La causa animalista de los hermanos Vallejo
El escritor colombiano Fernando Vallejo, autor de La virgen de los sicarios, es conocido por el compromiso que tiene con la causa animalista; dona parte de los premios que gana a ella y, cada vez que lo entrevistan, aboga por la protección animal. Pero es su hermano, Aníbal, quien pone manos a la obra. Presidente de la Sociedad Protectora de Animales de Medellín y columnista sobre este tema en el diario El Mundo de esa ciudad, aquí explica por qué velar por el derecho de los animales es un asunto de ética.
Paula 1165. Sábado 17 de enero de 2015.
Desde hace un cuarto de siglo que Aníbal Vallejo dedica su vida entera a la lucha y toma de conciencia contra toda clase de maltrato animal.
Cada vez que concede una entrevista o hace una aparición pública, el escritor colombiano Fernando Vallejo intenta crear conciencia a favor de los derechos de los animales y en contra de toda forma de maltrato. "A mí los que me duelen son los animales. A ver, ¿cuántos hay en los evangelios? Hay una piara de cerdos donde dizque se metió el demonio. Un camello que no pasará por el ojo de una aguja. Una culebra símbolo del mal. Y un borriquito, en el que venía Cristo montado el Domingo de Ramos cuando entró en triunfo a Jerusalén. ¿Y qué palabra de amor tuvo Cristo para estos animales? Ni una. No le dio el alma para tanto", dijo en 2003, en el histórico discurso que dio al recibir en Venezuela el premio Rómulo Gallegos. En 2007 fue aún más allá, cuando presentó en México su libro La puta de Babilonia acompañado por veinte perros callejeros e instó al público presente a adoptarlos. El autor de La virgen de los sicarios y El desbarrancadero, además, tiene por norma destinar los premios que obtiene y las regalías de la venta de sus libros a la causa animalista. Lo que poca gente sabe es que, mientras Fernando intenta generar un debate público sobre la cuestión, su hermano menor Aníbal Vallejo Rendón se encarga de poner manos a la obra. Aníbal es el presidente de la Sociedad Protectora de Animales de Medellín, está a punto de cumplir 70 años y desde hace un cuarto de siglo dedica su vida entera a la causa. "La Protectora", como la llama, cariñosa y sintéticamente, se dedica a la lucha y a la toma de conciencia contra toda clase de maltrato animal –desde los experimentos de laboratorio hasta la tracción a sangre, pasando por la tauromaquia y el tráfico de fauna silvestre– e incluso promueve el vegetarianismo. Además de sus tareas de divulgación académica, en su sede alberga perros y gatos que se ofrecen en adopción responsable y entrega una serie de servicios veterinarios a precios populares.
"¿Cómo se le ocurrió venir a verme, si lo que yo hago le importa a muy poca gente, incluso aquí mismo en Medellín?", pregunta. Como suele suceder con aquellos que sienten que cumplen con un mandato moral, ni siquiera esa desesperanza hará que deje de hacer lo que entiende que debe ser hecho.
Artista plástico retirado ("ya no me interesa", dice por toda explicación), Aníbal invita con un café expreso bien colombiano que prepara para nosotros Natalia, la mayor de sus hijas. Mientras esperamos el café, dice que detecta dos momentos fundacionales para su compromiso actual, dos historias que lo constituyeron, y él mismo se encarga de ponerle título a cada una. La primera se llama: El dolor del rechazo.
"Vivía en un apartamento en una gran construcción, la segunda construcción importante que se hizo en Medellín, con edificios de cinco niveles, torres y torres… Por aquella época conocí a un pintor y escultor muy importante, Justo Arosemena, y nos hicimos muy amigos. Era mayor que yo, pero teníamos una buena relación basada en nuestro común interés por el arte. Justo me regaló un fox terrier: entonces empezó la presión de la administración y de los vecinos para que yo sacara al animal de mi apartamento. No tenía una visión general de la problemática de los animales, pero consideraba que aquella era una agresión al desarrollo de la individualidad. Inicié un proceso penal, un litigio, y lo gané. Allí me tocó experimentar el dolor del rechazo. El de la violencia tácita, la que no se ve. 'Sáquelo / pero ¿adónde? / ¡No importa, ¡llevéselo!'. Violencia por omisión de quienes querían obligarme a ser violento. Una autoridad que determina en un juzgado, en una estación de policía, que usted tiene que salir del animal. Usted no sabe adónde se lo va a llevar, pero a nadie le importa, y entonces termina en la calle, donde se reproduce o lo atropella un carro".
