Estar emparejada con un narciso: “En la tercera sesión con el sicólogo me di cuenta que estaba en una relación enfermiza y que salir de ahí no sería fácil”

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“Era septiembre de 2016, regresaba de un viaje a Ecuador para superar la pena de mi separación tras 20 años de matrimonio, cuando mi correo y mis redes comenzaron a llenarse de mensajes y conversaciones eternas. Fernando, un recién conocido por Twitter, estaba publicando su cuarto libro y antes de entrar a imprenta me había escrito y dedicado cuatro poemas.

Hoy pienso que esta fue la primera señal de alerta, o bandera roja, que no vi.

Con la vida desarmada me transformé en un blanco fácil de conquistar. Un par de cafés, unas palabras bonitas y algo de dedicación, y ya estaba partiendo otra historia de amor. En ésta yo era la protagonista, la chica linda con muslos de maicena, como me bautizó. Fernando era todo lo opuesto a mi ex marido: no tenía trabajo estable, no era guapo, ni debía tomar grandes decisiones bajo situaciones de estrés. Tampoco tenía hijos que le demandaran otra forma de vida.

Con hijos grandes, con el cargo de directora de comunicaciones de una organización y docente en tres universidades, era totalmente dueña de mi autonomía física y sobre todo económica, así que me atreví a acelerar. Formamos una relación que se adaptaba a los tiempos de ambos y fuimos de a poco construyendo el cuento de amor. A los dos años de relación perdí uno de mis trabajos y debí planificar nuevamente mi vida. Habíamos armado nuestro refugio en mi casa de campo, ésa que pagaba yo sola mientras compartía con él los gastos del departamento que él arrendaba en Santiago.

Hasta que una mañana todo dio un vuelco radical. Pocos días antes de la navidad de 2018, mi madre y su marido sufrieron un accidente gravísimo en la carretera. Debí viajar de urgencia y le pedí a Fernando que me acompañara hasta Chiloé. Mientras veníamos viajando -yo al volante- mi mamá enviudó y entró en estado catatónico. El viaje de originalmente tres días no tenía fecha de retorno.

No alcancé a darme cuenta, cuando ya estaba haciéndome cargo de la vida de mi mamá. Después de 12 días por fin le dieron el alta, pero dejó de ser una persona autovalente. Requería cuidados, visitas diarias al médico y resolver muchísimos problemas. En este escenario yo ya no era la mujer autónoma y comenzaron los conflictos. Para evitarlos, ese verano terminé saliendo de la casa materna en Castro y mientras mi hija y mi mamá le declaraban la guerra a mi pareja, yo arrendaba una casa en Nahuiltad. Esto queda específicamente en la punta de un cerro en Chonchi a 25 kilómetros de distancia de donde vive mi mamá. En todo ese tiempo, que Fernando se quedara conmigo lejos de todo y todos, sentí que debía equiparar; más que estar agradecida, sentía que le debía algo. Pero como diría una amiga tiempo después: “él no tenía nada que perder, ni trabajo. Y tú eras su aplauso asegurado”.

Educada bajo estricta disciplina seguí haciendo lo que debía hacer. Todos los días manejaba los 25 kilómetros de ida y vuelta donde mi mamá y encontré un trabajo como periodista de un evento importante que me daba luces de un futuro glorioso en la isla grande. Pero pasó el evento, mi mamá no comenzaba con el duelo y mis finanzas se vinieron abajo. Hice algunos sitios web, un par de consultorías en comunicación digital y me gasté todos mis ahorros durante ese año sin trabajo estable.

Según la Clínica Mayo, el narcisismo es “un trastorno mental en el cual las personas tienen un sentido desmesurado de su propia importancia, una necesidad profunda de atención excesiva y admiración, relaciones conflictivas y una carencia de empatía por los demás”. Bastaba googlear para darme cuenta. Pero no, tuve que escuchar a Fernando quejarse porque nada estaba a su altura. Decir que nadie contrataría a un Magister en Musicología para un trabajo en la Isla, pero la verdad es que jamás se acercó siquiera a una escuela o agrupaciones artísticas y los Fondart no eran para él, porque le incomodaba jugar entre las reglas del sistema.

Mientras él se ejercitaba diariamente una hora en bicicleta, practicaba una hora al día la guitarra, leía y trabajaba en sus proyectos personales, yo inventaba la rueda para generar dinero. Conseguí un trabajo a distancia con China, asesoré en comunicaciones internas a una empresa local y cuando el verano se terminaba llegó la pandemia. Entonces volvieron las clases de la universidad, comenzó el teletrabajo y Santiago ya no estaba lejos. Mi vida volvía a ser la de antes. O al menos era lo que yo creía.

