Me enteré que estaba embarazada a mediados de mayo de 2012. Mentiría si digo que recuerdo exacto lo que sentí cuando vi el test positivo. En ese entonces tenía tan naturalizado el tradicional esquema de pololear, casarse y tener hijos, que era lo que me tocaba. Obviamente me emocioné y me sentí feliz, pero no es una sensación que vuelva cada cierto tiempo, como sí lo es el momento de la primera ecografía. Estaba ahí en la camilla, de la mano con mi marido, intentando reconocer algo de lo que veíamos en la pantalla, porque recién tenía 12 semanas de embarazo. El doctor nos dice: "Ya, estamos listos. Está todo bien. Lo único que veo es un leve estancamiento en el crecimiento de la mandíbula superior, pero no es nada grave". Me quedé unos segundos en blanco. La naturalidad con que lo decía me hacía pensar que en verdad no era nada grave, pero no tenía idea qué implicaría. Después de los segundos en blanco, con un poco de miedo, pregunté. La respuesta fue como un balde de agua fría. Ahí entendí ese dicho; es esa sensación cuando se te enfría el cuerpo, de arriba hacia abajo, lentamente, justamente como si el agua fría de un balde estuviera recorriendo tu cuerpo. "Lo más probable es que tenga una fisura labiopalatina, o lo que comúnmente se conoce como labio leporino. Pero no puedo confirmarlo aún, es muy pronto. Y si fuera, quédense tranquilos que es algo que tiene solución", dijo. Terminada esa frase dejé de escuchar. Mi marido recibió la carpeta y me imagino que las instrucciones que el doctor dio en ese momento. Yo estaba paralizada. Para mí, tan obvio como que tenía que ser madre, era que mi hijo iba a ser un niño normal. Nunca, pero nunca, en ningún espacio de mi cabeza estuvo la posibilidad de que algo podría salir mal en esa primera ecografía. De hecho con el tiempo he reflexionado bastante sobre esa seguridad. Cuando escucho a mamás que van por primera vez nerviosas a ese examen, que dicen "lo único que espero es que venga sanito" me cuestiono el no haber sentido ese temor. No es que esté asociando ambas cosas, no es que me culpe porque mi hijo nació "con algo", es solo que ahora, seis años después de ese momento, me sorprende el que me haya dolido tanto recibir esa noticia. ¿Por qué a mí?, pensaba, y ahora digo ¿y por qué no? Por qué las personas solemos creer que las cosas malas le pasan a otros. Es curioso.
Pero bueno, ahí estaba yo, en la sala de espera deshecha en lágrimas. Lo primero que pensé fue - y advierto, esto va a sonar mal – "va a ser feo y le van a hacer bullying". Ahora que escribo esto suena duro, pero no quiero disfrazar esa sensación porque las mamás sí pensamos esto. Y no se trata de ser frívola, de que queramos tener una guagua "perfecta", para nada. En mi caso, al menos, está lejos de eso. Se trata del terror que sentimos, solo al pensar, que nuestros hijos pueden sufrir. Soy de una generación donde el acoso escolar era heavy. Sé que ahora también, pero en ese tiempo no era tan difundido el mensaje del respeto por la diferencias. Los avances médicos tampoco eran los de ahora, entonces, sentada en esa sala, me fue imposible no pensar en ese compañero de colegio que todos tuvimos, que tenía la cara rara, que hablaba extraño, como gangoso, y al que trataban como si fuera un ser de otro planeta.
Nos fuimos en silencio a la casa. Yo trataba de encontrar ese maldito estancamiento de la mandíbula en las imágenes de la ecografía. Pero era imposible. Solo reconocía su cabeza y su nariz que para mí eran perfectas. Fueron días duros. Teníamos que esperar ocho semanas para confirmar el diagnóstico. En esos dos meses las sensaciones fueron distintas. Habían días que despertaba pensando que obviamente el doctor se había equivocado y que mi hijo venía totalmente sano. Otros, tenía la certeza de que la fisura estaba y que no me quedaba más opción que acostumbrarme a esa idea. Tomé ravotril, porque algunas mañanas la angustia me la ganaba; consulté tres doctores más, pero no quedaba más que esperar.
Les conté a muy pocas personas. Primero, porque no estaba confirmado, pero además - y esto hoy me hace sentir muy ridícula – porque me daba vergüenza. Es extraña esa sensación. También es algo que con el paso de los años he reflexionado. Como no se trataba de una enfermedad grave, que pusiera en riesgo su vida, sino que más bien de un tema estético, sentía vergüenza de contarlo. Pensaba cómo lo sacaría a pasear a la plaza, que todo el mundo lo miraría.
