Mi amor por las plantas es una herencia directa del amor que mi abuela materna le tenía a la naturaleza, en especial a las flores ornamentales. Después de enviudar, siendo muy joven, quedó a cargo de una casona de tres pisos en Viña del Mar: una casa que hasta hoy es un escenario recurrente de mis sueños. La casa estaba emplazada en una pendiente y escondía detrás de una imponente fachada de concreto un pequeño pero cuidado jardín. Ahí ella tenía principalmente arbustos con flores decorativas: rosas, strelitzias y achiras, una especie tropical que -por lo que he averiguado- llegó a nuestro país el siglo antepasado traída por la familia Pümpin, dueños del Jardín Suizo de Valparaíso.

Actualmente las strelitzias son consideradas "plantas antiguas", y, en mi caso, literalmente "plantas de abuela". Están pasadas de moda, los paisajistas ya no las usan y es raro encontrarlas. Si se las ve en el antejardín de una casa en Santiago seguramente fueron plantadas y cuidadas por alguien que ya ha muerto. Como mi abuela. Ella como casi todas las mujeres de su generación quiso pero no pudo ir a la universidad. Nació en una época en que las mujeres estaban destinadas a hacer familia, mantener sus casas y, en el mejor de los casos, cultivar sus intereses contra lo que dictaba la norma social. Ella encontró en las plantas un espacio de conocimiento, de aprendizaje y de acción. Era temeraria con su jardín, conocía el nombre de cientos de especies y tenía una maestría en el cuidado de las flores.

Cuando salí del colegio y decidí irme a estudiar a la Escuela de Arquitectura y Diseño en la Universidad Católica de Valparaíso, lo hice para ganar independencia y distancia de mi familia santiaguina, por eso no me gustó tanto la idea de vivir con mi abuela. Pero en esos años ella pasó rápidamente de ser mi roommate a ser mi inspiración y, de paso, a convertirse en mi mejor amiga. Era una buena conversadora, sabía escuchar y le gustaba hacerme cariño en el pelo mientras yo le contaba mis problemas. Era extremadamente vanidosa y me encantaba verla arreglarse en el espejo, aunque rara vez tuve esa fortuna porque le gustaba estar siempre impecable, como si se despertara arreglada. De hecho, la última vez que la vi fue en la clínica y lo primero que hizo fue pedirme perdón por no tener las uñas hechas. Le tomé de la mano y la apreté contra la mía.

Cuando era más joven, mi abuela había sido más flexible en cuanto a sí misma y a cómo se veía. Se arreglaba poco antes del mediodía, la hora en que salía al centro de Viña, porque la mañana se la podía pasar en pijama, sin una gota de pintura, haciendo las tareas de la casa. Uno de mis primeros recuerdos de ella es fumando, en bata, muy temprano, mientras regaba el jardín de su casa en la calle San José con su manguera verde. Era un momento íntimo que yo solo podía mirar de lejos. Mi abuela dormía poco y se levantaba antes de que amaneciera para tomar desayuno sola. Y después salía con un cigarro a ver sus plantas. Primero se daba una vuelta larga, con las manos en la espalda, inspeccionando los brotes nuevos y el estado de cada una. Luego regaba y se quedaba jardineando, podando y cambiando tierra hasta que el resto despertáramos.

Que mi abuela regara en bata no era una cuestión casual. Era una decisión calculada que formaba parte de su estilo. Hablaba del tipo de mujer que era: una a la que le gustaba verse bonita y estar cómoda. Su bata era sencilla pero elegante. La envolvía en un aire cotidiano, pero también la hacía verse sofisticada y femenina. Pienso que esa bata la protegía de la brisa viñamarina que a veces corre de madrugada, pero también era su uniforme de jardinera. Con esa tela liviana y estampada ella se sentía lista para conectar con las plantas. La bata tenía bolsillos a los dos lados, lo que era bien cómodo por si quería dejar una de las manos donde guardaba su cajetilla de cigarros.

Yo jamás he ocupado una bata. Pero creo que ahora me gustaría tener una como la suya. Es que cuando los fines de semana me levanto temprano a jardinear y salgo pala en mano, me doy cuenta de que me falta algo que me cubra y que tenga un par de bolsillos para dejar mis manos cuando me quedo mirando las achiras que crecen en la terraza.