La importancia de mantener a los amigos cuando estamos emparejados

Cuidar los vínculos Paula



El precio de estar enamorado es el título por el que se conoce la investigación del famoso psicólogo y antropólogo británico Robin Dunbar, quien hace diez años comprobó que estar en una relación de pareja te hace perder amigos. “Si el núcleo de amistad está conformado por una media de cinco amigos, quienes se emparejan corren el riesgo de perder al menos dos de ellos, porque no verse ni hablarse tan seguido hace que el compromiso emocional comience a caer”, contó a la BBC. Pero Daniela Carrasco, psicoanalista de la UDP, cree que no es posible calcular de manera tan exacta cuántas amistades se romperán al momento de emparejarse, porque esto “no depende de cuánta gente creemos que cabe en nuestro día a día, sino que de subjetividades arraigadas a la forma más profunda de vincularnos”.

Hay que ponderar, porque si bien sabemos que no todas nuestras amistades son íntimas o eternas, volcar toda la atención y expectativas en una sola persona puede ser complejo. Alejandra González, psicoterapeuta de parejas del Centro Psicológico de la Persona, la Pareja y la Sexualidad –CEPPAS–, plantea que hacerlo es una “estrategia de supervivencia, que no tiene que ver con un capricho de no querer estar con nadie más, sino que con cómo esa persona creó su arquitectura cerebral desde el principio de la vida, en un escenario de necesidades que debían ser atendidas”.

No significa que a todos les pase, porque “ese estilo de vinculación nace a partir de un apego inseguro”, dice la especialista, y agrega: “Lo que pasa adentro del cerebro, es el mismo ejercicio que estas personas hicieron cuando niños con sus padres: reconocer a una persona que puede cuidar y proteger. Si esa entrega ha sido mal gestionada o no anticipada, se produce una necesidad de recibir cuidado en el espacio más seguro y menos amenazante posible, una información de apego que se re-edita cuando se conforma la pareja. Ahí se comienza a pretender que ésta puede cubrir todas las posibles necesidades que se presenten: ser el mejor amigo, el compañero, el amante, el cuidador”.

Antonia Morales (23) lo vivió desde muy niña. Cuando tenía 11 años sintió por primera vez una atracción hacia un compañero de colegio y a los 18 se pusieron a pololear: “Era una idealización del amor de mi vida, y estaba feliz de que la persona que me había gustado desde siempre ahora estuviese conmigo, al punto que las cosas que él hacía comenzaron a convertirse en mis sueños y gustos también. Pero esa felicidad adolescente también la viví en medio de distintos dolores, como el hecho de que ese mismo año, mis papás se separaron, y la relación con mi papá se volvió peor de lo que siempre había sido”.

“Lo curioso es que ninguna de esas penas significaron un drama muy intenso para mí. Se aplacaban porque tenía a mi pololo cerca, evitando que viviera y enfrentara la realidad. Todos mis problemas se deshacían con él porque, por ejemplo, cada vez que me pasaba algo me ofrecía llevarme a la playa para relajarme y cuidarme, como una especie de refugio del mundo. Así me fui alejando de todos mis círculos por querer estar así, casi no estaba en mi casa y vivía cegada por esa única compañía en mi vida. Pero pronto comenzaron a haber episodios de celos o insistencias de que yo no viera a amigas por estar con él, porque estábamos tan juntos que no había espacio para nadie más”.

En nuestra sociedad no se pone mucho énfasis en la importancia de los vínculos y el apego, porque también estos son tratados en relación al consumo y a algo que se puede usar y luego desechar”, explica Daniela Carrasco y advierte: “Desestimar así las amistades puede ser peligroso al momento en que las relaciones de pareja se ponen tóxicas: si uno de los miembros le exige al otro dejar todas sus actividades previas a la convivencia o al pololeo, esto se transforma en una violencia normalizada”.

