Desde siempre, a las mujeres nos crían bajo un serie de premisas. Las primeras y más conocidas tienen que ver con el amor, la vida en pareja, la maternidad, la belleza, en suma, un deber ser impuesto que se perpetúa en el tiempo y del cual nos cuesta tomar conciencia. Y cómo no va a ser difícil salir de ahí, si desde el imaginario infantil Disney hasta la publicidad orientada a lo femenino, somos víctimas, una y otra vez, de esa fantasiosa construcción de lo que somos: estos seres caprichosos y frágiles necesitadas de un hombre que nos valide para estar bien. No digo que yo crea en esto, digo que la media: películas, series, publicidad nos bombardea constantemente sobre estos objetivos. No basta con tener carreras interesantes o voces que se hagan escuchar. Una mujer, al menos en Chile, no llega muy lejos sin un hombre: un padre, marido, amigo que le permita ser vista y considerada por el resto.

Hace poco salió publicada una carta al director en la cual, nueve hombres de destacadas carreras se negaban a participar en paneles de debate en los cuales no se incluyera mujeres. Por cierto, gran gesto el de hacer pública esa renuncia. Sin embargo, lo penoso aquí es que en pleno 2016, los lugares de visibilidad y debate sigan siendo principalmente masculinos, relegando lo femenino a la sombra y a lo secundario: Lo que botó la ola del interés público.

Entonces, ¿cuál es el territorio ganado? A pesar de que nada de esto es novedad y lo he leído mil veces en columnas, ensayos, artículos y teoría, este desplazamiento sigue dándose con frecuencia en generaciones como la mía o de chicas menores que yo.

En el documental Miss representation (está en Netflix) vemos cómo una de las tesis apunta a que la mayoría de los grupos de poder, ya sea político, mediático, económico o religioso está compuesto por hombres. Entonces, ¿qué representatividad tenemos las mujeres? ¿Quién está velando por nuestros intereses; por cómo somos vistas por la masa?, si los encargados nos muestran, una y otra vez como objetos sexuales, madres militantes, frívolas consumistas, más preocupadas de vernos bien y ganarle a la del lado, que de conquistar espacios. ¿Es esto, acaso, ser mujer? No. Me niego.

Entonces, aunque no haya muchas soluciones más que seguir ganando terreno, creo, es importante entrenar el ojo. Ver lo que realmente nos venden; ser voces más disidentes frente a cualquier forma de desigualdad. Lo femenino no debiera estar relegado a la "cháchara de minas"; esa visión miope sobre lo que conversan o quieren las mujeres —tan típico de las teleseries chilenas, los realities o del showbiz general—. Sino, más bien hay que abrir los espacios, generar un interés público que ponga en partes iguales los aportes tanto masculinos como femeninos a cualquier debate.

A su vez, atrevernos —atreverme— a ser más disidentes frente a eso que subterráneamente nos están imponiendo, ya que siempre hay algún rol al que tenemos que amoldarnos porque, básicamente, se sigue esperando de nosotras que cumplamos con el estatus de señora y madre. Y aunque no se diga; aunque no se converse, ese deber ser está instalado y cuesta borrarlo. Sobre todo cuando veo a mamás que hacen diferencia entre sus hijos e hijas; cuando noto que todavía no se aprueban leyes que realmente protejan y piensen en las mujeres y cuando en la media —repito— se nos piense una y otra vez, desde el estereotipo y no desde la representación real. No digo con esto que esté mal casarse y tener hijos. Lo que está mal es sentir la presión de tener que hacerlo para calzar. Para cumplir. Para que por fin nos dejen tranquilas. Y eso ya hace una gran diferencia. Por suerte las nuevas generaciones, en algunos casos, ven todo esto que digo como prehistoria. Pero siguen, aún, siendo minoría.