La mañana de la ecografía de las veinte semanas me desperté a las 5 a.m. No pude seguir durmiendo. Fui a trabajar y a la hora de almuerzo partí a la clínica. Nos juntaríamos ahí con mi marido. Apenas el doctor apoyó la máquina en ese gel frío que te ponen en la guata, en la pantalla apareció mi guagua en todo su esplendor. Desde el comienzo se mostró entero. A él su fisura no le avergonzaba para nada, hasta nos hacía gestos como si quisiera saludarnos. Un zoom a su cara nos confirmó algo que yo, apenas puse un pie en esa sala, ya sabía. Quizás es esa intuición que dicen que tenemos las madres, o quizás es que ya le había dado tantas vueltas en esos dos meses, que estaba resignada. Al labio superior y a uno de sus orificios nasales los cruzaba una fisura de 10mm. de ancho.
Esta vez salí de la sala mucho más tranquila. Dos días después con mi marido nos fuimos de viaje por un mes. Lo habíamos programado hace tiempo, sería la última vez que viajaríamos solos. Eso me ayudó mucho. También me ayudó que por esos días iba en el auto y en la radio comentaron sobre una película de Joaquín Phoenix (ese actor guapo que también tuvo una fisura). Recuerdo perfecto que la conductora decía: "Es guapísimo, y pareciera que esa cicatriz que tiene en el labio lo hace ver más interesante". Me reí sola. Pensé que era una de esas coincidencias que la vida te regala para hacerte un poco más feliz.
No sé en qué momento mi actitud cambió completamente, a la vuelta del viaje seguro, pero ya no había tiempo para lamentos. Averigüé todo: el mejor doctor, los parches y la placa que había que ponerle desde el día uno, hasta encargué a Estados Unidos una mamadera especial que necesitaría para no tener que usar una sonda para alimentarse. Ahí me enteré que nunca podría amamantarlo. Viví ese duelo también. Hasta que llegó el día del parto y yo ya tenía un ejército de personas que sabían qué hacer en cada momento desde que naciera hasta su primera cirugía. Fue parto normal, la anestesia no me alcanzó a hacer efecto, así que sentí cada una de las contracciones y fue el momento más maravilloso de mi vida. Venía con los ojos abiertos, como dos grandes aceitunas, y su fisura tal cual la vimos en la eco.
Hoy mi hijo tiene seis años. Lo han operado dos veces y tuvimos controles semanales con la ortodontista hasta los ocho meses, cuando fue su primera cirugía. Todavía le quedan un par, y un largo tratamiento con odontólogos y fonoaudiólogos. No niego que en momentos lloré del cansancio. Ya es difícil la primera guagua, mucho más con esta pega extra de ponerle una placa cada vez que tenía que comer. Para qué hablar de las horas en pabellón, que suman casi diez pero que para mí se han sentido como miles. Tener a un hijo en una situación de riesgo seguramente debe ser de las peores sensaciones en la vida. Pero ahora lo recuerdo casi como una anécdota. Es interesante cómo el cuerpo o la mente te hace olvidar esos momentos, me imagino que es parte de la naturaleza, para prepararnos nuevamente para ser madres.
Manuel es un niño encantador, y no lo digo solo yo que soy su madre. Tiene algo especial. Quizás haber tenido que enfrentarse de tan chico a procedimientos dolorosos y molestos lo hizo forjar una personalidad singular. Es valiente y reflexivo. Físicamente la cicatriz de la fisura casi no se nota y habla perfecto. Era verdad lo que me había dicho de manera muy fría el doctor en esa primera ecografía: esto tenía solución y los resultados de hoy son muy distintos que hace veinte años atrás.
Siempre he pensado que los dolores, emociones y sufrimientos de las personas no son comparables. Sé que hay mujeres valientes que paren hijos con enfermedades terribles y me saco el sombrero frente a ellas. Pero para mí esto, aunque fuera solo un tema estético, fue tremendo. Fue el miedo más grande que alguna vez sentí. Hoy no es que agradezca que me haya tocado vivirlo, obviamente habría preferido que naciera completamente sano, pero siento que soy otra persona desde ese día de la ecografía. Pasar por estas experiencias te hace valorar lo realmente importante y, al menos a mí, me hizo conocer otra parte de mi personalidad, una que está dispuesta a todo porque mi hijo sea feliz.