Antonia cuenta que llegó el punto en que decidió terminar la relación porque su madre le comentó que la veía abstraída de todo, y eso le hizo sentido. “Lo que antes era una compañía, empezó a transformarse en una serie de favores y obligaciones implícitas por parte mía. Mirando atrás, sé que la felicidad que teníamos estaba construida también porque yo hacía lo que él quería y dejaba atrás mis cosas. Cuando terminamos, me di cuenta que estaba sola, y que tenía que empezar a enfrentar a todos mis problemas de golpe sin ayuda”.

Mónica Beltrán (35) cuenta que hace dos años se separó de su marido, con quien había emprendido el camino de Bogotá hacia Santiago, dejando familia y conocidos atrás. Para ella fue como caer al vacío y empezar de cero. “Mi mundo giraba en torno a él, en una codependencia que se exacerbaba desde mi parte. Él tomó un rol de cuidador, estaba siempre pendiente de lo que hacía, dónde andaba y a qué hora, como un padre. Así se fue dando nuestro nido, que no incluía vínculos de cada uno, como cuando uno sale con su grupo sin el otro. Lo que teníamos eran ‘amigos de la pareja’, con quienes íbamos a citas, y si uno no podía, no se hacía”, cuenta.

Ese es un ejemplo de lo peligroso que puede ser no tener amistades propias de forma paralela a la pareja. “Fue tremendo, porque cuando nos separamos me di cuenta que había dejado todos mis vínculos de lado por estar solo con Diego, y los únicos amigos que tenía en Chile optaron por escoger un bando e irse con él, así que me quedé sin nadie”, cuenta Mónica.

Arturo Roizblatt, académico y psiquiatra de la Universidad de Chile, y autor del libro Divorcio y Familia: Antes, Durante y Después, explica que “muchas veces las amistades de pareja sienten que deben aliarse a uno de los miembros en contra del otro y en ese caso los amigos se inclinarán hacia quien haya sido más sociable. Pero eso le quita todos los beneficios que tendría de estar igualmente acompañado a quien es menos sociable de los dos, en un proceso que es generalmente, muy doloroso”.

Mónica cuenta que después de la separación, no quiso volver a Colombia para no entrar de nuevo en una zona de confort donde no tuviese que esforzarse por conocer a más gente. “Entré a estudiar para ser coach ontológico, y encontré una familia de colombianos que me apadrinó casi como a una hija. Descubrí lo que era tener a otros de forma recíproca, con quien compartes gustos, historias y almuerzos. Aprendí a valorar mucho las amistades que están cerca de mí, porque ahora creo que son la familia que pude escoger en medio de la soledad”.

Distinto fue el caso de Antonia, donde sí hubo que hacer un retorno y una reparación a su antiguo grupo. “Cuando llegué de vuelta, me di cuenta de que ellos estaban con los brazos abiertos, pero que yo no tenía idea de que había pasado con sus vidas. Un amigo había definido su sexualidad hace poco y todo el grupo sabía, menos yo. Otra amiga se había peleado con su hermano y lo estaba pasando pésimo. Y el que era mi mejor amigo desde pre-kínder no me había hablado hace un año y medio porque no podía ver a mi ex, y yo no me di cuenta, hasta que amigos en común organizaron una junta especialmente para que ambos nos volviéramos a hablar. Ahí aprovecharon de conversar conmigo y decirme muy firmemente que los había dejado de lado”.

El proceso de Antonia por restablecer sus vínculos fue muy largo y, según cuenta, no volvieron a ser los mismos. Pero agrega que una de las razones por las que lo intentó fue porque comenzó a tratarse psicológicamente. Esa es la clave que Alejandra González cree indispensable, porque para volver a un vínculo herido, primero hay que sanar la forma en que nosotros mismos los construimos. “Lo maravilloso del ser humano es que es dinámico y siempre existe la posibilidad de ir reparando. Eso sí, antes de arreglar una relación con un amigo que perdimos, tenemos que reparar nuestro propio sistema de vinculación. Eso también se puede encontrar sanamente en la pareja, que puede enseñarnos a reparar nuestra forma de vincularnos”, explica.

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