Divago por Instagram y llego al perfil de una actriz muy famosa. Es atractiva, con unos rasgos, colores y contextura que se alejan mucho de mi estado físico. Me comparo porque en su feed veo que casi en todas sus fotos hay un “me gusta” de mi pareja y conmigo no es tan generoso en la repartija de corazoncitos cibernéticos. Reparo en que la única publicación que no tenía su like era un homenaje cumpleañero para su pololo con un compilado de fotos de él. En la ducha, en la cama, en un yate. Mi pareja las ignoró como un despechado.

Desde que soy mamá no me importan tanto esas cosas, pero lo suficiente como para que llamen mi atención y escriba un párrafo sobre eso. En el puerperio me relegué a la idea de la mujer indeseable. Ya no tenía cómo competir con los cuerpos que se le podían ofrecer a la vista en las redes sociales, en la calle, en su trabajo. Pechugas perfectas, sin leche, ni pequeños seres humanos aferrándose a ellas como moluscos hambrientos. Abdomen plano, no con la piel tan suelta que se puede guardar en un calzón de elástico alto. Poto parado y no esa mochila triste que te acompaña a tu primer día de kínder. Había sepultado la preocupación por mi cuerpo. Y eso me hizo sentir muy libre.

Si antes ocultaba mi inexistente barriga en la playa cuando me sentaba y sentía que podía verme fea, ahora paseaba mis flácidas carnes sonriendo con un bebé que me sometía a las posiciones menos favorecedoras en una ciudad llena de modelos. Leía a madres feministas, narradoras de sus “maternidades reales, sin edulcorantes”, que no se podían ver al espejo después del parto. Yo me sacaba fotos de la (in)evolución de mi barriga que asumía que volvería al mismo lugar, sin tener la certeza de que realmente iba a lograr volver a ese lugar. De todas formas, me hice a la idea de esta transformación y me deshice de mis hot pants y la mitad de mis crop top la primera semana en la que supe que era la incubadora de un huésped que en ese entonces era más uva que humano.

Con el confinamiento -que me pilló recién terminado mi puerperio-, supe que cualquier intento por borrar los vestigios de haber pasado un embarazo de proporciones importantes, iba a ser en vano. Y me dio rabia ¿Por qué el patriarcado decidió que yo era ahora una mujer indeseable? ¿Por qué podía aceptar que se deseara a otra? ¿Por qué el cuerpo debía ser el deseado? ¿Cómo hacer para que el hombre que acababa de parir no creciera con el mismo patrón de belleza incrustado en la sien?

Pasados unos meses, mi hijo consumió un veinte por ciento de mi cuerpo en su primer año de vida. Mis rollos se convirtieron en suyos. Por cada kilo que bajaba, volvía uno de inseguridad. Ya el postparto se volvía demasiado lejano como para seguir justificando que todavía no me cerraran mis jeans. Mi pareja recuperó un deseo que no tuvo quórum, porque con la lactancia podía encerrarme en el monasterio de la castidad por tiempo indefinido. No me gustaba que me dijera con voz libidinosa que estaba volviendo al cuerpo de antes. Yo me miraba al espejo y estaba segura de que, si bien el peso era el mismo, mi cuerpo y mi sexualidad definitivamente habían cambiado.

Quince meses después, sigo en ese vaivén nostálgico en el que recuerdo cómo colgaba terso mi piercing en el ombligo y ahora se cae. Pero no me afecta como lo hubiera hecho antes de ser madre. No lucho con la idea de volver a ser la misma. Pasó a ser funcional en otros ámbitos que no incluyen precisamente el goce visual ni sexual. Ahora es alimento y hogar. Me acostumbré a vivir en esa dicotomía; echar de menos un cuerpo en el que tampoco me sentía segura. Y ahora, como las viejas que sienten que no aprovecharon la lozanía de su juventud, me siento una tonta. Hay días en los que no me pongo bikini por vergüenza, en los que me convierto en una que odia a toda mujer que perpetúe los estereotipos que nos hacen sentir culpables cada vez que nos pasamos con el chocolate. Hipocresía. Yo misma he sido esa mujer que se camufla con filtros de Instagram que convierten los rasgos para inventarte una morfología perfecta de revista Vogue. Como esa actriz que me recordó la fragilidad de mi autoestima.

Jennifer tiene 31 años y es editora.