Paula 1207. Sábado 27 de agosto de 2016.
Corría el año 1981 en Mombay y Prakash Thadani (66) revisaba todos los días los avisos de trabajo en el diario Times of India. Aunque había montado un pequeño negocio de candados al por mayor, le urgía empezar a ganar más dinero, porque estaba perdidamente enamorado de una mujer con la que solo podía casarse si tenía casa propia. Era la única exigencia que había puesto su suegro para darle la mano. Un día, en su sagrada revisión matutina del diario, leyó: "Necesitamos gente para trabajar en América". No especificaban qué ciudad, pero Prakash pensó que feliz se iría a cualquier lugar de Estados Unidos. Para él, como para gran parte de los indios, eso era América. "Todos soñaban con ganar dólares. Un dólar en ese tiempo era el equivalente a 13 rupias. Se podía ganar mucha plata", explica Prakash, sentado en una de las mesas de su restorán Rishtedar, el segundo de comida india que abre en Santiago, ubicado en plena avenida Vitacura. Lo acompaña su hijo, Vikram Thadani (30), quien administra el local.
Sin dudarlo, Prakash asistió a la citación que convocaban en el diario. Lo hicieron esperar hasta las 7 de la tarde, sin pararse, comer ni tomar agua. Cuando por fin lo atendieron, le dijeron que volviera al día siguiente a la misma hora. Él obedeció. Esta vez lo atendieron a las 5 de la tarde y le dijeron que volviera al día siguiente. "Estaban probando cuánto aguantaba", dice él. El tercer día le preguntaron: "¿estás listo para irte? El avión sale esta noche. Te pagaremos 200 dólares y te daremos comida y alojamiento". Y partió.
Viajó 22 horas en avión. Llegó a Santiago, donde lo recibió el hijo de la persona que lo había entrevistado en India. Durmieron en un hotel y el joven le dijo: "Vamos a despertarnos a las 5 para tomar otro avión". Prakash pensó: "¡Vamos a Estados Unidos! Al fin vamos a América". Pero se subió a un avión que iba a Iquique. "Yo miraba para afuera y decía: ¿dónde estoy? Solo veía desierto". En el aeropuerto lo esperaba el gerente, quien le explicó que primero trabajaría acá en Chile, para prepararse y luego ir a Estados Unidos. Pero Prakash nunca fue a Estados Unidos.
Todos los días, durante un año, Prakash comió coliflor con arroz. Adelgazó 20 kilos. Trabajaba como vendedor en la Zona Franca de Iquique y, aunque tenía buenos resultados, el gerente lo trataba mal. "Pero yo perseveraba, porque estaba esperando ir a Estados Unidos". Después de un año, llegó a Iquique el jefe que lo contrató en la India. Cuando lo vio, lo llamó a su oficina. "¿Tienes alguna enfermedad? ¿Tienes sida? ¿Por qué estás así?". "No tengo nada. Pero comemos todos los días coliflor y arroz". El jefe le respondió: "pero si el gerente me manda facturas con lo que comen todos: yogurt, pavo, pollo, carne". Entonces mandó al gerente al banco y le revisaron la maleta: tenía toda la mercadería guardada ahí, para comérsela él solo. El jefe lo despidió, lo mandó de vuelta a India y ascendió a Prakash a gerente.
Once años trabajó en Iquique. Volvió una sola vez a la India, para casarse en un matrimonio que le habían arreglado (la mujer de la que había estado enamorado ya se había casado con otro). Entonces, con su incipiente compañera, volvieron a Iquique. "Chile es una mina de oro. Tiene de todo. Quieres mariscos, hay; quieres frutas, hay; quieres madera, hay; quieres cobre, hay. Además, Chile me gusta porque tiene cuatro estaciones. Las disfruto mucho. Nunca pensé en volver a India".
Prakash alguna vez quiso ser actor de teleseries, porque ganan mucha plata. Pero desechó esa opción porque sabía que con ese oficio no iba a poder moverse de manera libre. Él quería ser independiente, no tener jefes. Y después de años de arduo trabajo en Chile, cumplió su sueño. En 1992 renunció a la empresa y se vino con su mujer a Santiago. Arrendaron un pequeño local en el segundo piso de una galería en Merced con San Antonio. Vendían artículos de tecnología a los vendedores ambulantes que, a su vez, vendían por las calles Huérfanos y Ahumada. No era mucho lo que ganaban, pero les alcanzaba para vivir a ambos con su hijo pequeño, Vikram.
