Cómo un gato sanó mi pena
Estuve 16 años con Eduardo. Los dos somos de los Vilos, un pueblito de la IV región, y nos pusimos a pololear en tercero medio, en 1996. Cuando salimos del colegio, me fui a estudiar a Valparaíso y él a Santiago. Supimos lidiar muy bien con la distancia e incluso pudimos aguantar varios años más trabajando cada uno en diferentes ciudades. Hasta que decidimos unir nuestros caminos y, luego de que Eduardo llevara un año buscando empleo en Viña, recibí una oferta en la capital y me fui a vivir con él. Nos propusimos armar nuestra vida allá.
Llevábamos tres años conviviendo cuando un día me comentó que quería terminar. Fue como recibir un balde de agua fría, porque no me di cuenta que estábamos mal. Nunca sentí señales de su parte, sin embargo, cuando le comenté a mi familia y amigos, nadie se sorprendió. Todos me dijeron que estábamos muy desconectados como pareja. Me sentí como la más ciega entre todas las ciegas. No fui capaz de darme cuenta de nuestro desgaste. Además, justo ese mismo año, murió mi papá. Yo estaba en mi peor momento, muy enojada. No podía creer que Eduardo no hubiese sido capaz de ser más compañero, de esperar a que me recuperara. Fueron dos dolores muy grandes, la muerte de dos grandes amores. Así que nos separamos y empezó mi duelo.
Fue uno con dramatismo extremo. Se había derrumbado mi proyecto de vida. No salí por mucho tiempo de mi casa, no quería ver a nadie y tampoco podía comer. A los cinco meses empecé a recomponerme. Me propuse salir adelante y ordenar mi vida. Decidí empezar por mi casa y crear mi propio espacio, que tuviese mi identidad. Y en ese ejercicio terapéutico, me puse a ordenar mi garage para sacar la mugre y dejar espacio para lo nuevo. Mientras limpiaba, escuché los maullidos de un gato. Pese a tenerles pánico, busqué de dónde salía ese ruido. Y encontré, bajo unas latas, una pequeña gata golpeada, desnutrida y sin energía. Mi primera reacción fue gritar para que se fuera, pero no lo logré, ya que no era capaz de caminar. En mi desesperación, dejé la puerta abierta y salí durante todo el día esperando que al llegar no estuviese, sin embargo, cuando volví seguía en el mismo lugar. Desafié mi miedo, uno que me acompañó durante toda la vida, y me atreví a alimentarla. Nunca logré comprender cómo llegó hasta mi bodega, porque no la abría hace un montón de tiempo. Traté de buscar a su dueño entre los vecinos, pero nadie la reclamó. Y no me quedó otra opción que hacerme cargo.
La llevé al veterinario y el diagnóstico fue fatal. Al parecer, llevaba meses alimentándose de las polillas que había encontrado en el lugar que estaba atrapada, y había sido golpeada anteriormente, ya que tenía gran parte de sus órganos destruidos. Decidieron operarla y me dijeron que me despidiera, porque era muy probable que no saliera con vida del quirófano. En ese momento, sin explicación alguna, me puse a llorar desconsoladamente. Creo que sentí una conexión especial con ella, quizás un poco identificada con su situación. Ambas estuvimos mucho tiempo sobreviviendo. Luego de varias horas, afortunadamente todo salió bien y a los tres días ya estaba de vuelta en mi casa.
Poco a poco le fui comprando cosas para que tuviese su propio espacio, pero ella se empeñó en estar siempre a mi lado y dormir conmigo. Fue mi gran compañera, sobre todo en los episodios de angustia que a veces tenía. La nombré 'Pantufla' porque el único gato que no me había dado miedo antes se llamaba Calcetín, y encontré lindo seguir con esa línea. Cuando vio que ya estaba mejor, buscó su lugar en la casa y se acomodó en un sofá. Creo que esperó a que me sanara. Me gusta pensar que mi papá me la envió para acompañarme y seguir enseñándome cosas que en vida trató de inculcarme, como el amor por los animales y la compasión por el otro.
Siento que me empecé a recomponer gracias a ella. Aprendí un montón de cosas: que todo puede cambiar de un día para otro, que las cosas que uno cree que no son para uno, sí pueden serlo, que la vida se trata de dar oportunidades y atreverse. La Pantufla me demostró que se puede comenzar otra vez. Yo vi con mis propios ojos cómo ella logró sanarse e hizo lo posible para que yo también lo hiciera. Para que también me pudiese lamer mis heridas. Desde su llegada, viví un proceso muy mágico que me ayudó a desvincularme de la rabia y hacer un mea culpa. Me di cuenta que era una persona súper esquemática, ordenada, muy apegada a la estructura y al 'deber ser'. Me complicaba la vida por cosas que de verdad no tenían importancia, y a veces armaba un escándalo por nada. Me acordé de las miles de peleas que tuve con Eduardo cuando dejaba la tapa del baño arriba o su ropa tirada. Descuidé un montón el presente en nuestra relación, pese a que siempre pensara en un futuro con él.
Luego de llevar más de un año separada, por esas casualidades de la vida, retomé el contacto con él. Ahora vivimos los tres juntos. Y aunque me de envidia, debo reconocer que la Pantufla es más regalona de él que mía, se adoran. Creo que no hay nada mejor que poder compartirla, porque gracias a ella, me siento más viva que nunca.
Andrea Tapia tiene 39 años y es trabajadora social. Actualmente es jefa de bienestar de un servicio de salud en Puente Alto.
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