A los 20 años quedé embarazada de mi hija mayor. Siempre pensé que era mi oportunidad de hacer familia, pero como con mi pareja de la época los dos éramos muy jóvenes y a la vez muy inmaduros, no duramos lo que alguna vez imaginamos. Mi hija aún no cumplía un año cuando nos separamos. Sentí como si se acabara el mundo.
Por esas cosas del destino, un par de años después apareció Rodrigo, un hombre maravilloso que antes de quererme a mí ya quería a mi hija. Se hicieron muy yuntas. Llegó a nuestras vidas cuando ella tenía dos años y medio, y desde el momento en que se conocieron se volvieron inseparables. Se hicieron cómplices y mi hija lo comenzó a llamar papá. Era él quien estaba presente en todas sus etapas importantes; la consolaba cuando lloraba, la acompañaba en sus alegrías y la cuidaba cuando se enfermaba. Rodrigo tomó el rol de padre, siempre preocupado de sus necesidades y de darle el amor y el cariño que mi hija necesitaba. Y yo por fin pude formar una familia.
A los seis años de relación, quedé esperando a mi segunda hija. Estaba feliz porque sentía que por fin podría aprovechar al máximo mi maternidad, esta vez con una pareja estable y dentro de una relación feliz. Estábamos muy emocionados, y aunque Rodrigo quería a mi hija mayor como si fuera suya, iba a tener la posibilidad de vivir una nueva paternidad, una que empezaría desde el embarazo. Me ponía feliz también el hecho de que mi hija mayor por fin tendría a su anhelada hermanita.
Mi parto fue por cesárea programada un 27 de diciembre -por eso siempre decimos que ella fue nuestro regalo de Navidad-, y los primeros días los pasé en la casa de mi mamá, quien me ayudó con mi hija mayor y me acompañó mientras me adaptaba a esta nueva vida. Después de seis años a uno igual se le olvidan algunas cosas. Todo iba bien hasta que un día mi hija mayor comenzó a sentirse mal. Tenía fiebre y dolor de huesos, así que decidimos llevarla al doctor. Llegamos a Urgencias, donde nos dijeron que era algo viral que con Ibuprofeno y Paracetamol se pasaría. Pero no pasaba, cada vez las fiebres eran más altas. Luego su pediatra de cabecera le mandó a hacerse un chequeo completo cuyos exámenes salieron bien.
Mi mamá tenía programado un viaje a Santiago y decidió llevarse a mi hija para que la viera otro doctor, porque pasaba el tiempo y no mejoraba. Seguía muy decaída, dormía el día entero y empezaron a salirle petequias, unos puntos rojos en la piel. Llevamos los exámenes que le habíamos hecho y en el centro médico le indicaron que los resultados eran malísimos. La doctora estaba impresionada de que el doctor anterior no hubiese visto que lo que mi hija tenía era una Leucemia, casi fulminante. Mi mamá me llamó para contarme. Hice una maleta con la ropa de la guagua, pañales, el coche y me fui al aeropuerto. Para mí llevaba solo lo puesto.
Lloré todo el camino y seguí llorando cuando llegué a verla. Mi niña estaba pálida, ojeroza, llena de tubos, internada en la UCI. En medio de mi angustia, trataba de escuchar lo que los médicos me decían, pero para mí era chino. Cuando uno escucha la palabra cáncer piensa en la muerte. Y eso pensé; que mi hija moriría. Todo fue muy rápido, entraban y salían doctores que la revisaban y miraban los papeles, mientras yo seguía sin entender nada.
En medio de toda esta angustia, recuerdo que un doctor y la sicóloga me dijeron que lo más probable era que se me cortara la leche por los nervios, pero por suerte no fue así y pude darle pecho a mi hija menor hasta los 11 meses. Ni cuando dejé de comer, ni cuando dormía pésimo, ni cuando tenía un nudo en la guata, dejé de producir su alimento. Me sentía culpable, porque está comprobado que todo ese nervio se traspasa a la guagua mediante la lactancia, pero ella seguía creciendo y exigiendo que la alimentara, a pesar de que tratamos en algún minuto darle relleno para que yo pudiera quedarme a dormir en la clínica. Como no se pudo, mi guagua pasó sus primeros meses de vida en la clínica almorzando conmigo, durmiendo siesta, jugando y regalonenado hasta que mi mamá se la llevaba en las noches. Y así vivimos por casi dos años, tiempo en el que mi hija pasó de estar en mis brazos a pasear por los pasillos en un andador, gateando y escondiéndose debajo de las camillas. Gracias a dios nunca se contagió de nada.
Fue un tiempo agobiante en el que no pudimos celebrar cumpleaños y en el que mi segunda hija pasó a segundo plano, desapercibida totalmente mientras yo me sentía la peor mamá del mundo. Incluso llegué a pensar en por qué había llegado en medio de momentos tan duros y difíciles. Fueron años de culpas, tristezas y confusiones.
Mi ex pareja desapareció poco a poco a medida que la enfermedad de nuestra hija avanzaba. Pero otra vez encontré en Rodrigo una persona maravillosa que solo hacía justificar por qué me había enamorado de él. Estuvo siempre con nosotras y su relación con mi hija solo se afiató en medio de esta maldita enfermedad. Se hicieron inseparables, cómplices totales.
Mi madre fue primordial en este proceso. Siempre nos apoyó y se convirtió en un pilar fundamental en la sanación y cuidados de mi hija. Porque, agradecida de la vida, tengo la suerte de decir que gracias a un trasplante de medula mi hija le ganó a la leucemia. Actualmente soy dueña de casa y lo aprovecho al máximo. Mi hija menor no va al jardín y trato de pasar cada momento que puedo con ella. La culpa de haberme saltado una etapa tan importante de su crecimiento no me abandona, pero sé que fue por fuerza mayor. Eso me ayuda a tranquilizarme.
Mis dos niñas se adoran. Me gusta creer que mi niñita de dos años, al crecer, entenderá mi ausencia. Y agradecerá que haya estado para cuidar a su hermana mayor tanto como ahora la voy a cuidar a ella.
Vreni tiene 30 años. Es mamá de dos niñas y dueña de casa.