Amanda Bobadilla (28) se hizo su primer procedimiento estético facial el año pasado, en una clínica odontológica que le recomendó un amigo cercano. A ese amigo, a su vez, el dato se lo había pasado una prima de 27 años, quien le comentó en una conversación íntima y entre risas, que si quería prevenir las señales del envejecimiento facial, ya estaba atrasado. A los 30 ya era tarde, le dijo esa vez, siguiendo las instrucciones que le habían transmitido a ella cuando su dermatóloga le habló de la aplicación de dosis menores y preventivas de la famosa toxina botulínica.
En aquella consulta, le explicaron que la toxina botulínica es una neurotoxina cuya función principal es relajar la musculatura para que no se contraiga con tanta intensidad. También le contaron que se trata de un producto ampliamente utilizado en tratamientos médicos relacionados a la neurología, la oftalmología y la odontología, y que, de casualidad, se descubrió que podía ser usado con fines estéticos. Su nombre comercial, como siguieron aclarando –y a veces mal utilizado– es Botox. Más que nada porque es el nombre con el que la marca más reconocida dedicada a su comercialización, la ha masificado coloquialmente.
No fue hasta que recibió un correo de una clínica estética que decidió volver a consultar con su dermatóloga de cabecera. El correo, según recuerda hoy, decía algo así; “Se acerca el verano y la temporada de matrimonios. Para que estés espléndida tenemos un programa que consta de bótox y/o acido hialurónico y sesiones de rejuvenecimiento de rostro que pueden incluir luz pulsada, mesoterapia o radiofrecuencia”.
La invitación era tentadora. Los precios tampoco eran desorbitantes. Pero fue precavida y decidió avanzar con su dermatóloga de siempre. El procedimiento le salía más caro, pero era el costo que estaba dispuesta a asumir con tal de tener ciertas garantías; que el producto sería de calidad y se lo aplicarían profesionales de la salud, únicamente médicos u odontólogos, y siguiendo todas las condiciones y reglamentos de salubridad.
Desde entonces, los tres amigos asisten a la clínica cada seis u ocho meses para aplicarse inyecciones de toxina botulínica en dosis pequeñas y repartidas en el rostro. La principal preocupación de Amanda son las arrugas de la frente, algunas de las cuales ya distinguió durante las primeras cuarentenas, cuando el cambio en la rutina le facilitó el tiempo para observarse detenida y minuciosamente, como nunca antes lo había hecho. Su amigo, en cambio, le teme a los párpados caídos, y su prima, como le había expuesto en un principio, ve este procedimiento como parte fundamental de una rutina más grande de cuidado y bienestar general.
Para ella, según cuenta, el enfoque preventivo que le ha otorgado a sus dientes, por ejemplo, es el mismo que la hace velar por su piel de manera anticipada. “Conozco a muchas personas que lo están haciendo, porque ahora nos preocupamos de lo físico antes de que se vuelva un problema. Además, las redes sociales nos han permitido desprendernos de ciertos mitos, juicios y estigmas, porque son cada vez más las personas que muestran, analizan y naturalizan este tipo de intervenciones”, comenta.
Y es que el auge es innegable pero no del todo inédito, porque el uso estético de la toxina botulínica tuvo un conocido boom en Hollywood hace décadas y ciertamente se ha mantenido a lo largo de los años. Hoy, se ha vuelto común también dentro de un público más joven que no constituía los usuarios habituales de antes. Como los tres amigos mencionados al principio, son muchos los que han masificado y naturalizado estos procedimientos. A su vez, la manera en la que se suministra el producto actualmente ha hecho que ese imaginario previamente compuesto por celebridades, sea desplazado por uno en el que los protagonistas son hombres y mujeres en sus 20 o 30 años que han encontrado en el bótox preventivo (cuyas dosis determinan con sus médicos) una manera de combatir anticipadamente los rastros del envejecimiento, e incluso ciertas imperfecciones cutáneas con las que han vivido toda la vida.
Un imaginario más cercano, accesible y amigable, que ciertamente hace que todas y todos se sientan menos asustados y más atraídos por una opción que hasta hace poco, e incluso entre aquellos que no tenían ningún juicio moral al respecto, era impensada.
O, como planteó en el 2021 la periodista Jessica Schiffer en un artículo del New York Times, un procedimiento menos invasivo y un cambio de foco que ha hecho que la pregunta deje de ser ‘¿Tu te pondrías bótox?’ y sea más bien ‘¿Cuándo vas a comenzar?’.