La segunda historia se llama: El dolor de la violencia.
"Tras el episodio judicial, seguí con mi vida normal hasta que un día, yendo para la universidad, me encontré en una situación difícil con un animal en la calle. Y me dije ¿Qué hago? ¿Miro para el otro lado, me hago el indiferente, o asumo mi responsabilidad?".
¿Qué fue lo que pasó?
Estaba conduciendo, camino hacia la universidad y desde una camioneta que venía delante tiraron un perro bastante grande, al que, sin dudas, antes habían macheteado. Cayó vivo, al pie de mi carro. Allí comienza una historia muy triste. Yo iba elegantemente vestido, con chaqueta y corbata, y el perro estaba ensangrentado. Estaba en un paso bajo nivel bastante congestionado, y nadie me ayuda: al contrario, me agreden, me insultan. Estaba en alto riesgo porque no sé cómo levantar al animal: para mí es una situación de segundos que se vuelven interminables, porque estoy entrando a un túnel donde se pierde la visual, el carro está en bajada y yo estoy en la vía rápida, en pendiente, los autos vienen a una velocidad exagerada, pienso que me van a voltear porque no hay visibilidad, pero protejo al perro con mi carro y los carros pasan insultándome porque estoy estorbándoles el camino. Quedo entero manchado de sangre, ahí está el dolor…
"La gente no debería tener animales. Lo más terrible es que entran por la moda. He visto desaparecer al fila brasileño, al cocker spaniel, al setter irlandés, al dóberman. Simplemente pasaron de moda, como pasan de moda los vehículos. Tan fácil como llegan, tan fácil se van".
¿Lo pudo levantar?
Sí, y queda preguntarme qué hago yo con un animal herido. El animal era imposible recuperarlo, había que llevarlo a bien morir. En la búsqueda de una solución a ese problema que había levantado del pavimento encuentro que existe una Sociedad Protectora de Animales. Me acerco a ella porque no existen veterinarias en esa zona. Empiezo a colaborar y a los dos años, en 1989, me nombran presidente de la entidad.
Hace ya 25 años de esto…
Así es. Pasan los ciclos y los ciclos y los ciclos y a nadie le interesa sucederme porque no hay reconocimiento ni distinciones ni remuneración alguna. Han pasado miles de voluntarios, pero se van… La inquietud o el interés se les va en la primera o en la segunda visita. A nadie le gusta sacar un espacio de la vida diaria para ver dolor. Y el hombre, por protección, no quiere estar involucrado en nada que le perturbe emocionalmente.
Nos encontramos en su bar, el Café Vallejo, ubicado en el hermoso barrio Laureles de Medellín. Allí se escuchan tangos constantemente (no olvidemos que en esta ciudad perdió la vida Carlos Gardel); en el local, claro, no se venden carne ni derivados. Más que un trabajo, para Aníbal el bar es un lugar agradable donde descansar un poco, conversar con amigos y visitas, leer todo lo que pueda. En el Café Vallejo se venden libros de muchos escritores, pero ninguno de su célebre hermano ("Él no quiere, dice no, que eso lo vendan los libreros, ni siquiera los guarda en su casa"). Además de la adhesión a la causa animal, Fernando y Aníbal comparten un notable parecido físico y el mismo énfasis para defender sus convicciones aunque sientan que nadie los acompaña. Aníbal también escribe: lleva alrededor de 800 columnas en torno al tema animal para el periódico local El Mundo. Ha escrito sobre los animales en el transporte carretero, en el arte, en la cultura, en la historia, en los mataderos, en la tradición oral, en las investigaciones científicas, en la cría, en la reproducción, en la ganadería intensiva, en la producción de carne, de leches, de pieles...
Este año, Aníbal publicó su primer libro: se llama De capa caída y es un demoledor ensayo contra la tauromaquia, con abundante documentación histórica y especial atención a su desarrollo en la ciudad de Medellín. La tapa del libro es una pintura del propio Aníbal, una pintura de la cual no está orgulloso, pero que incluye para dar cuenta de su propia evolución personal. Se titula Escena taurina.
"Tenía 17 años cuando lo pinté y el espectáculo taurino me entraba por los ojos. Veía el colorido, los alamares, el sonido, como les pasó a los referentes históricos: Hemingway, García Lorca, ahora Vargas Llosa, que no han sido capaces de ver la parte triste y dolorosa, que han cedido al embeleco pero no les ha entrado por el alma, no han visto el sufrimiento inmenso del animal".
