La miel amarga
El mega incendio del verano tuvo un impacto funesto en las abejas: 4 mil colmenas se quemaron y fueron arrasadas 90 mil hectáreas del bosque nativo que las alimentaba. Hoy, las 12 mil colmenas que se salvaron, sobreviven consumiendo azúcar en polvo. Los apicultores se preguntan nerviosos: ¿qué pasará la próxima primavera?, ¿brotarán flores en el suelo quemado para que las abejas tomen su néctar?
Paula 1228. Sábado 17 de junio de 2017.
Cuando el 24 de enero llegó el aviso de ¡sálvese quien pueda! a las laderas de Colín, a pocos kilómetros al sur de Talca, Luisa Gazzari (65) y su marido Ricardo Pinochet (71) optaron por salvar a sus perros y a sus 24 caballos. Habían trasladado sus colmenas aislándolas con cortafuegos, pero igual "tuvimos que dejarlas sin saber si les llegaría el fuego", dice Luisa y levanta los hombros.
Cada colmena pesa fácilmente 30 kilos. Y con cera y miel pueden superar los 50. Mover 220 colmenas de tres puntos distintos requería operarios y tiempo. Además, es una maniobra delicada considerando que las abejas detectan el miedo humano y entran en pánico fácilmente.
Como más de 600 apicultores afectados desde Rancagua hasta Lebu (según la Federación Red Apícola Nacional) Luisa y Ricardo tuvieron que dejar sus colmenas a merced del torbellino de fuego. "Si se salvaban, se salvaban", dice Luisa.
–Todo fue muy rápido. Cuando los vecinos dijeron que el fuego se venía acercando, evacuamos y bajamos al río–, dice Luisa.
–Los caballos pasaron el incendio con las patas en el agua –bromea Ricardo Pinochet– y los perros dando vueltas por ahí como desesperados.
Ellos, desde su añosa camioneta Chevrolet, veían cómo el fuego subía por el cerro y consumía el bosque nativo del que, durante 40 años, sus abejas produjeron miel de exportación.
Días antes, junto a bomberos, decenas de vecinos y a sus propios hijos, combatieron el fuego con motosierras, picotas y azadones, hasta evitar que llegara a las casas en la unión de los ríos Claro y Maule. 150 casas que hubieran quedado cercadas por el fuego y por los ríos.
–Al final, cuando pasó la ola de fuego, perdimos 40 colmenas, por el humo más que nada –dice Luisa–.
2,5 millones de pesos. Salvamos 180 colmenas.
A otros apicultores se les quemaron las colmenas. Ver arder una, es un espectáculo trágico. El fuego quema el pasto y el entorno y los cajones de madera quedan humeantes con las abejas calcinadas. Los apicultores corrían a salvarlas pero, al abrirlas, entraba oxígeno y estallaban en llamas desde dentro.
–Porque la cera es combustible– precisa Luisa.
Ellos no perdieron tanto. Otros apicultores de Talca y Curicó como Hugo Reyes, Osvaldo Gonzáles, Magdalena Estrada, Sergio Rebolledo, Zaida Muñoz y Eleazar Henríquez perdieron cada uno desde 50 hasta 180 colmenas. Para algunos todo su capital. Según la Red Apícola, a 600 apicultores se les quemaron 4500 colmenas, 3 salas de proceso de miel con su maquinaria. Se dañó el 60% de la producción de miel de la sexta, séptima y octava regiones.
Pero quizás por la misma calma necesaria para trabajar con abejas, los apicultores afectados se mostraban entre resignados y esperanzados. Salvo por un detalle.
Lo explica Luisa Gazzari: "las abejas las podemos reponer. Hago enjambres, crío reinas. Voy formando nuevos núcleos. Pero, ¿qué les damos de comer, si las abejas se alimentan de las flores del bosque? ¡Viven de las flores del bosque!".
Lo que ellos no pudieron salvar es un pedazo de bosque nativo con que alimentaban a las abejas: cuatro hectáreas que estaban intactas de tiempos inmemoriales. Y el resto, las 4 mil hectáreas de bosque nativo de la comuna de Maule, se quemaron todas.
Desde una loma donde hubo un atalaya incaico, observamos cómo, a lo lejos, el río Maule serpentea azul y desordenado por kilómetros y kilómetros de valle. Un verdadero laberinto de agua que normalmente debería dar paz y quietud, hoy es un valle desolado. Lomas peladas, cerros calcinados, árboles quemados hasta las raíces en el subsuelo. Parece un deshabitado paisaje lunar. O el escenario de una guerra reciente.
