Con el advenimiento de la Revolución Francesa, en 1789, un nuevo sector social ocupa el espacio público, dejando atrás las prácticas elitistas y los rituales propios de la vida cortesana. El ciudadano, principal actor político, encarna una masculinidad inédita que en sus expresiones vestimentarias reniega de todos aquellos signos corporales asociados al lujo, al ocio, a la distinción, para significar los principios básicos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: la igualdad y la libertad.

Previo a este hito y durante más de un siglo, la figura del Rey francés domina la escena de la moda europea. Representa el ideal de virilidad que los súbditos deben abrazar, guardando las distancias propias de su rango y teniendo especial cuidado de no opacar al monarca. A pesar de que el cuerpo del soberano significa el poder absoluto y refiere a la fuerza política, económica y cultural de una nación comandada por hombres, la construcción de apariencia impone toda clase de extravagancias y privilegia elementos decorativos compartidos por ambos sexos.

A mediados del siglo XVII, Luis XIV, para compensar su baja estatura y potenciar la majestuosidad de su rango, impone grandes pelucas con rizos hasta los hombros. La indumentaria replica las adornos colgantes. Encima de los calzones se usa una suerte de falda corta que los cubre casi por completo dejando únicamente a la vista los volantes de encaje del bajo. Esta vestimenta incluye una hilera de bucles de cintas alrededor del talle, otra igual en el ruedo y dos más emplazadas en sentido vertical, en los costados. Se complementa con una amplia camisa blanca ablusada a la altura de la cintura, provista de uno o dos abullonados en las mangas, que se extienden desde el codo hasta la muñeca. Una chaquetilla ajustada, estilo bolero, incrementa el efecto. El atuendo se completa con un cuello caído de encaje y zapatones provistos de un enorme lazo rojo.

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Carlos II, Rey de Inglaterra, vestido a la usanza francesa. 1685.[/caption]

Alrededor de 1780 los hombres cultivan una imagen menos estrafalaria y afectada que en la centuria anterior, aunque no exenta de ornamentación. Lo masculino se expone bajo una apariencia suave y dúctil que, sin embargo, en contraste con la abultada y magnífica silueta femenina en boga, anuncia el trastorno en la representación de los roles de género que tendrá lugar más adelante. El denominado traje a la francesa responde a estos requerimientos.

Compuesto por tres piezas básicas -chaleco a las caderas, casaca y calzones a las rodillas-, sus estructuras, más bien rectas, se acomodan amablemente a las formas naturales del cuerpo. Las versiones tradicionales son confeccionadas en idéntico tejido sin restricciones en la paleta de colores, y bordadas con hilos de seda polícromos, hilos de oro o plata, lentejuelas y pedrerías. Los botones, fabricados en porcelana, metal, cristal o recamados, siguiendo el estilo decorativo dominante, constituyen otro de los símbolos del estatus de sus portadores. Algunos elegantes prefieren ternos más audaces que juegan con las cualidades de las tramas: terciopelos y brocados a rayas para la casaca y los calzones, y sedas labradas para el gilet. Sobre dichos materiales se suman impresionantes bordados cuyos motivos florales, muy parecidos a los del vestido femenino, adhieren sin limitaciones a la estética rococó. El traje es utilizado junto a una camisa blanca con volantes de encaje sobre el pecho y los puños, un pañuelo en el cuello, medias de seda blancas y calzado negro con hebillas.

La Revolución Francesa fractura el esquema anterior. Se suceden efímeros estilos vestimentarios afines a la variedad de sujetos que participan en el proceso. Revelan la sensibilidad que los anima. Algunos buscan apariencias afines con el nuevo ideario político. Otros necesitan protestar contra la pérdida de sus privilegios. Los combatientes (artesanos, campesinos, asalariados y algunos burgueses) visibilizan las ropas propias de las clases más desposeídas: pantalones largos de paño a rayas, carmañola o chaqueta de origen marsellés, zuecos y gorro frigio de color rojo o sombrero con escarapela tricolor.

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Winston Churchill y otros, vestido con el clásico traje oscuro formal de ciudad cruzado, pantalón a rayas, chaleco, levita y sombrero de copa. 1907.[/caption]

Apodados sans-culottes, encarnan una masculinidad popular, dispuesta a arrasar a cualquier precio con aquello que se oponga a sus propósitos libertarios. Por el contrario, los antiguos realistas conservan el traje a la francesa -incluidos el calzón a la rodilla y las medias de seda blancas- aunque confeccionado en lana negra. Colores, texturas, bordados y volantes de encaje forman parte del pasado. Hacia 1895, luego de la ejecución de Robespierre, hito que pone término al período del Terror, donde resultaba peligroso llevar ropa a la moda, emergen curiosas expresiones vestimentarias.

Los dandis franceses o incroyables ironizan la compostura y discreción características de la moda inglesa (luego de la Revolución dicha propuesta opera como modelo a seguir). Exacerban el tamaño del cuello, las solapas y las colas de la chaqueta británica, minimizan el porte de los vistosos chalecos, prefieren voluminosos pañuelos que ocultan la barbilla, grandes botas de montar y cabelleras largas y desaliñadas. Estos sujetos, provenientes de la alta burguesía, encarnan una masculinidad desenfadada, estetizante, al margen de la lucha política. Hacen de la distinción y el artificio sus principales instrumentos de lucha.

En las primeras décadas del siglo XIX el uniforme militar y la versión citadina del traje de campo inglés, perfectamente cortado, contribuyen a igualar, al menos en apariencia, el aspecto de quienes los llevan. Sin embargo, el arte de mezclar las distintas piezas del traje civil y las vistosas pasamanerías del uniforme señalan todavía algunas diferencias. A partir de 1840, la burguesía, asentada sobre la base de un tipo de masculinidad superior donde predominan razón, eficiencia, utilitarismo, agresividad, energía, disciplina, sobriedad, virtuosismo y compostura, impone sus propias reglas en materia de apariencias. El traje de los elegantes se vuelve crecientemente sombrío, prescindiendo de todo detalle que señale una diferencia entre pares. Sin embargo, la blancura de camisas y cuellos, debido al cuidado que requieren para mantenerlos incólumes, aluden a la riqueza y honorabilidad de quienes los exhiben. Las mujeres -emotivas, inferiores, débiles, superfluas- son las encargadas de significar la posición social del marido y la familia. Y lo logran actualizando los artificios que remiten a la Francia prerrevolucionaria .

La división radical entre las indumentarias de ambos sexos se mantiene sin cambios hasta comienzos de 1970, momento en que la igualdad exigida por los movimientos de mujeres tiene su correlato en la moda unisex. El traje de los varones feminiza sus formas, abandona el estilo puritano y, en ocasiones, prescinde de la corbata, emblema de la virilidad moderna, ampliando de este modo las posibilidades de pensar lo masculino.

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En los 70, el estilo unisex feminiza las líneas generales del terno, ciñéndolo al cuerpo y sumando materiales y colores más vistosos.[/caption]