Cambiarse de casa aparece en varios rankings como factor de estrés máximo. No sólo se abandona un espacio físico —y todo lo que una mudanza conlleva— sino el espacio emocional que, en mi caso, fueron mis primeros cuatro años viviendo con Javier, mi marido. Cuando vinimos a conocer el nuevo barrio me fijé que en la casa de la esquina de mi calle, vivía una familia de gitanos. Sí, gitanos, a lo Romané y, con cierto recelo, le comenté esto a Javier. Una parte mía imaginó gritos, fiestas en la plaza de nuestra calle a lo Kusturica, ¿robos? En fin, lo típico con lo que siempre se demoniza a los gitanos. No me siento orgullosa de mis prejuicios; me carga ese lado mío que desconfía de lo que no conoce y que, peor, imagina a los otros con amenaza o sospecha. La vida da muchas vueltas, pienso ahora, sobre todo después de lo que pasó con mis nuevos vecinos.
Uno de los planes en la casa nueva era adoptar un perro; ojalá un quiltro de la calle. Ambos acordamos que el perro llegaría a su tiempo. Hasta que una tarde en que me quedé pegada mirando cómo mi marido jugaba en la plaza con un cachorro –que corría, saltaba y se tiraba al suelo para que él le hiciera cariño–, supe que esa perra era la indicada e hice un plan para aguacharla. De a poco le empecé a dar comida para que no me rompiera las bolsas de basura. Luego le abría la reja de mi casa para que entrara y estuviera con nosotros. Pero la perra era una salvaje y le gustaba ser libre. Queríamos que se quedara, pero cada vez que podía se escapaba. También, otro de los vecinos nos advirtió que la perra pertenecía a los gitanos, así que partimos a hablar con ellos para pedirles permiso y adoptarla.
Los gitanos, con quienes de inmediato tuvimos buena onda, nos regalaron a su perra y nos ayudaron a llevarla hasta nuestra casa porque la Ana Gabriel —sí, así se llama— era un poco loca, nos advirtieron. Y dicho y hecho: las primeras semanas se comió todo, sin ir más lejos, mi jardín quedó reducido a un campo de batalla, mi manguera quedó destrozada en seis partes, se comió todas mis plantas y ni hablar de ropa colgada para secarse, zapatillas, lo que encontrara a su paso destruía. Varias veces se no escapó en la mitad de la noche y, con Javier, en pijama, nos dimos vueltas por la plaza hasta encontrarla y llevarla de vuelta. La Ana Gabriel había nacido libre; no podía ser de otro modo. Y algo de eso me gustaba: verla correr y saltar; verla desbordada sin reglas ni miedos. Como si la Ana Gabriel fuera una avanzada de mí misma; ese lado salvaje que peleo para que no se domestique.
Asumimos que teníamos que enseñarle. Que tampoco podía ser tan difícil. Una veterinaria habló de reforzamiento positivo y de paciencia. Y eso hicimos. Pasearle diariamente, enseñarle a caminar con nosotros, enseñarle a dormir dentro de su casa y no en el jardín helado. Enseñarle a no morder y todas esas cosas de perro. Varias veces pensé en devolverla a la calle cuando vi los pequeños desastres que había hecho. Varias veces me arrepiento de haberla acogido cuando tengo que sacarla a pasear y hace frío o tengo lata. Varias veces me complico pensando en cómo voy a hacer para cuidarla bien. Pero salir a caminar con mi perra todos los días se ha convertido en un espacio sagrado; el momento en el día que tengo para pensar, mientras camino. Conectarme con la ciudad y con mis propios estados internos y desconectarme del ruido.
En una de nuestras caminatas en que la saqué a pasear más tarde de lo común, la llevé a un parque grande que queda cerca de mi casa. Estaba oscuro, y mientras caminábamos por el pasto me di cuenta de que estábamos solas las dos. Me atreví a soltarla y me recosté en el pasto a mirar el cielo mientras ella olfateaba los alrededores. Extrañamente vi estrellas y las luces de la noche. Hasta que de pronto, observé la silueta difusa de alguien que se me acercaba. Alerta, llamé a la Ana Gabriel y misteriosamente, la sombra nos rehuyó cuando la perra se le acercó. Y aunque probablemente no iba a pasar nada malo, agradecí tener a la Ana Gabriel conmigo.
Sé que la perra aprenderá. Es inteligente y, mejor, agradecida. Hoy ya no se escapa. Se porta relativamente bien, aunque la destrucción del diario no lo perdona. No se lleva mal con Carlos León, mi gato, y lo mejor de todo, nos ama y acompaña. Cada vez que nos cruzamos con los gitanos les agradezco internamente. La vida da muchas vueltas, me repito, porque soy yo la que ahora está en deuda con ellos.