El gran salto lo dieron cuando se abrieron a la importación. En 1998 llegó el primer container desde India, lleno de inciensos. Ese fue el hito. "Recuerdo patente esa primera llegada de inciensos. Fue grito y plata", recuerda Vikram, quien en ese entonces tenía 12 años. "Yo mismo vacié ese container con mi papá y el conserje de nuestro edificio en Monjitas, donde vivíamos. Llegó como a las 3 de la mañana y estuvimos toda la noche descargando", cuenta. El negocio empezó a crecer, se fueron a vivir a Providencia y comenzaron a viajar una vez al año a India.
Del segundo piso de la galería, el local se cambió para afuera, en plena calle Merced. En 2010 empezaron también a traer mercadería de China, como pañuelos de seda y bambula. Vendían a la Feria Santa Lucía y al retail. "El mítico local de Merced 776 se hizo famoso y era referente obligado cuando hablaban de India o cualquier lugar de Oriente en la televisión", cuenta Prakash. Pero en el peak de fama, el dueño vendió el local y en pleno diciembre, el mes de más ganancias, los obligaron a desalojar el lugar. Se fueron a una tienda en Diagonal Cervantes, por un par de años, y a Estación Central, donde hasta el día de hoy funcionan dos tiendas, además de la importadora, que está en la calle Sazié.
"Chile es una mina de oro. Tiene de todo. Quieres mariscos, hay; quieres frutas, hay; quieres madera, hay. Además, me gusta porque tiene las cuatro estaciones. Las disfruto mucho. Nunca pensé en volver a India".
Hasta hace unos años la importación seguía siendo un negocio redondo para la familia Thadani. "Pero la llegada de tanto vecino chino, no sale a cuenta", comenta Vikram. Con la ola de inmigrantes la ropa india y el incienso se empezó a vender en todas partes. En 2007 Vikram cursaba su carrera de Administración de Empresas y le dijo a su papá: "estamos perdiendo tiempo. Ahora tenemos que hacer otro negocio". Sus compañeros de colegio y universidad le decían siempre: "qué rica la comida que cocina tu mamá". Seguido por esta intuición, le pidió capital a su papá y abrió el restorán Rishtedar, en la calle Holanda. Aunque le costó pararlo, después de ocho años fue tal el éxito, que se atrevieron con una segunda sucursal en Vitacura. Ambos restoranes funcionan en forma paralela con la importadora. "Yo como que quedé sin pega. Porque ahora trabaja él. Me dijo: papá, tú ya no tienes que trabajar. Tú ahora descansa. Aunque me consulta todas las decisiones importantes", comenta Prakash. "Lo que pasa es que el modelo familiar de la casa hindú es distinto al occidental. Acá cuando el hijo crece, se va de la casa y hace su vida. Se desliga. En el oriente, o en la India, cuando el hijo crece pasa a mantener la familia, pero el jefe sigue siendo el más antiguo, el más sabio", explica Vikram.
Prakash, emocionado, cuenta de su teoría: "estoy seguro que Vikram es mi padre reencarnado. A él le gustaba mucho el rubro de la gastronomía, de ahí que mi hijo haya querido emprender en esto también. Y yo lo voy a apoyar. No ha sido fácil nuestro camino, pero yo entiendo que es por nuestros karmas. Si hemos tenido bajos en nuestro negocio, es porque estamos pagando las cosas malas que hemos hecho en esta vida o en vidas pasadas. Pero ahora nos está yendo mejor que nunca y es porque el karma está de nuestro lado".
El camino de Jerónimo
Mientras Jerónimo Reyes (38) caminaba descalzo entre los campos de maíz en las tierras del pueblo peruano de San Ignacio de Loyola, a dos horas de Trujillo, soñaba con salir de ahí y conocer el mundo del que hablaban sus libros de historia y geografía. Nunca se imaginó que 20 años después estaría radicado en Chile y a la cabeza de la segunda empresa importadora de productos peruanos más importante del país.
Cuando tenía 9 años murió su papá de un ataque al corazón, dejando a su mamá con ocho niños y 20 hectáreas de cultivo que alcanzaban para darles de comer. Pero la plata no daba para cubrir las vacunas, un buen colegio, ni la ropa; dormían de a cuatro en una misma cama. Sin estudios, su mamá tuvo que salir a trabajar de empleada y recorrer largas distancias para conseguir un poco de dinero y criar a sus hijos.