En Bogotá, incluso, el alcalde Gustavo Petro intentó prohibir las corridas, pero un fallo judicial lo obligó a volver atrás…
Los taurinos han conseguido un fallo que dice que este tipo de espectáculos que vienen con una tradición de años deben tener el respeto y respaldo de las autoridades cuando han sido costumbre inveterada durante un periodo largo de tiempo. Como en Bogotá ha habido antes corridas de toros, el fallo dice que no las permitirían en poblaciones que no las hayan tenido antes como una trayectoria cultural. Es un argumento muy insulso de lo que es cultura y de lo que ellos consideran que es cultura. De cualquier modo, aquí en Colombia las corridas están en crisis, de capa caída, como digo en el libro.
O sea que la prédica animalista está surtiendo efecto.
No es la prédica, lamentablemente. Me gustaría decir que es por actitud moral, convencimiento, raciocinio o esfuerzo, pero son las circunstancias. Los aficionados siguen siendo los mismos y se van volviendo viejos y los viejos al morirse se llevan con ellos un séquito. Taurino que se muere, heredero que no lo sigue. Antes compraban el abono, ahora compran solo una corrida. La gente que sabe escoge el torero y, si no le gusta, no escoge ninguno. Entonces rifan carros, dejan entrada libre para los niños; tratan de mantener algún incentivo económico. Aquí hubo una administración que regaló boletas con plata del Estado, con la intención de que los menores se vuelvan aficionados.
Como parte de sus funciones al frente de la Sociedad Protectora de Animales, Aníbal participa de los comités de ética de cuatro o cinco universidades que hacen experimentación con animales. Dice que está enterado de cuánta investigación se hace y para qué, de cuáles son los protocolos, de qué animales se utilizan y qué sufrimientos experimentan. Dice que la reglamentación es incompleta, tolerante, alcahueta, porque prohíbe pero permite, con el argumento de que la experimentación se permite cuando es para beneficio del ser humano. Dice que los investigadores siempre van a decir que pretenden beneficiar a la humanidad. Dice que en esta causa animalista conoció un mundo interminable. Dice que los perros lo llevaron a los gatos, los gatos a los caballos, los caballos a las vacas. Dice que no le alcanza el tiempo para todo lo que hace. Dice que cuando en la sensibilidad de alguien no están los animales, simplemente pasan desapercibidos. Dice que una vez que uno los incorpora a su vida, se monta en un avión o empieza a encontrarlos, a verlos incluso donde los demás no los ven. Dice que no come carne y que le da remordimientos haberlo hecho alguna vez. Dice que no tiene sentido que uno defienda al perro, al gato o al caballo pero se coma a la vaca en un asado. Dice que ni él ni su esposa obligaron a ninguno de sus tres hijos a dejar de comer carne, pero que, sin embargo, todo el grupo familiar lo hizo. Dice que Natalia, la mayor, se hizo vegana y que es un proceso difícil para ella. Dice que sí hizo un pacto con sus hijos: que los tres, al terminar la secundaria, pasaran por la protectora e hicieran un servicio social. Y después, que fueran cuando quieran, que estudiaran lo que quisieran, y que sí él, como padre, podía ayudarlos, con gusto lo haría. Dice que los tres hijos lo hicieron como una suerte de compromiso moral y que esa unión familiar, ese sentimiento de solidaridad, de apoyo mutuo, acaso les ha evitado traumas sicológicos.
"Porque esto desespera, esto angustia, esto agota", dice, y por cómo lo dice, se nota que habla bien en serio.
En sus conferencias, Aníbal evita las imágenes explícitas, el morbo, la exhibición de la crueldad humana. Prefiere las actividades académicas (charlas en instituciones educativas, participaciones en foros, en encuentros de todo tipo) a las protestas y las pancartas. Propone la sencilla estrategia de "pensar globalmente, actuar localmente". Propone ser realistas y asumir que a lo mejor no puede salvar a las ballenas o a los delfines, pero sí darles una mano a los animales que pasan cerca de su casa. A los perros, por ejemplo. En la sede de la Sociedad Protectora de Animales llegaron a tener más de 600, pero la idea de Aníbal era reclamar por vía judicial que el Estado asumiera su responsabilidad, creara su propio albergue y se hiciera cargo de la manutención y el cuidado de los animales. Así lo hizo, y la Justicia le dio la razón. Ahora la alcaldía de Medellín tiene un lugar con espacio para 1.500 perros y la Protectora forma parte de la junta que lo supervisa. Sigue teniendo también su propio albergue, aunque ya no tan grande como antes.