–¡Sin el bosque, las abejas no tienen qué comer!–, dicen Luisa y Ricardo, mientras dejan en sus colmenas bolsas de azúcar diluida, miel, vitaminas y proteínas y antiácaros para que las abejas se preparen para hibernar cuando comience mayo.
Las abejas melíferas en promedio viven de 30 a 45 días. Las últimas abejas de abril hibernan a partir de mayo y deben sobrevivir casi 5 meses dentro de la colmena hasta la primavera. Por eso es importante que estén sanas y bien alimentadas cuando llegue el invierno.
–Cuando despierten –dice Luisa– ellas harán nuevas crías que saldrán a pecorear las primeras flores de la primavera.
El problema es: ¿cuáles flores?
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Ver arder una colmena fue un espectáculo trágico. Las olas de fuego pasaban por debajo, quemando el pasto y las raíces y los cajones de madera quedaban humeantes con las abejas calcinadas. Los apicultores corrían a salvarlas pero, al abrirlas, entraba oxígeno y estallaban en llamas desde dentro.[/caption]
Bosque quemado, futuro desierto
–El año 2016 ya venía siendo raro para la apicultura–, dice, pensando en los mega incendios forestales, José San Martín, biólogo del Instituto de Biología Vegetal y Biotecnología de la Universidad de Talca. Es uno de los que más ha estudiado las 90 flores que comen las abejas en el bosque maulino.
–¡El quillay floreció en junio! –explica–. Casi dos meses antes de lo normal. La flor de boldo duró apenas una semana; el maqui, el peumo, el corontillo también florecieron antes y duraron menos.
Era un total desorden, como si el bosque maulino se hubiera querido anticipar a lo que se venía.
San Martín colaboró en la primera Guía de Campo del Bosque Maulino, que identifica 70 herbáceas, arbustos y árboles que pecorean las abejas para hacer miel. Esta investigación la desarrolló durante tres años el ingeniero forestal Carlos Oyarzún, quien, entre otras cosas, midió de forma sistemática las fechas de floración de 7 especies mielíferas. Gracias a eso, se logró detectar las extrañas anomalías previas a este verano.
El bosque maulino es un peculiar bosque nativo esclerófilo (árboles de hoja dura, boldo, litre, maqui, quillay, etc.) característico del secano costero de la Séptima Región y que, junto con la selva valdiviana y el bosque patagónico, es de los 35 tipos de bosque con más endemismo en el mundo, con cerca de 3000 especies únicas. Un hot spot biológico que, según San Martín, tras los incendios prácticamente debería sacarse de los textos escolares, "porque desapareció casi en su totalidad reemplazado por plantaciones de pino. Solo quedan pequeños manchones aislados".
Del total de hectáreas de bosque maulino registradas en 1970 (300 mil) queda menos de un 30% en pequeñas islas de bosque, como la que protegían Luisa Gazzari y Ricardo Pinochet, que cubría apenas una cara de un cerro. Y de esas islas, sobrevivió un tercio a los incendios.
–Todavía recuerdo, cuando era niño, un bosque que había en Empedrado –recuerda José San Martín–. Uno viajaba debajo del bosque. Había copihues a la orilla del camino. Un montón de vida, insectos, aves, mamíferos. Hoy, solo quedan retazos, separados unos de otros por kilómetros de plantaciones de pinos radiata y eucaliptos y viñas. Y ahora con los incendios, ya casi no queda nada.
Según las cifras finales de la Conaf en los incendios de 2017 se quemaron 350 mil hectáreas de plantaciones forestales y 90 mil hectáreas de bosque nativo. La Región del Maule fue la más afectada con casi 70 mil hectáreas de bosque nativo quemado. Ahí se quemó, por ejemplo, parte de la reserva Los Ruiles. Un bosque del árbol ruil en Chanco, árbol endémico de Chile.
–Ese bosque de ruil ofrece una gran oportunidad de investigación, porque ¡en Chile no hay ningún estudio sobre cómo rebrota el bosque nativo después de un incendio!
–¿Ninguno?
–Hay un estudio antiguo en Valparaíso, pero muy limitado a la costa.
–¿Por qué no propone hacer ese estudio ahora? Podríamos saber cómo ayudarlo, qué plantar y qué no.
–Lo propusimos, ¡pero nos dijeron que no hay recursos!