En definitiva, como aclaran los especialistas, no se trata de emitir juicios ni críticas; más bien, las preguntas que se levantan tienen que ver con la normalización de un procedimiento médico y las implicancias que eso puede tener a nivel social. ¿Qué nos dice este auge de la sociedad en la que vivimos, especialmente post pandemia? Y, a su vez, ¿en qué minuto se estableció que las arrugas –o cualquier indicio de envejecimiento corporal– es una condición que hay que prevenir? En vez de aceptar que esas señales, en sus distintas manifestaciones, son parte de un proceso natural.
A esas se le suman otras; ¿En qué minuto una sonrisa no intervenida dejó de ser atractiva? ¿Y desde cuándo la frente lisa y los labios rellenos se volvieron la norma?
Es mucho lo que estas preguntas se han intentado responder y ciertamente el enfoque es multifactorial. Desde luego la publicidad, el cine y las múltiples plataformas visuales en las que se replican y refuerzan asiduamente los estereotipos relacionados a la belleza occidental y hegemónica, han incidido profundamente, dificultando que otras visualidades y físicos sean igualmente válidos. No hace mucho, de hecho, la actriz de El Club de la Pelea y la saga de Harry Potter, Helena Bonham Carter, hizo noticia cuando, frente a la pregunta respecto a la diferencia de edad con su actual pareja, respondió que el colágeno no es la única forma de sensualidad; “Hay carácter, diversión, travesura y humor. Mientras tengas la risa, la intimidad estará ahí”, dijo. Pero ese mensaje, como concuerdan las activistas feministas, es incómodo por lo cierto, y difícil de aceptar.
En el artículo del New York Times previamente mencionado, de hecho, la dermatóloga Sheila Farhang afirma que a su consulta “han llegado veinteañeros y universitarios que no saben nada del bótox y en realidad no lo necesitan, pero sufren de una especie de síndrome de que se están quedando atrás porque sus amigos lo usan y es lo único que ven en redes sociales”. A eso le agregó que no hay que perder de vista que el bótox es un procedimiento médico y no algo que se vende en Groupon.
La dermatóloga estética de la Clínica Alemana, Katherine Barría, explica que la toxina botulínica es un medicamento cuya función principal no tiene que ver con la prevención de arrugas necesariamente, sino que con la relajación del músculo. Por eso, según ella, y como en cualquier otra área de la medicina, es ideal que su uso sea preventivo y se establezca la dosis y frecuencia junto a un profesional médico, cosa que va a depender de cada caso. No es, como recuerda, un concepto nuevo; ella se aplica desde los 28 y a su hermana le aplica desde que tiene 25. “Se trata de envejecer de la mejor manera posible; así como evitamos las caries para no ocuparnos cuando ya sea muy tarde, lo mismo aplica para la piel”. Junto a eso, es enfática al decir se trata de un tratamiento médico y como tal debe ser aplicado dentro de establecimientos médicos y los únicos que están autorizados a aplicarlo por ley son médicos y odontólogos. Y por lo mismo, implica un costo.
Los precios varían. Pero el valor de mercado va de los 200.000 a los 300.000 pesos chilenos por 50 unidades de toxina botulínica. En ese sentido, cualquier promoción que tenga un costo menor, no es de confiar, porque puede influir en la calidad y proveniencia de la toxina.
Es por eso también que surge una problemática; como en muchos casos, la normalización de un procedimiento médico o estético –que de por sí, para que sea seguro, tiene un costo– también devela y exacerba la diferencia de clases.
Como explica la cientista política y activista de La Rebelión del Cuerpo, Natassja de Mattos, la industria de la belleza tiene por característica principal la capacidad de transformarse de manera continua con tal de ampliar su acceso. “Antes era la elite la que acudía a hacerse estos procedimientos, pero hoy cubre un grupo más amplio, lo que no significa que deja de ser clasista; evidentemente, las personas con mayores recursos van a poder acceder a mejores tratamientos. Y aquellos que tengan menos, irán a centros que quizás no cuentan con certificaciones o medidas de salubridad, poniéndose mayormente en riesgo. El producto no es universal y depende de dónde y cómo se aplica; en qué instalación se lleva a cabo el procedimiento; y quién lo hace. Por lo tanto, la seguridad del tratamiento está relacionada al precio y eso es privativo”, explica.
En cuanto a su difusión, la especialista explica que uno de los principales factores puede tener que ver con el teletrabajo en cuarentena. “Por un lado estaba el temor de volver a salir a la vida pública y vernos mayores”, cuenta. “Pero quizás lo más importante es el hecho que los teletrabajos implicaron que estuviéramos expuestos a vernos de manera constante y ahí surgieron ciertas dismorfias y la identificación de imperfecciones. Junto a eso, pensamientos negativos e impulsivos”.