Así fue la infancia del hoy fundador y gerente de Inka Foods, la empresa que partió importando productos peruanos a Chile el año 2010 y que hoy cuenta con una sede en Lima y exporta a ciudades de Estados Unidos y España. Es proveedor del Hotel W, el Hotel Plaza San Francisco, Emporio la Rosa y cadenas de restoranes como Grupo Valerio y Grupo Los Robles, además tiene cuatro puestos propios en La Vega y cinco arrendados. Hoy está asociado al ex chef ejecutivo del Astrid & Gastón, Óscar Gómez, y juntos abrirán dos restoranes en Valparaíso.
A los 17 años, Jerónimo se fue de San Ignacio a Trujillo, la ciudad costera más cercana, y nunca volvió. Los teléfonos, los automóviles, la manera de vestir de la gente, todo lo impresionó. Era un mundo nuevo para él y sabía que existían otros lugares todavía mejores. Trabajó vendiendo fruta y verdura para costear sus estudios como técnico en comercio exterior en el Instituto Tecnológico del Norte y mandar un poco de dinero a su casa.
Después de un viaje frustrado a Corea del Sur, partió a Chile con 2000 dólares en el bolsillo, que equivalían más o menos a 700 mil pesos chilenos. Con eso pagó el arriendo de una pieza en Maipú, compró un colchón y una mesa, pagó el transporte y la comida. Durante dos meses no encontró trabajo. Después hizo de cartero para dos correos distintos en los que casi no recibió pago y llegó un momento en que le quedaban solo 20 dólares.
"Se necesita personal extranjero de 25 a 35 años" fue el cartel que encontró mientras caminaba por la vereda de la calle Catedral un día de abril del año 2000 y que cambió su destino. La empresa que contrataba se llamaba Tai Ping, una transnacional japonesa que en un principio no lo quiso contratar porque querían a alguien mayor. Pero Jerónimo insistió y en una de sus visitas se encontró con el gerente general de la empresa: "Pruébame. Vengo toda esta semana sin pago", le rogó.
Trabajó esa semana y las siguientes durante ocho años y medio. Partió haciendo el aseo de baños, ganando 86 mil pesos mensuales, y terminó como jefe de adquisiciones de pedidos internacionales. No faltaba nunca, ni siquiera cuando estaba enfermo, y llegaba siempre media hora antes de que empezara su turno. Aprovechó de ahorrar, de aprender y también de conocer México, Panamá, Japón y Hong Kong en viajes de trabajo.
Pero Jerónimo sabía que podía más. Después de acumular conocimiento ahí y luego en Peruvian Food, importadora de productos peruanos, se dio cuenta de que tenía la experiencia suficiente y que el mercado de productos peruanos en Chile estaba creciendo rápidamente junto con la difusión de su gastronomía. En 2010 arrendó un pequeño local en La Vega, abrió una cuenta corriente en el banco BCI y creó Inka Foods. Desde entonces la empresa no ha parado de crecer y de hacer una importación cada tres meses, pasó a traer siete contenedores al mes y a facturar 300 millones de pesos al mes.
Hoy, Jerónimo está sentado en el escritorio de su oficina en la esquina de Salas con Antonia López de Bello. Atrás cuelga en la pared un mapa del mundo con los lugares a los que Inka Food reparte alimentos y en las repisas están los libros de cuentas, desde el año en que partió, todo ordenado. Debajo del teclado un montón de cheques que tiene que ir a depositar al banco. Desde ahí administra y controla todo: los puestos que tiene en La Vega, los cuatro vehículos de reparto que van a hoteles y restoranes en Santiago, Concepción, Valparaíso y Viña del Mar, un galpón de más de 3.000 metros cuadrados para almacenar los productos y el plan de negocios de la nueva cadena de restoranes.
Vestido impecable, con su pelo negro corto y ordenado, recuerda los tiempos en que no tenía ni para comprar los útiles de colegio y se emociona. No cree todo se deba a la suerte, sino al esfuerzo, al trabajo y a las decisiones que se toman en la vida, "tú eliges tu destino, tú eliges tu pareja, tú eliges el mal o el bien, eliges dulce o amargo. Yo elegí", dice.
