“A principios de este año terminé una relación que duró un par de meses. La decisión de ponerle fin al vínculo de manera amistosa se dio de manera tardía, porque en realidad supe más bien desde un principio, y lo asumo, que no teníamos tanta afinidad. Aun así, quise darle –y darme– una oportunidad, para conocerme a mí misma en otro tipo de situación a la que no estaba acostumbrada. ¿Y qué fue lo que desde un principio me hizo dudar? Pensándolo en retrospectiva y habiéndolo conversado con amigas llegué a esta conclusión; le faltaba chispeza.
A lo largo de mi vida he ocupado esa expresión varias veces, y sé perfecto que cuando la ocupo es para hablar de alguien que puede tener todos los atributos del mundo pero que le falta un ‘no sé qué'. Ese no sé qué, difícil de explicar en palabras y que depende de la situación en cuestión, es la chispeza; una mezcla entre picardía, humor y un poco –en su justa medida– de maldad.
Pero este relato no es para hablar de eso ni mucho menos para posicionarme a mí misma por sobre mis ex vínculos; ¿quién soy yo para definir quién tiene chispeza o no? Más bien lo que me gustaría es compartir algo que me pasa a mí y creo le puede pasar a varias. Una suerte de autocrítica y cuestionamiento hacia mi tendencia por preferir a las personas que me la van a hacer un poco más difícil. O, digámoslo, que me van a hacer sufrir, aunque no de manera excesiva.
Masoquista no soy, pero ¿por qué, cuando se trata de una persona genuinamente buena y cariñosa, automáticamente siento que le falta algo? ¿Por qué, si es alguien resuelto, terapeado y bueno de verdad, mi cuerpo y mente lo rechazan?
Creo que somos cada vez menos las que sentimos eso, porque también nos hemos dado cuenta, al fin, de que esa tendencia radica en una noción muy arraigada y a estas alturas obsoleta de lo que es el amor; una sensación sufrida, de que el que te quiere igual sabe cómo molestarte (no estoy hablando del famoso ‘el que te quiere te aporrea’, por suerte eso ya tengo clarísimo que no va), y esa cosa medio pasional, que da paso a la idea de que incluso para tener buen sexo hay que bordear la provocación. En buen chileno, una persona que tenga chispeza.
Y todo eso, si lo llevamos a los extremos, lo queremos erradicar, pero a mí me ha costado mucho. Porque pensándolo ahora, esa persona con la que salí era genuinamente amorosa y un aporte en la vida. Aun así, no fue suficiente. En mi cabeza ese algo que le faltaba era determinante y no podía sin eso. No sé si se tratará de un autoboicot, creo que más bien esas ideas están muy arraigadas y algunos estamos casi programados para pensar que el juego, la picardía, la pasión, la tensión e incluso la poca transparencia, son parte clave del amor y la sexualidad. Pero no tiene por qué ser así. Todas esas nociones pertenecen a un relato de amor sufrido, poco sano, poco claro y que da paso a relaciones intensas y pasionales, pero agotadoras y drenantes.
Y es eso lo que he trabajado este último tiempo, pero asumo que aun está ahí en revisión. Y probablemente parte de mí siempre tendrá que revisarlo, cada vez que me relacione con alguien y que se asome esa sensación. A mí no me gustó del todo esa persona porque en mi cabeza ‘le faltaba algo’. ¿Qué cosa le faltaba? Si tenía muchas más herramientas de las que he visto en otras parejas. Entonces me hago un llamado a mí misma a frenar, o revisar, mi tendencia hacia el pensar que a la persona sana, cariñosa y preocupada de verdad, le falta algo, incluso si lo relativizo y digo que lo que le falta es ‘chispeza’, como si se tratara de un lenguaje en común, o de una cualidad que todos debiesen tener. Me hago un llamado a revisar al menos, sin castigarme, por qué no me puede gustar la persona amable, que no tenga necesariamente ese grado de maldad”.
Valeria Balmaceda (33) es ingeniera.