Crecí en el centro de Santiago, en la calle Mac Iver que está entre lo que hoy es el barrio Bellas Artes y el centro–centro de la ciudad. Viví en varios departamentos, siempre alrededor de la misma zona, dentro de un radio de dos cuadras. Vivíamos ahí porque mis abuelos tenían un kiosco y el trabajo en un local así es muy demandante: el diario sale todos los días y el horario es draconiano, tienes que ir a las cuatro de la mañana a buscar los diarios y en la noche cierras a las ocho de la noche. Además, teníamos una librería-papelería en la misma cuadra y era más cómodo para mi familia vivir cerca del lugar en el que trabajábamos todos. Yo salía de mi casa, caminaba media cuadra y, cruzando la calle, me encontraba con mi abuelo, con mi mamá, con mi tía, todos mis familiares trabajando. Hay hasta notas en la prensa sobre ellos. En algunas hablaban sobre mí: cuentan que iba a un colegio que se llama Libertadores de Chile, que quedaba a media cuadra del kiosco, donde está ahora el teatro La Olla. Cuando estudiaba ahí me decían que era la casa de Bernardo O´Higgins, también me dijeron que era la casa de su amante. Es un edificio bajo tipo colonial.
Yo me entretenía en la escuela porque había niños. En el centro hay muy pocos. Ninguno de mis amigos vivía cerca, vivían en Quilicura, Recoleta, Maipú, Providencia, Vitacura, en todas las comunas, porque los niños que van a los colegios del centro suelen ser los hijos de gente que trabaja por ahí cerca, no que vive en el centro. Así que para mí los veranos eran muy aburridos: no había otros niños y hacía mucho calor. Nadaba e iba a clases de natación a la Chile en Mapocho, a las tiendas de comics y a los videos. Antes el centro estaba lleno de tiendas de videos, hoy les dicen arcades, que son esas típicas máquinas. Ahumada tenía una de cuatro pisos, después tuvo un subterráneo gigante de los Diana… recuerdo que en Puente había una con pantalla gigante. Compraba tres fichas para toda la tarde. En esa época se podía fumar dentro de los locales, y era típico que los videos estuviesen llenos de humo de cigarro y adultos perdiendo el tiempo. Siempre estaba la misma gente: parejas de pololos, los juniors que trabajaban por ahí cerca y los desocupados a los que les gustaba jugar. La música que sonaba era la de los mismos juegos y no conversabas nada con nadie, si querías jugar con alguien te metías no más. Casi no se hablaba.
Esa era mi vida: mi familia que trabajaba, la escuela y caminar. Mi patio era el Parque Forestal, que quedaba a una cuadra. Ahí paseé a mis perros, que eran todos de la calle. Mi abuelo los ahuachaba en el kiosco y después llegaban a la casa, pero eran perros independientes, les abrías la puerta y no tenías que ponerle correa, porque sabían manejarse solos. Estuvo el Pancho, que era un dálmata; la Josefina, que vivió veintitantos años, y el Beto que era un perro guatón, chico, con las patas cortas, que era hermoso, y el perro más inteligente que he conocido en mi vida. Sabía tomar micro.
Un kiosco es un centro social, en la cuadra todos nos conocíamos. Al kiosco se va a a leer el diario, a conversar, a pedir indicaciones, etcétera. Mi abuelo tenía una tele grande e invitaba a sus amigos de la cuadra a ver los partidos de la Católica o lo que fuera, antes lo partidos de fútbol los daban en la tele abierta: me acuerdo del Undurraga, que era de la Óptica, y del Vargas, que según mi abuelo él lo mató, porque era alcohólico y un día le dolía la cabeza y le regaló una Cachantún. Al otro día apareció muerto. Estaba "el Caszely" también, que voceaba el diario disfrazado del futbolista. Mi abuelo era un personaje, igual: siempre tenía una caja de vino de la que le convidaba a todos, pacos, micreros, el que pasara. Conocíamos a los pacos que andaban por el centro, a los profesores, a la gente del Ministerio de Salud, a los de las playas de estacionamientos. Mi abuelo incluso actuó de extra en varias de obras de la escuela de teatro que estaba al frente de la librería. A veces necesitaban un viejo y le pedían a él. Era como un pelusón o un comediante.
Yo estaba acostumbrado a trabajar en el kiosco o en la librería, y así me ganaba unas monedas. Todas las mañanas pasaban los obreros de la construcción y se compraban La Cuarta y un paquete de cigarros. También en esa época apareció la Universidad Mayor, que antes era un colegio, y al frente de la papelería se puso la Escuela de Arquitectura, que era perfecto porque teníamos todo lo que necesitaban: tres fotocopiadoras, todos los tipos de papel, lápices, palos de maqueta, etcétera. Además, en la universidad había mesas de pinpón. Y gente que iba a jugar pinpón todo el día, que iban a la librería a comprar paletas y pelotas. También me tocaba ir al banco: conozco todos los edificios de por ahí cerca, a todos tuve que ir a hacer algo como pagar una plata, buscar una plata, repartir diarios, cualquier cosa.
El Santiago en el que crecí es anterior al edificio de la Telefónica, y era otro Santiago en muchos sentidos. Lastarria no era un barrio, era una calle, y el barrio Bellas Artes no existía como tal, empezó a llamarse así con la llegada del metro, que fue cerca del año 2000. El centro era distinto: había mas fuentes de agua. Había troleys. Y más ruido. Estaban los voceadores de los diarios: antes atravesabas la calle Huérfanos y escuchabas que gritaban "La Segundaaa". Era un evento que llegara La Segunda en la tarde. Ahora, con el tiempo, los kioscos se han mantenido y en casos han ido desapareciendo. Y aparecieron un montón de torres habitacionales en lugares que antes eran peladeros, en Rosas o San Pablo. Antes las torres eran oficinas de empresas, no viviendas. Ahora la gente camina en el centro y chocan unos con otros. Cuando yo era chico pensaba que en el centro uno adquiría cierta inteligencia, que aprendía un código para vivir urbanamente. Había costumbres, respeto. Ahora hay tanta gente que anda muy rápidoy todos chocan no más.
Mi abuelo ya no tiene el kiosco, mi familia ya no tiene la librería. Fueron desapareciendo casi todas con la llegada de las papelerías de cadena. Cuando yo tenía veinte años mis papás decidieron comprar una casa en Macul y ahí viví con ellos como tres años. Para mí, irme a un barrio residencial era como irme a vivir al campo, salía a la calle y no había nada, así que cuando pude me devolví al centro.
Diego González tiene 33 años y es editor y autor del libro Fuego en la cárcel de San Miguel.