De chica crecí en un lugar que era mi hogar pero no era una casa. Mis papás, mi hermana y yo vivíamos en un hotel en Valdivia, creado por mi familia en 1900 cuando llegaron desde Alemania. Tenía tres pisos y 29 habitaciones para recibir a casi 60 pasajeros. Estaba en una esquina de la calle Yungay, casi al llegar a la costanera del río Calle Calle. Con mi familia teníamos una especie de living privado pero mi pieza y la de mi hermana estaban entre las habitaciones del hotel. No podíamos bajar a la cocina en pijama o ver televisión solas, ya que estaba en un área que se compartía con los otros huéspedes. Eso me hizo aprender a compartir con todo tipo de gente desde muy chica. Además, tocaba piano y a pesar de que lo hacía en nuestra sala de estar familiar, la gente me escuchaba y se acercaba.
Como crecí en un hotel mi infancia fue distinta a la de mis amigos. Comíamos la misma comida que se preparaba para los huéspedes en un comedor grande, con mesas redondas y mantel largo. Ahora me encantan los manteles de plástico y platos de colores, ya que nunca los tuve. Allá era todo muy formal y sobrio. Cuando invitábamos amigos a alojar, podíamos elegir las habitaciones donde queríamos dormir, porque todas estaban decoradas diferentes. Teníamos un entretecho muy grande con muebles que no se usaban y subíamos a jugar ahí. Y cuando crecimos, ese era lugar donde fumábamos escondidas con mis compañeras. Me acuerdo que mis papás no podían salir de vacaciones en verano porque era la temporada de más actividad turística. Nuestros amigos se iban de viaje con sus papás en enero y febrero pero a mi hermana y a mí nos mandaban con nuestros tíos. Si me quedaba en Valdivia, me gustaba ayudar en el hotel. Hacía boletas para mi papá o me encargaba de las bolitas de mantequilla para los desayunos. Cuando era más grande me iba al comedor a ver cómo preparaban los cócteles en la barra. Willy, el barman, trabajó casi 60 años con nosotros. Él me enseñó a preparar tragos y mi especialidad fue el pisco sour. Me hice experta. Después nadie se daba cuenta cuándo lo hacía yo o cuándo lo preparaba él.
En invierno era distinto. Como Valdivia es muy frío y lluvioso, no llegaba tanta gente. La mayoría de nuestros huéspedes eran vendedores o personas que visitaban la ciudad por negocios. Para ellos el hotel era como su segunda casa. Recuerdo que una vez, uno de esos pasajeros que se quedaba con nosotros todos los años, vio televisión conmigo antes de irse. Minutos después de partir, nos enteramos que había muerto en un accidente a la salida de Valdivia. Yo era niña y fue muy impresionante pensar que hace unas horas había estado conmigo y que nunca más iba a volver. Guardamos la boleta de su estadía.
El hotel cerró en el 90' después de que murió mi papá. Ya no había nadie que pudiese hacerse cargo porque mi hermana y yo nos fuimos de Valdivia cuando terminamos la universidad. Aunque me fascinen los manteles plásticos y la loza de colores, cuando cerraron el hotel me llevé los platos blancos lisos del comedor y las copas del bar. Las uso hasta el día de hoy. También tengo el piano con el que aprendí a tocar y que usó Claudio Arrau antes de que yo naciera, cuando se hospedaba en el hotel durante algunas presentaciones que hizo en Valdivia.
Inés Schuster tiene 56 años y se dedica a la musicoterapia y a hacer clases de piano.