Aníbal participa de los Comités de Ética de cuatro o cinco universidades que hacen experimentación con animales y asegura que la reglamentación es incompleta, porque prohíbe pero permite cuando es para beneficio del ser humano. "Los investigadores siempre van a decir que pretenden beneficiar a la humanidad".
A veces va gente a dejarles perros y se enoja cuando le explican, con infinita paciencia, que la idea no es que traigan más, sino que adopten los que están.
¿Entonces para qué sirven ustedes? ¿No son la Sociedad Protectora de Animales? –les preguntan, no sin antes insultarlos un poco.
A veces, sí, va gente a llevarse perros. La mayoría busca perros pequeños, que no ladren mucho, que coman poco y, si es posible, que sean de raza.
–Yo creo que la gente no debería tener animales.
¿Por qué?
Si hace la cuenta de la gente que conoce que tiene animales, la mayoría los ha comprado. Mientras usted está recogiendo, esterilizando y buscando quién se los adopte, otro está reproduciendo y vendiendo. Cuando ese animal termine su ciclo reproductor, va a terminar en un lugar como el nuestro. Y lo más terrible es que entran por la moda. He visto desaparecer al fila brasileño, al cocker spaniel, al setter irlandés, al dóberman. Simplemente pasaron de moda, como pasan de moda los vehículos. Tan fácil como llegan, tan fácil se van…
¿Son útiles las manifestaciones públicas de su hermano abogando por la causa animalista?
Claro que sí. Cuando un personaje de cualquier campo social, de la intelectualidad, del cine, del teatro la televisión, despierta la sensibilidad de la protección de los animales, es una voz oída. Tiene auditorio. La gente común, no. Yo no tengo auditorio.
¿Y Fernando ha compartido actividades con animales de la Protectora?
Él da la plata, pero no participa, no viene a las actividades. No tiene el temple para eso, lo impacta demasiado el dolor.
Aníbal Vallejo lleva alrededor de 800 columnas en torno al tema animal para el periódico local El Mundo. Ha escrito sobre los animales en el transporte carretero, en el arte, en la cultura, en la historia, en los mataderos, en la tradición oral, en las investigaciones científicas, en la cría, en la reproducción, en la ganadería intensiva, en la producción de carne, de leches, de pieles...
Dolor es la palabra que más veces repite Aníbal durante nuestra conversación. Su propio dolor. El dolor de su hermano. El dolor de su familia. El dolor de los voluntarios. El dolor de los animales. El dolor que se transfiere. El dolor que paraliza y el dolor que moviliza. El dolor que se trata de evitar. El dolor que se trata de aliviar. Cuando no usa la palabra dolor, usa algún sinónimo: sufrimiento, angustia. Ha visto morir a tantos animales que aprendió –con dolor, claro– que la vida es efímera. Aprendió que los animales, cuando saben que van a morir, tratan de aislarse, de esconderse. Aprendió que con cada animal que ve morir se va parte de su propia vida. Aprendió que uno va teniendo cada muerte en el recuerdo, pero después siempre viene algo más fuerte y se lleva incluso ese recuerdo. Aprendió, después de tanto dolor, a no mirar a los animales a los ojos. Aprendió que la mirada de un animal herido se impregna de tal manera que uno ya no es capaz de borrarla. Como la de esa perrita que estaba entre los 30 perros que la Protectora rescató en 1987, tras la tragedia del deslizamiento del cerro Pan de Azúcar sobre el barrio de Villatina. Algo tenía de especial para Aníbal aquella perrita entre los demás, algo que hizo que él mismo decidiera llevársela a su casa. La llamó Pica y la tuvo por muchos años. Un día, como tantos otros, Pica esperó la llegada de Aníbal. Cuando Aníbal, al fin, llegó a casa, Pica lo saludó y se murió. Años después le tocó vivir la misma historia, casi calcada, solo que esta vez la protagonista no fue una perra sino una gallina.
–Había una mujer indígena que vivía en un barrio muy pobre de Medellín, en condiciones muy inhóspitas. Traía sus animales y nosotros se los curábamos. Una vez, en agradecimiento, nos dejó en la Protectora una gallina para que nos la comiéramos. Lógicamente yo no iba a matar a la gallina. Me la llevé para mi casa y la gallina sobrevivió siete años. Cuando yo llegaba, igual que los perros, venía caminando a recibirme. Estaba muy gorda. Se llamaba Josefina. Un día llego y la gallina no sale a recibirme. De pronto la veo, echada. Me miró, yo la levanté, y ahí dobló la cabeza. Y después dicen que las gallinas son para comer. ·
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