depredador del huemul. Paulo Corti expuso sus datos a los funcionarios y a la comunidad, pero al parecer eso no gustó a los habitantes de Cochrane. Los ovejeros de Aisén adoran a sus perros. Y prefieren echarle la culpa a los pumas. ¿Se desquitaron impidiéndole su trabajo

científico?

–Quien sabe…

Encontró las crías despedazadas. Los pumas las desgarran. El perro las destroza. De hecho Tompkins está financiando una investigación sobre pumas para ver el real impacto en el huemul y está resultando ser mucho menor de lo que se creía.

–Son los perros. Atacan de a uno o dos. Comen un poco y se van. Actúan como perros salvajes, aunque son los mismos que bajan a la ciudad y parecen mansas mascotas.

Sin gen antiperro

El huemul tiene una de las menores variabilidades genéticas entre los mamíferos chilenos, según las investigaciones del genetista Juan Carlos Marín, de la Universidad de Chile. Debido a que han estado aislados por muchos años, los huemules son todos muy parecidos, lo que puede traer a la larga un problema de consanguinidad, malformaciones y baja adaptabilidad a los cambios biológicos.

–Por eso los perros son un problema muy grave –dice Rodrigo López, biólogo de CODEFF que ha estudiado por 20 años el comportamiento de los huemules en todo Chile. Lo localizo por teléfono mientras sigue con largavistas a los huemules en el Parque Nacional Bernardo O'Higgins, en Campos de Hielo, desde un barco de la Armada. Y es perentorio:

–Los huemules carecen de preparación evolutiva para enfrentar a los perros.

Él ya lo vio en los Altos de Chillán, donde existen una treintena de huemules muy expuestos y que ahora están bajo la protección de CODEFF.

–Los huemules tienen estrategias y sistemas de detección bastante evolucionados para los pumas y los zorros. Conocen dónde ocultarse y cuándo huir, saben cuánto corre un puma y cuánto corre un zorro. A los perros no les temen, porque no están dentro de su sistema.

–Los huemules de los perros no tienen idea –dice López. Se confunden. No es llegar y entrenarlos para que arranquen. Eso es imposible. Y los perros se ceban. Una vez que comen carne de huemul y ven que les gusta, siguen matándolos. Los pueden perseguir y hostigar por mucho tiempo. Por su parte, Corti ha tratado de informar a la prensa, educar a la comunidad.

–Pero hay resistencia, porque la gente de Cochrane siempre ha tenido muchos perros. Para pastorear, para cazar. Es una contradicción extraña. El ovejero ama a sus perros, que cría libres en el campo. Y quiere ver al huemul en estado salvaje.

¿Y que opere la ley del más fuerte?

–Algunos extranjeros, en cambio, lo ven así: un animal con un collar es un animal que está siendo estudiado, protegido. Un animal salvado –afirma Corti. Casi siempre, del hombre.

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