Sí está muy estudiado lo que le sucede al suelo incendiado. La capa de suelo vegetal (donde crecían árboles y plantas) se mineraliza y enriquece la tierra. Pero si no se le retiene la ceniza se desagua con la lluvia y se va por los ríos dejando la roca pelada. Si no se hacen diques en las quebradas, los cursos de agua con ceniza serán tan intensos que producirán cárcavas (surcos y grietas, que son el primer paso de la desertificación) y el suelo post lluvia quedará árido, yermo, sin posibilidad de retener semillas ni brotes. Una zona incendiada, sin tratarse, es el primer avance del desierto.
–¿Supongo que hay gente en el Estado y privados pensando en evitar esa degradación? –le pregunto a San Martín. Él sonríe solamente.
La respuesta la tiene Ricardo Pinochet cuando pide ayuda para recuperar su bosque nativo. Solo le mencionan subsidios para reforestar con nativo pero de salvar el suelo, para colocar esas plantas, nada.
–¿Ha visto cuadrillas trabajando? ¿Maquinaria removiendo ceniza, haciendo diques (aluvionales) en las quebradas?–pregunta Pinochet.
Recorrí miles de hectáreas quemadas. Solo los privados se han puesto a trabajar. Las forestales Arauco y Mininco han echado a andar sus viveros a toda máquina y marcado zonas de reforestación. Incluso, anunciaron que sembrarán 600 mil plantas de bosque nativo en quebradas y algunas zonas como la misma reserva Los Ruiles. Para ayudar un poco.
Pero en los caminos no se ven trabajos para hacer diques o retener la ceniza mineral en el suelo arrasado. Ningún trabajo a la vista en cientos de miles de hectáreas.
–Se necesita mucha gente– dice José San Martín–. Mucha mano de obra. Recursos para trabajar las laderas quemadas antes que el suelo cultivable sea arrastrado por la lluvia.
Sin embargo, en Cauquenes vi tiernos brotes en los troncos de boldos quemados. Algún palito de quillay con hojas verdes en sus raíces negras. Me dio inocente esperanza. También vi cárcavas asomando entre los árboles quemados. Grietas ásperas y duras. Es como una batalla que da la propia naturaleza.
–Claro –dice el biólogo San Martín– la naturaleza es imparable. Ese proceso ya comenzó. ¡Pero roguemos porque no se afinque una semilla de aromo! (árbol de flores amarillas, muy pobre para el ecosistema, pero expansivo como la mala hierba). Sabemos que las especies nativas ante cualquier especie invasora, se retiran. Si no se hace nada, se corre el riesgo de que la zona quemada se cubra de especies invasoras como el aromo o pino asilvestrado. Y el bosque nativo se pierda para siempre.
Y con él, los insectos, las abejas, la miel y hasta la lluvia en Talca, porque los bosques dispersan aerosoles, nanopartículas que en las nubes forman la lluvia.
"Las abejas las podemos reponer: uno las cría, hace enjambres, separa reinas. Va creando nuevos núcleos. Pero, ¿qué les damos de comer, si las abejas se alimentan de las flores del bosque? ¡Viven de las flores del bosque!", dice Luisa Gazzari, quien perdió 28 colmenas cuando llegó el fuego.
Espera la primavera
–Las primeras flores que van a brotar son las hierbas del camino –dice el apicultor de Coronel del Maule, Eleazar Henríquez– como el mira-mira, el quisco, el diente de león.
Desde los 12 años trabaja con abejas y desde los 18 no consume azúcar, solo miel. Es tranquilo como buen apicultor.
Desde que Patricio Larraín Gandarillas trajo las primeras 25 abejas de Italia en 1844, rodea a los apicultores una extraña aura. Porque uno puede entenderse con un perro, con los caballos, hasta las vacas… ¿pero domesticar insectos? Parecen poseedores de una magia sutil que les permite introducir las manos en el avispero y sacar su oro, la miel.
En el pueblo Coronel del Maule la mitad de sus habitantes producen miel y es el segundo ingreso después de la agricultura industrial cercana. En agosto y septiembre el ambiente se pone febril.
Sin embargo, Eleazar Henríquez aguarda. No produce miel a granel. Recién lleva sus abejas a las praderas cuando brota el diente de león, una flor amarilla de muy buen néctar. Produce una miel pálida, apetecida por paladares exigentes.
Él dice "llevo mis abejas", "muevo mis abejas" como si fuera lo más normal del mundo. Pero es como afinar un piano. Después del ocaso, cuando las abejas se adormecen, cierra las colmenas y las carga en un camión. Las cubre con lona para que no se estresen. Luego, viaja de noche a vuelta de rueda y en un plano del bosque elegido, ojalá antes del amanecer, alinea las colmenas de este a oeste, la posición preferida por las abejas.
