Hablemos de maternidad: Llorar no era una opción, solo debía ser mamá
![columna de maternidad Paula](https://www.latercera.com/resizer/v2/VCG7CPOU45DV3B7DZW2N3YZ36Y.jpg?quality=80&smart=true&auth=3a7efd0af802a5f9d060106f40759b7c5bb142eb5a2f4be2b1f74427515fcd62&width=690&height=502)
Junto a mi pareja, hacía tiempo que planeábamos tener otro hijo. Nuestra hija mayor tenía cuatro años en ese entonces, y la idea de agrandar la familia comenzó a tomar forma en 2018. Pero ese mismo año, a mi padre le diagnosticaron cáncer gástrico, y el pronóstico no era alentador.
Desde ese momento, mi atención se volcó por completo en él: lo acompañaba a sus citas médicas, lo ayudaba en casa o simplemente pasaba tiempo a su lado. Todo esto, siempre en compañía de mi hija mayor, porque mi prioridad en ese momento eran ellos dos. Sin embargo, en marzo de 2019 quedé embarazada.
Cuando tenía siete semanas de embarazo, le conté a mi padre que sería abuelo nuevamente. Ya cerca de los siete meses, él me pidió que me enfocara en cuidar de mí y de mi bebé, en vez de ayudarlo a él. Fue difícil hacerle caso, sobre todo porque en ese mismo período el médico nos dio la peor noticia: a mi padre no le quedaban más de seis meses de vida.
Todo me parecía irreal, como si estuviera dentro de una película que algún día podría contar con distancia. Ahora que lo pienso, quizás era un mecanismo de autodefensa para poder seguir funcionando, sobre todo por mi hija de cinco años y mi guagua en camino. Aunque me dolía saber lo grave que estaba, nunca logré procesar del todo la idea de que mi padre podría morir cuando mi hijo aún fuera un bebé.
Pero a medida que se acercaba la fecha del parto, esos miedos se hicieron más presentes. Sabía que en ese momento lo iba a necesitar más que nunca, porque mi papá lo era todo para mí. Con él me sentía segura, protegida. Así como estuvo a mi lado cuando nació mi primera hija, quería que también estuviera conmigo esta vez.
Además, él me confesó que cuando se enteró de mi embarazo, le pidió a Dios que le permitiera ver a su nieto nacer. Saber esto solo aumentó mi miedo. En mi interior, no podía evitar pensar que, una vez que mi hijo naciera, su deseo se habría cumplido y entonces, ahora sí, lo podría perder.
Dos meses después del nacimiento de mi hijo, en febrero de 2020, el diagnóstico del médico se hizo realidad: mi padre falleció exactamente seis meses después de recibir aquella noticia.
Con un bebé y una hija de casi seis años que adoraba a su abuelo, no me permití sentir mi pena. Algo en mi interior me decía que, por encima de todo, tenía que ser mamá: la que se levantaba cada dos horas para cuidar a su hijo, la que temía que su dolor afectara la lactancia, la que debía ser la fortaleza para su hija pequeña, aunque por dentro todo se sintiera tan frágil.
![columna de maternidad Paula](https://www.latercera.com/resizer/v2/TZ4SFQMXLRATPHBI5AP47EXN3M.jpg?quality=80&smart=true&auth=0697fda0f11df67b3244038f0816b9fe7cac77e97f83082d3cc593cb4a2653f5&width=790&height=527)
Así funcioné durante meses después de la pérdida de mi padre. Solo me preocupé de contener a mi hija en cada momento de tristeza por extrañar a su abuelo. Estábamos en pandemia, pasábamos casi todo el tiempo juntas, y eso me convencía aún más de que debía mostrarme firme. Si yo me desarmaba de la pena, pensaba, no podría cuidar bien de mis hijos. Además, durante esos meses, mi hijo sufrió una complicación de salud, lo que me dejó aún menos espacio para pensar en mí. Siempre tenía que ser madre, por encima de todo.
Sin embargo, seis meses después del fallecimiento de mi papá, un día en casa, no pude más. Una pena inmensa, acompañada de un llanto incontenible, se apoderó de mí. Decidí comenzar psicoterapia. En una de las sesiones, me preguntaron si había llorado o tomado el tiempo para cerrar mi duelo, y me di cuenta de que no lo había hecho. Sentía que no podía permitirme la tristeza, que tenía que estar bien por mis hijos, que no podía mostrarme afectada, especialmente por el impacto que eso podría tener en el apego y la lactancia. La psicóloga me ayudó a darme cuenta de que debía vivir esa pena, dejarla salir y no seguir ignorándola. A través de ejercicios como hablar de mi papá y escribirle una carta, comencé a liberar una emoción que había estado reprimida por meses, sin darme cuenta hasta que empecé la terapia.
Creo que si no hubiera tenido a mis dos hijos, y especialmente a un recién nacido, habría sentido la pena mucho antes. Me concentré tanto en ellos que, en ese momento, la maternidad se apoderó de mí y le ganó a cualquier otro rol. La maternidad, de hecho, sigue siendo la que ocupa la mayor parte de mi tiempo. Estaba tan conectada con mi hijo, sobre todo por la lactancia materna, que no me arrepiento de no haber procesado mi duelo antes. Creo que todo sucede cuando tiene que suceder, y esas emociones no se pueden guardar para siempre; tarde o temprano salen. Salieron cuando yo ya pude sacarlas. Tal vez antes no estaba lista o no las veía.
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