Paula 1189, Especial Felicidad. Sábado 19 de diciembre de 2015.
"Hay quienes incluyen en la definición de desarrollo el tema de la felicidad. ¡Beati Loro!, dicen los italianos (¡dichosos ellos!). LA felicidad, desde el inicio de los tiempos, es una aspiración que los hombres buscan. Unos, a través del goce terrenal; otros, a través del martirio, por poner solo dos extremos. Personalmente, creo que es algo demasiado serio para ser logrado a través de proyectos políticos. Existe un país que posee un ministerio de la "extrema felicidad". También hay indicadores donde salen muy bien punteados países muy pobres, donde algunas mujeres declaran ser felices porque sus maridos les están pegando menos.
Me pregunto a veces por qué en Chile tendríamos que ser felices si vivimos al final del mundo, en un país casi inviable, entre terremotos, incendios, aluviones, desgracias varias y donde la gente trabaja mucho y gana poco. Estamos en pleno esfuerzo por el desarrollo, ¿y deberíamos andar muertos de la risa? Simplemente los chilenos tenemos que tratar de vivir mejor y más de algo hemos logrado, hoy vivimos mejor que ayer.
Esta obsesión por la felicidad también se traslada al trabajo, con toda la superchería y creciente industria de la autoayuda, del coaching, donde se llega al nivel de llevar a un montón de gente a hacer ejercicios a un hotel e infantilizarla; "usted señor necesita energía, así que suba una cuerda", se le dice a un buen hombre que ha pasado su vida sentado en una oficina; o "dígales a sus compañeros lo que piensa de ellos", a otro que no quiere ofender a nadie. ¿Por qué no conformarse, en cambio, con un ambiente de trabajo gentil y apacible?
Sin entrar en el ámbito de mis creencias más íntimas, me resulta difícil pensar que el ser humano, que día a día con mayor o menor conciencia lúcida constata angustiado su extrema fragilidad, pueda instalarse en un estado de felicidad permanente. Y menos que se pueda crear una sociedad marcada por la felicidad. Normalmente los intentos de crear sociedades felices concluyen en regímenes autoritarios, donde algún leso puede plantear el deber de la sonrisa como exigencia.
Nadie cuerdo se puede declarar feliz en permanencia sabiendo que la desgracia personal nos aguarda a la vuelta de la esquina y al final del día está la vejez, el dolor y la muerte. Por ello, al menos en lo que respecta a las condiciones económicas, sociales y políticas, lleguemos hasta el bienestar subjetivo y la percepción de estar razonablemente bien, y démonos con una piedra en el pecho si lo logramos. Todo esto, dicho por un superviviente, que tiene más de una razón, sobre todo afectiva, para darle gracias a la vida como lo cantó Violeta.
Mi reflexión nace de la contradicción sin solución entre la aspiración inevitable de permanencia y la irremediable finitud. Porque esta película sabemos que termina mal. Una es que te mueras joven, que ya es una desgracia. Y lo otro es llegar a viejo, que es otra desgracia. "Los años dorados" –otro absurdo– significan que empiezas a envejecer, que el cuerpo ya no te funciona igual, que hay un montón de cosas que no puedes hacer. Claro que te pones más sabio, pero ¿de qué sirve si queda poco tiempo?
Esto termina mal en el mejor de los casos. Y eso me hace desconfiar de la felicidad. Encuentro algo bobalicón decir: "Soy inmensamente feliz, enteramente feliz". Más vale decir: por ahora estoy bien, incluso con momentos felices.
Recordemos siempre la frase de Samuel Beckett, a quien un amigo un día de sol magnífico en París, mirando al Sena desde el Pont Neuf le dijo: "maestro, ¿no es esta la felicidad?". A lo que Beckett respondió: "Sí. Por ahora".
*Ernesto Ottone es sociólogo y doctor en Ciencias Políticas de la Universidad de París. Fue asesor estratégico del ex presidente Lagos y hoy dirige la Cátedra de Globalización y Democracia en el Instituto de Políticas Públicas de la UDP. Está escribiendo la segunda parte de sus memorias, que se llamarán Del convento al segundo piso, donde trata el tema de la felicidad.