Henríquez debe conseguir pequeños predios donde colocar sus colmenas, porque los apicultores son el último eslabón en la cadena agrícola: son agricultores sin tierra.
–Después de las flores del camino, como el diente de león, –sigue Henríquez– brotan la alfalfa, el pasto, las quilas…
Aunque esas flores alimentan a sus abejas, ninguna da las perlas de néctar que él busca.
–La mejor miel la dan las flores del bosque. Esas sí que tienen buen néctar: el quillay, el colliguay y, sobre todo, el mardón. Así que para la segunda cosecha (a fin de año) muevo mis abejas a un mardonal al pie del cerro.
El mardón o corontillo es un arbusto-árbol nativo del que brotan unas especies de corontas de flores blancas con mucho néctar. Produce una miel dorada y aromática. Casi toda la producción de miel de mardón se va a Europa. Para exportarla, Henríquez debe cuidar que sus abejas no vuelen sobre algún cultivo transgénico de frutas o maíz, porque puede perder su certificación Ramex (Registro de Apicultores de Miel de Exportación). En Europa someten a la miel importada a 70 detectores de pólenes y pesticidas.
–Tenía mis abejas en un bosque de mardón a 50 km de Coronel del Maule cuando comenzaron los incendios–, dice Eleazar. Ya había cosechado la miel y estaban en engorda.
Corrió a buscarlas pero, entre todo el ajetreo, cuando llegó solo encontró cenizas: 120 techos de lata y un montón de clavos. Todas sus abejas calcinadas. Perdió 10 millones de pesos. La mitad de su capital. Salvó otro colmenar y lo llevó hasta el patio de su casa donde, desde ese día, las alimenta con azúcar y levadura de cerveza en espera de la primavera.
El Indap les dio un millón de pesos a 600 apicultores para comprar azúcar. Las organizaciones de agricultores entregaron otras donaciones. En la Sexta Región el senador Juan Pablo Letelier logró reunir 59 toneladas de azúcar junto a la red de apicultores ApiUniSexta que distribuyeron a 89 apicultores. Hay algunos privados comprometidos con la causa. Pero todo se acaba. Henríquez gasta 100 mil pesos en alimentación, proteínas y antiácaros cada semana que pasa. Piensa sacrificar un viejo tractor para financiarse si el otoño se alarga.
–Cuando broten las primeras flores en la primavera, ¿cómo sabrá si servirán para hacer miel? –le pregunto a Eleazar Henríquez. Porque está apostando fuerte a una posibilidad incierta.
–No sé nada. Eso lo sabrán las abejas. Yo las cuido nomás.
"La mejor miel la dan las flores del bosque. Esas sí que tienen buen néctar: el quillay, el colliguay y, sobre todo, el mardón", dice Eleazar Henríquez. Tenía sus colmenas en un bosque de mardón cuando comenzó el incendio. Casi todas murieron calcinadas. Hoy gasta 100 mil pesos a la semana en alimentar a las abejas que logró salvar.
La colmena funciona como un pueblo de 30 mil habitantes. La reina es su alcalde, las obreras limpian, los zánganos reproducen los huevos, las otras hacen miel. Cuando comienza la primavera, la colmena envía abejas exploradoras hasta a cinco kilómetros a la redonda en busca de flores. Si encuentran, vuelven y en la puerta de la colmena ejecutan una danza de vuelos geométricos con la que transmiten al enjambre las coordenadas. Es un código preciso como el de un dron antiislámico.
Me intriga ver qué danza ejecutarán las abejas exploradoras si no encuentran ninguna flor en la tierra quemada. ¿Círculos? ¿Triángulos? ¿O volarán hasta caer rendidas y no volverán?
–A veces pasa –dice Eleazar– que las abejas abandonan la colmena si está sucia, rota o si no hay comida. Las abejas enjambran y vuelan. Y no vuelven. ¡No hay caso que vuelvan!
Cuando niño él veía enjambres de abejas volar como nubes movidas por el viento. Así aprendió a domesticarlas.
–¿Crees que en esta primavera, cuando vean todo quemado, se vayan y no regresen? –le pregunto a Eleazar.
–Puede ser –dice triste y enigmático. Y agrega: –si yo fuera abeja, también me iría de aquí, así como está.
Él se tiene que quedar. En medio de ese páramo está su casa, su familia, sus hijos que van a la escuela, sus amigos campesinos y sus tambores vacíos para la miel.Es su propia colmena humana. No puede sino tener esperanza. Esperar los primeros calores de septiembre y observar la danza de las abejas exploradoras: primero si vuelven y leer en su danza qué noticias traen del bosque. De eso depende todo. Todo.
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