Nuevamente con dinero en el bolsillo, pude empezar a arreglar la situación financiera que arrastraba. Allí comenzaron otros problemas: una noche en medio de una discusión debutó con celos enfermizos, cuando me acusó de tener una relación con quien hacía algunos trabajos freelance en Chiloé. La discusión subió de volumen y él cerró con llave la puerta de la casa y la escondió. Yo empuñando las llaves de mi camioneta para que no las tomara, me encerré en el dormitorio. Al día siguiente vendrían las disculpas y las sobredosis de amor, con petición de matrimonio incluida.

Empezó nuestra debacle.

Le conté de lo sucedido a mi mejor amiga, quien había estado en casa ese verano. Entonces me contó que durante un desayuno en el que yo estuve ausente dos horas haciendo un zoom con mi cliente de China, Fernando le había pedido que hablara conmigo porque él estaba seguro de que las dos personas con las que yo trabajaba lo hacían únicamente porque querían tener una relación de pareja conmigo. De paso, le pidió que me abriera los ojos para que me diera cuenta que estaba siendo manipulada por mi mamá y mi hija, y no me hacía bien estar cerca de ellas. Ella lo frenó sin ser directa. Luego nos reímos de aquello, pensando en lo irresistible que era yo para conquistar a alguien que vivía en China, pero con la alerta de que sembraban la desconfianza sobre mi clan femenino.

Como siempre seguí para adelante y nuevamente pasé por alto las banderas rojas. Estrené el Rize en el velador y comencé a tener vómitos explosivos que me llevaron a enfrentarme a dos endoscopias con resultados gastroenterológicos perfectos. Entonces, Fernando hizo lo mejor que pudo hacer por mí en esos 4 años de relación. Me dijo que fuera al sicólogo, porque si no era capaz de controlar mis reacciones, no podríamos salvar la situación de pareja. Fue recién ahí, con ese proceso terapéutico, que pude empezar a divisar lo que estaba viviendo.

La culpable era yo, mi falta de control de impulsos, la dependencia hacia mí de mi madre y mi afición tan burguesa por trabajar a cambio de una remuneración. Los días de violento silencio en los que no me dirigía la palabra o la crítica constante que tenía hacia mi profesión, parecían no caber en la balanza de las emociones.

No sé si fue en la segunda o en la tercera sesión con el sicólogo que me di cuenta que estaba en medio de una relación enfermiza y que salir de ella no sería fácil. Entonces comencé a tejer mi red de apoyo alejada de su entorno. Decidí ofrecerle asesoría comunicacional a un amigo de años que vive en la isla y que se postulaba a candidato y con ello abrí la puerta para salir periódicamente de la casa a actividades en las cuales él no participaba. En paralelo, me encontré con un colega español que vivía en la Isla, a quien había conocido online como alumno de Magister, y creamos un proyecto para trabajar juntos y a los meses terminó la angustia monetaria. Sin duda, fue mi escape y contención para salir de ahí.

La gota que rebalsó el vaso ocurrió la noche que me enteré que mi hija debía ser evaluada urgente por un oncólogo. Mientras yo hablaba con médicos y comparaba pasajes para viajar urgente a Santiago, él entró al dormitorio y solo me preguntó si ella podría o no hacerse cargo del delivery de su libro recién publicado, tal como lo habían negociado. Ni siquiera le respondí.

Volví del viaje con todo el tejido articulado, mantuve la situación tranquila hasta que mi hijo fuera a pasar conmigo sus vacaciones. Cuando él regresó a Santiago, lo seguí al día siguiente. Desde allá le dije a Fernando que no volvería a la casa. Esto fue en marzo del año pasado.

Cuando fui por mis cosas, me aseguró que fue él quien dio todo en la relación, me insultó y me pidió que me diera cuenta que todos me manipulaban, menos él. Semanas después me depositó $500.000, parte de lo que yo le había prestado hace más de dos años, y hasta hoy me pregunto si los tenía, cuando yo tanto los necesitaba. Hace una semana me encontré con mi sicólogo y en un instante de complicidad le pregunté si Fernando era un narciso. Me miró y dijo seriamente que sí lo era y que afortunadamente salí de ahí”.

Ivette (46) es periodista.

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