Cuando tenía 19 años y seis meses de embarazo, Javiera Soto (35) estaba dando a luz a Joaquín, quien apenas pesó 850 gramos y tuvo que ser internado en Cuidados Intensivos. Después de seis meses, Joaquín recobró fuerzas y se convirtió en un huracán de energía. Le encantaba correr, jugar, y por sobre todo gritar “¡¡Mamá, mamá!!”.

Javiera siempre quiso estudiar medicina, pero la inesperada llegada de Joaquín cambió el rumbo de su vida. Cuando su hijo empezó a crecer, volvió a pensar en esos sueños que formaban parte de ella pero que tuvo que dejar de lado. “Bueno, cuando cumpla tres años lo meto al jardín y me matriculo en alguna universidad”, pensaba. Pero la vida da muchas vueltas y coincidentemente al cumplir tres años Joaquín empezó con una cojera en su pierna derecha.

El inicio de todo: la cojera

Joaquín era un niño revoltoso. Había un abanico de posibilidades que podrían explicar por qué estaba cojeando; un golpe, una caída, una torcedura de pie. Pero el instinto de mamá rara vez falla. “Siempre supe que había algo raro. Lo sentí inmediatamente”, recuerda Javiera mientras apaga la máquina que le indica que Joaquín ya terminó de comer a través de su sonda.

El primer traumatólogo al que fueron no encontró huesos ni músculos comprometidos, así que los derivó al neurólogo. Javiera – que le hizo caso sin chistar – aún no puede olvidar el episodio que marcaría su vida para siempre. “¿De cuántas semanas nació?”, le preguntó el neurólogo como si se tratara de un interrogatorio policial. “De 28″, respondió un poco incómoda. “La respuesta de todo la tienen desde el primer día. Tiene una parálisis cerebral secuela de la prematurez”, anunció con tono frío. Javiera sintió la noticia como un “disparo a quemarropa que le atravesó el alma”. Sentía que se quedaba sin aire mientras se hundía en la silla y recibía un papel. “Vayan a este lugar. Ahí son especialistas en este tipo de niños”, dijo el doctor. En la hoja aparecía: “Paciente derivado a Teletón”.

Al día siguiente Javiera estaba parada afuera del edificio de la Teletón. Tenía agarrada la mano de su hijo con fuerza mientras intentaba reunir la valentía suficiente para atravesar la puerta. “Todos los chilenos conocemos la Teletón. La vemos por la tele, a veces donamos, pero nadie está preparado para cruzar la puerta como paciente”, dice Javiera. Y cuando se armó de valor y al fin entró, no entendía nada. Habían niños sin brazos o sin piernas, habían otros que necesitaban ayuda para respirar y comer. Su hijo, sin embargo, corría – un poco cojo – por los pasillos. ¿Qué hacían ellos ahí?

Tocó la puerta que decía `admisión pacientes`. “Hola, vengo porque ayer me evaluaron mal. Se equivocaron, necesito que me ayuden”, dijo apenas le abrieron. Aunque la neuróloga le confirmó el diagnóstico, su vocación de médico – que la mantuvo despierta estudiando – y el instinto de mamá, la hacían estar 100% segura de que ese no era el correcto.

“El problema de no tener diagnóstico es la incertidumbre; nadie entendía por qué Joaquín se descompensaba ni cómo podían evitarlo. Los ataques del monstruo llegaban sin avisar y ponían en jaque su vida”.

El monstruo

El monstruo – como Javiera llama a la rara enfermedad que padece su hijo – atacó rápido. Fue agresivo y cruel. A los tres meses la cojera se asomó en la otra pierna. A los seis meses no podía caminar. Al año, Joaquín ya estaba alimentándose por una sonda y había dejado de hablar. “Yo perdí un hijo y nació otro. Tuve que hacer el duelo de dejarlo partir para abrazar y recibir al nuevo Joaquín que me haría igual de feliz”.

En ese año, Javiera fue a – literalmente - todos los neurólogos del país. Todos coincidieron en que era una parálisis cerebral, excepto una. “Esto es una enfermedad degenerativa. Tú tranquila, la vamos a encontrar”, le dijo. Aunque hospitalizaron a Joaquín y lograron que el monstruo dejara de avanzar por un año, tiempo después sufrió una descompensación muy grande que lo llevó a estar en coma por tres meses. Necesitaban un marcapasos cerebral que no podían costear, así que Javiera e Ignacio, su marido, salieron en televisión abierta pidiendo ayuda económica.