La doctora Barría explica que ahí hubo un factor clave; “Nuestros computadores tienen buenas pantallas, pero las cámaras son de baja resolución, lo que hace que se acentúen ciertos defectos y se distorsione la imagen. A su vez, cuando uno se mira en el sentido contrario, ya sea en una cámara o lo que sucede en una selfie, se produce una alteración de la autopercepción en el cerebro, que no acostumbra a vernos así. Eso influyó mucho”, comenta.
Ambas especialistas agregan que el uso exacerbado de filtros en redes sociales que alteran los estándares de cómo nos tenemos que ver, también fue un factor clave. “Este fenómeno es grave”, profundiza de Mattos. “Porque estos filtros permiten estirar, suavizar y quitar manchas. Van en la dirección contraria a lo que se produce con el envejecimiento y, por ende, hacen que el rostro natural deje de gustarnos. Buscamos modificarlo para que sea más acorde a las imágenes virtuales a las que tenemos cada vez más acceso”.
A esto se le suma, como sigue de Mattos, que existe a nivel social una gran fobia hacia el envejecimiento. “Se le teme a las arrugas y a la piel caída, que es, en esencia, lo que viene a solucionar el bótox. Se habla mucho del edadismo, pero además existe la gerontofobia, que es el rechazo a las personas mayores y el cómo se ven, y la gerascofobia, que es el miedo al envejecimiento personal y los cambios que se producen en el cuerpo a través de ese proceso”. Es por todos esos factores, como explica, que existe tanta oferta y demanda relacionada a estos procedimientos. “Pero ahí es clave entender que no necesariamente es la demanda la que aumentó en un principio, que es lo que nos hacen creer sistemáticamente. A veces puede ser que haya más oferta y que eso nos crea una necesidad donde no la había. Un fenómeno clásico de sociedades neoliberales”.
Según el doctor Néstor Carreño, médico cirujano, dermatólogo, académico de la Pontificia Universidad Católica y Vicepresidente de la Sociedad Chilena de Dermatología, el concepto que prima hoy es la prevención. “Hay mucha más información, producto de todo lo que se ha viralizado en las redes, y por eso la idea es prevenir la formación de estos surcos y no esperar hasta más adelante. Aun así, va a depender de cada paciente y las dosis requeridas se establecen en la medida que sean más o menos necesarias. En general, las toxinas que existen en el mercado chileno son de origen estadounidense y europeo y están reguladas y aprobadas por la FDA y el Comité Europeo, pero no faltan algunas de proveniencia extraña y por eso hay que desconfiar de toxinas de muy bajo costo, de origen poco claro, y de personas que no estén capacitadas legalmente para aplicar estos tratamientos, tanto por sus profesiones o porque acuden a los domicilios. Esa mala manipulación puede llegar a generar infecciones o algunos tipos de parálisis transitorias”, explica.
A eso la doctora Barría le suma que muchas veces los pacientes acuden por temas que van más allá de lo netamente estético; “Si estoy siempre frunciendo el entrecejo, empiezo a marcar esa zona y a generar cierta expresión involuntaria. Mi cara puede dejar de reflejar lo que siento y esa disociación tiene una carga emocional fuerte. La definición de salud dice que es un estado de completo bienestar físico, emocional, mental y social. Esto tiene que ver con cómo me siento”.
Frente a eso, de Mattos sugiere que no hay un juicio posible que se pueda hacer, porque cada cual tiene el derecho a hacer lo que le haga sentir bien. “Hemos sido criados en la misma sociedad capitalista y patriarcal en la que, sobre todo a las mujeres, se les ha impuesto muchas exigencias y un tener que cumplir con estándares altos. Por lo tanto, es natural que queramos borrar las marcas de la edad o ser más flacas, no vamos a cambiar el canon de un día para otro” reflexiona.
“Lo importante es que sepamos tener ojo crítico y problematizar de dónde viene esa necesidad. Sobre todo para que vayamos presionando por cambios en las imágenes que se viralizan y que se nos muestran como las únicas que son bellas. Si nuestra autoestima hoy pide rejuvenecer, eso es válido, porque responde a un imaginario instaurado y reforzado por todos; pero es importante internalizar que la vejez visible no es más que algo natural y los rastros de una vida vivida. Eso también puede instalarse como algo hermoso”.