Eso lo aprendió de sus padres, porque a pesar de que no le pudieron entregar una vida cómoda, le enseñaron el valor del trabajo. Él y sus hermanos aprendieron desde chicos a madrugar, a pelar papas y cebollas, a preparar una sopa y plancharse la camisa. Por eso está agradecido con esa mujer que cuando viene de visita y lo ve en esa silla, se emociona hasta las lágrimas. Pero Jerónimo asegura seguir siendo el mismo niño que cosechaba en los campos de su pueblito natal. Vive en un departamento que arrienda y recién este año compró una casa en Bellavista. Los únicos lujos que se da son una casa en Lima para cuando viaja, su amada camioneta 4x4, una empleada que le cocina y la posibilidad de pagar bien a sus trabajadores. "Esto es un sueño. Con esfuerzo y sacrificio todo se logra y Chile te abre las puertas", concluye.
Jerónimo Reyes llegó a Chile con 700 mil pesos en los bolsillos. Hoy su empresa, Inka Food, factura 300 millones al mes. "Tú eliges tu destino, tú eliges dulce o amargo. Yo elegí", dice.
Madamme Cassis
La argentina Marina Secco (49) y quien entonces era su marido, pasaron un verano de 1994 idílico en Pucón. Habían llegado en diciembre a montar un negocio, una cafetería-chocolatería que llamaron Patagonia y que fue el hit de esa temporada en el balneario del sur. Era un sueño que Marina tenía desde que era una niña y veía a su padre y su abuela vibrar en torno a la pastelería. Pero la felicidad y los buenos resultados se fueron junto con el calor y los miles de turistas que en marzo desaparecen. "No pudimos resistir todo un invierno, con dos hijos chicos, viviendo solo de eso", explica. Lo perdieron todo. Para subsistir, Marina se las arreglaba tocando puerta por puerta en todos los restoranes, minimarket y supermercados de Villarrica para ofrecerles lo que mejor sabía hacer: pasteles y chocolates. Así, juntó peso a peso y se volvió a levantar para la próxima temporada. Pero con una lección: para que les alcanzara todo el año, debían ganar aún más plata en los meses fuertes. Pidieron un crédito y abrieron también el restorán Patagonia Plaza, de pizza y pastas.
"No tenía ni un peso, no tenía mi marca, pero aun así me rehusaba a volver a vivir con mis papás a Argentina. Y ni loca me hubiera vuelto con un fracaso en el cuerpo".
Después de cuatro años estables, en el que pagó todas sus deudas, Marina tuvo que partir de cero otra vez. Se separó de su marido y él se quedó con la marca Patagonia, pero en la negociación ella ganó la propiedad de los dos locales. "No tenía ni un peso, no tenía mi marca, pero aun así me rehusaba a volver a vivir con mis papás a Argentina. Y ni loca me hubiera vuelto con un fracaso en el cuerpo", explica. Entonces volvió por un par de semanas a Bariloche, pensó en un concepto de marca potente y regresó a Pucón convencida: abriría un café-restorán y le pondría Cassis. "Cassis es un fruto que se da muy bien en la Patagonia, entonces pensé: 'bueno, el eslogan puede ser Cassis, fruto de la Patagonia', así no me desvinculaba del nombre Patagonia, que ya tenía cierto prestigio".
Puso todas sus fuerzas en este nuevo negocio. ¿Su estrategia? Superar a Patagonia. Innovó con cafés saborizados, como su ya clásico frappé con shot de vainilla, marshmellows y almendras. "Empecé a ser más creativa. En los momentos más complicados aflora la mayor creatividad también". Y ese verano de 2007, además de inaugurar Cassis en los dos locales de Pucón, abrió también una franquicia en Temuco. Fue un éxito total desde el día uno.
Después se lanzó: franquició en Concepción, en Puerto Varas y otros dos en Temuco. Hace pocos días salió de su cápsula –y territorio ya seguro– en el sur y firmó el contrato para el primero que abrirán en Santiago, proyectado para comienzos de 2017. "Cassis ha ido formando su identidad propia, a estas alturas ya se transformó en un concepto", explica, a propósito de los buenos resultados que le ha dado su negocio, el que hoy le permite darse una vida con muchos lujos y comodidades. Ahora está elaborando el branding para su próximo proyecto: la chocolatería Calafate, que este verano verá la luz bajo el concepto de "chocolatería nativa del sur".