Lograron reunir los fondos y la operación – que duró 13 horas y era la primera vez que se hacía en Chile - fue todo un éxito. Pero esa no estaba ni cerca de ser la única y última crisis. El problema de no tener diagnóstico es la incertidumbre; nadie entendía por qué Joaquín se descompensaba ni cómo podían evitarlo. Los ataques del monstruo llegaban sin avisar y cada vez ponían en jaque su vida. “Hay que irnos afuera. Alguien tiene que saber qué tiene”, le dijo Javiera a Ignacio. Con cinco años de diagnósticos erróneos en la espalda, los papás de Joaquín decidieron ir a probar suerte al extranjero.

Javiera, Ignacio, y Joaquín estuvieron dos meses en un hospital de Estados Unidos, convivieron en una casa de acogida para familias en busca de salud, e hicieron un sinfín de exámenes médicos. Al volver a Chile, aún esperaban la respuesta de las últimas pruebas que intentaban identificar la enfermedad.

El diagnóstico

El asunto del mail proveniente de Estados Unidos decía: “Creemos que estarán muy contentos de saber que hay un diagnóstico para su hijo”. En ese preciso instante, Javiera celebró. “Me daba lo mismo que me dieran el diagnóstico más terrible del mundo. Necesitaba saber qué pasaba. A los tres años de Joaquín se me rompió la vida ¿Cómo no iba a haber una respuesta para eso? Necesitaba ponerle un nombre al monstruo que atacó a mi hijo a los tres años y se lo llevó”.

La enfermedad se llama Microdeleción del cromosoma 19q13.11. Hay solo 28 casos en el mundo y Joaquín es uno de ellos. Los expertos lo definen como un accidente génetico. Entre sus innumerables síntomas se encuentra la distonía generalizada progresiva, un trastorno caracterizado por contracciones muscularias involuntarias que provocan rigidez muscular en todo el cuerpo. Aunque la enfermedad no tiene cura ni tratamiento, saber el nombre era todo lo que Javiera necesitaba. “Okey, aquí estás, te descubrí. No hay nada que hacer con la enfermedad, pero hay mucho que hacer con la vida”, pensó cuando ya tuvo la respuesta que durante tanto tiempo estuvo buscando, “Hay que ser capaces de reconciliarse y vivir como los grandes vividores que somos. Basta de lamentarnos y quejarnos, cada día es una nueva oportunidad. Vamos”.

Dicho y hecho. Para ella no existen obstáculos que impidan disfrutar el día a día. Con Joaquín a su espalda, Javiera ha hecho trekkings por Pucón, el Cajón del Maipo y los cerros de Santiago. Han disfrutado de la nieve y del mar. Incluso se han tirado en parapentes. “Mi hijo no es ningún angelito ni alguien especial. Yo tengo un hijo que se llama Joaquín y es igual de especial a como son todos los hijos del mundo”, dice tajante, “Esto no me tocó porque soy valiente ni porque soy una super mamá. Me tocó porque soy una persona más en esta vida y porque a cualquiera le puede tocar”.

Su libro: la mejor terapia

Aunque Javiera es muy extrovertida y conversadora, a la hora de enfrentar momentos difíciles prefiere guardárselos para ella misma y que nadie se entrometa demasiado. Escribir se convirtió en una manera de soltar todo eso que tenía contenido. “Tenía tanto dolor guardado, tanta pena y frustración, tantas cosas para gritarle a la vida, que empecé a escribir. A soltar de a poquito”.

Empezó a compartir algunas de sus experiencias y reflexiones por Instagram, formando así una comunidad de apoyo y contención. Fueron sus mismos seguidores los que le sugirieron la idea de lanzar un libro. Y como para ella nada es imposible, lo hizo. Empezó a escribirlo en una UTI pediátrica, y lo terminó en el mismo lugar. En “Rendirse Jamás”, Javiera libera sus angustias, miedos, penas y alegrías. “Fue un libro muy difícil de escribir. Muy intenso emocionalmente. Tuve que recordar momentos de angustia y también visitar esos recuerdos donde el Joaco estaba sano. Eso es súper triste porque está a kilómetros de lo que es hoy. Tenía un hijo completamente sano que me gritaba todo el día ¡¡mamá, mamá!!, y hoy hay un silencio absoluto”.

Hoy, Javiera tiene una vida tranquila lejos de la ciudad, la clínica y las terapias. “Decidimos irnos a vivir en paz. ¿Para qué queríamos seguir haciendo tanta terapia si constantemente nos decían que no hay nada más que hacer con nuestro hijo y que se va a morir? Nos fuimos al campo, construimos una casa adaptada para Joaquín con un ventanal gigante para que todas las mañanas se despierte viendo la luz del sol”, cuenta Javiera, “Y aunque me voy a morir sintiendo que esto fue injusto, entendí que es parte de la vida. Estoy convencida que Joaquín es profundamente feliz. Y con eso yo estoy en paz”.

*El libro está disponible en https://amigosdejoaquin.cl/public/