En 1989, Macarena (60) comenzó a pelear una de las batallas más duras que le ha tocado vivir. Su hija Catalina -que en ese entonces tenía dos años- fue diagnosticada con leucemia. Con su marido, tomaron la difícil decisión de irse a Estados Unidos en busca de la mejor terapia para su hija. Las probabilidades de supervivencia con el tratamiento chileno eran de un 70% y allá, en cambio, le aseguraban casi un 100%. No había dudas: tenían que partir.
Pero cuando emprendió rumbo al extranjero, Macarena tuvo que lidiar con otro dolor: despedirse de Samuel, su guagua de ocho meses que tuvo que quedarse en Chile con sus abuelos. “Yo aún lo estaba amamantando pero no podía llevarlo. Tener que destetar así, de una vez, fue desolador (…) Desde ahí empezó un fuerte sentimiento de culpa por dejarlo. Fue súper tortuoso no estar con él y no ver sus avances”, recuerda Macarena. Y aunque después de cuatro semanas pudieron volver a buscarlo, las consecuencias fueron evidentes. “Él no quiso nada conmigo durante un mes. No lo podía tomar en brazos ni amamantar, me rechazó por completo. Fue muy triste ese periodo”.
Desde el momento en que se sabe de un diagnóstico grave, la dinámica familiar da un giro de 180 grados: consultas médicas, remedios, preocupación por la carga económica, altos y bajos emocionales, y un sinfín de consecuencias. El foco de atención se pone – razonablemente – en ese hijo que requiere de más cuidados. Mientras eso sucede, los hermanos que están sanos -llamados “niños invisibles”- a menudo se sienten ignorados, y pueden caer en un limbo de indiferencia, soledad y angustia.
“Absolutamente se convierten en niños invisibles”, afirma Macarena. “Samuel aprendió a caminar porque se dio cuenta de que si movía un pie, y después movía el otro, avanzaba. No porque yo haya estado con él como lo hice con su hermana. Fue un niño autodidacta en todos sus aprendizajes”. Y aunque a día de hoy su hijo no tiene rencores, Macarena no logra olvidar. “Es una culpa que estuvo durante mucho tiempo, y que a veces sigue estando”.
Aunque Catalina fue dada de alta cuando tenía 16 años, la pesadilla de Macarena no terminaría ahí. Francisca, la tercera de sus cuatro hijos, fue diagnosticada con la misma enfermedad cuando tenía 23. La historia se repitió. De nuevo estaba ese sentimiento de culpa de no estar disponible a las necesidades que pudieran tener sus hijos, aunque ya estuviesen todos más grandes. “Además Catalina estaba embarazada”, recuerda. Pero su hija la interrumpe: “¡Mamá, ya había dado a luz! ‘Bueno, para que te des cuenta lo invisible que eran’, dice Macarena entre risas.
No hay culpables
Tener un hijo con una enfermedad grave, crónica o cualquier tipo de necesidad especial, es catastrófico para cualquier mamá y/o papá. Pero ese no es el único dolor con el que tienen que lidiar. “Las mamás también son súper conscientes de que hay hermanos que están siendo menos atendidos, y eso genera culpa”, afirma Maribel Corcuera, psicóloga experta en crianza. “Y es que cuando tienes a un hijo en una clínica o un hospital, no lo puedes dejar. Va más allá de uno, es como instintivo”.
Maribel no solo habla como especialista, sino también desde su propia experiencia.
Cuando Benjamín, el menor de sus dos hijos tenía solo un año, tuvo que ser intubado por asma. “Doctor, dígame la verdad, ¿se puede morir?”, preguntó Maribel con el alma en un hilo. “Sí”, le respondieron. Desde ese minuto, no se separó de él. “Mi instinto natural me hacía no querer separarme de ese hijo que más me necesitaba”, dice.
Durante años, Benjamín tuvo tantas recaídas que Maribel estuvo gran parte de su tiempo en la clínica. “Mi otro hijo, Matías, tuvo que acostumbrarse a que muchas veces yo no durmiera en la casa”, recuerda. “Una vez Matías me dijo que todo era muy injusto, que él tenía que ir al colegio mientras yo estaba con Benjamín, pero que él también quería estar conmigo”.
Según la psicóloga, es normal aferrarse al hijo que lo necesita, y también es normal sentir cargo de conciencia por hacerlo. “Pero es importante que los papás intenten sacarse la culpa. Su responsabilidad es no olvidar que ese otro hijo está, y que también tiene necesidades, pero si tengo un hijo enfermo, y otro sano, claramente no me van a necesitar las mismas horas del día”.
Cómo ayudar a los “niños invisibles”
La psicóloga Corcuera trabajó con familias de niños con diagnósticos graves que viven en la III y IV región. En busca de un mejor tratamiento para sus hijos, las mamás debían trasladarse junto al enfermo a la capital. “Acompañé a esas mamás que tuvieron que dejar a sus otros hijos, sin verlos durante meses (…) Cuando por fin podían reencontrarse, la calma de esas mamás era absoluta”, recuerda. Según su experiencia, “van a quedar secuelas graves si es que efectivamente el ‘niño invisible’ no estuvo bien cuidado y los papas se desentendieron por completo. En esos casos quedan con la sensación de que son menos importantes”.
Para que eso no suceda, Maribel enfatiza en la importancia fortalecer el vínculo con ellos a diario. Para esto, la psicóloga afirma que es crucial acompañarlos al menos en una de sus tareas cotidianas; cuando se despiertan, a la hora de almuerzo o de comida, ayudarlos a bañarse, o incluso a través de videollamadas en caso de distancias muy largas. “Hay que aprovechar la tecnología. A través de una video llamada se puede hacer dormir a un niño, o leerle un cuento. Entonces hay que intentarlo todo para estar presentes en esos momentos cotidianos”.
La psicóloga también considera que es crucial que los niños logren entender lo que sucede. “Dado el estrés del diagnóstico, muchas veces no hay tiempo de explicarles o no logran entender realmente lo que está sucediendo. Incluso podrían sentir que hicieron algo mal, o que los dejaron de querer. En la primera infancia los niños y niñas son egocéntricos, sienten que todo recae en ellos” afirma. “Por eso, si logran entender bien todo lo que está pasando, y son bien contenidos por quien los está cuidando, no deberían verse afectados”.