La muerte de mi pareja
Con Diego nos conocimos un 19 de octubre de 2014 por Tinder. Hicimos 'match' y al día siguiente me invitó a tomarnos un café. La verdad es que no tenía ninguna expectativa. Había conocido a muchos pasteles en esa época y pensaba que él podía ser otro de ellos. Sin embargo, apenas nos vimos, no nos separamos más. Y ahora soy yo la que, hace un mes, tiene que aprender a vivir sin estar a su lado.
En enero de 2017, fuimos a Colombia y Cuba de vacaciones. Y a la vuelta, empezó a sentirse mal. Le dolía mucho la guata, como si tuviese cólicos. Trataba de ir al baño y no podía. Estuvo así por varias semanas y el día que cumplíamos dos años, me llamó para decirme que le había salido sangre. Pensé que se podía tratar de hemorroides, así que no le di mayor importancia. Quedamos en que a la mañana siguiente iba a ir a urgencias para ver qué tenía. Fui a trabajar al colegio, como si fuese un día totalmente normal, y mi jefa me dio permiso para ir a verlo en mi hora de almuerzo. Llegué a la clínica y, mientras esperábamos que le hicieran unos exámenes, me dijo que estaba seguro que tenía cáncer. Yo le bajé el perfil y le pedí que por favor no fuese tan hipocondríaco. Una parte de mí no quería asumir que podía pasar algo grave. Esperé a que llegaran sus papás y partí nuevamente a clases.
Unas horas después le entregaron los resultados y me llamó. Recuerdo que me dijo que no me preocupara, que no era lo que él pensaba, pero que igual tenía que quedarse unos días hospitalizado y que prefería contarme el diagnóstico en persona. Nunca dimensioné lo que me estaba diciendo, hasta que me estacioné en la clínica y me vino una angustia enorme. Me bajé corriendo y a la primera persona que vi fue a su hermana. Ahí me di cuenta que se trataba de algo serio. Entré al box, y Diego me dijo lo que me había negado a aceptar: tenía cáncer al colon en fase cuatro con metástasis en el hígado. Creo que nunca sentí tanto dolor en mi vida. Y aunque sabía debía mostrarme fuerte frente a él, no lo pude disimular. Los dos nos largamos a llorar, pero Diego estaba mucho más tranquilo. Él quería salir victorioso de esta batalla, estaba totalmente dispuesto a luchar. Y me dijo que si las cosas salían mal, solo le pedía a Dios morir en mis brazos y en paz.
No teníamos idea qué podía pasar y en oncología nadie se atrevió a darnos un pronóstico. Nos decían que dependía de sus reacciones a las quimioterapias, que todo era muy relativo, ya que las mutaciones son distintas en cada paciente. Pese a no saber cuál sería su destino, sí estaba segura que quería estar a su lado durante todo el proceso. Nunca tuve ni la más mínima duda. Diego era mi complemento perfecto. Pese a tener personalidades muy diferentes, había ciertos puntos en común que nos hacían unirnos. A los dos nos encantaba hacer panoramas, viajar, salir a bailar, a comer. Éramos expertos en disfrutar. Siento que con él aprendí lo que es el verdadero amor. Uno que es sano, alejado del drama, y muy de compañeros. Teníamos muchos planes, queríamos casarnos, armar una familia.
Cuando empezó el tratamiento, la vida nos cambió totalmente. Las quimios y las visitas a la clínica eran parte de nuestra rutina. Cada quince días lo hospitalizaban de miércoles a viernes, el fin de semana se quedaba conmigo, y el domingo partía a Viña donde sus papás para que lo pudiesen cuidar mientras yo trabajaba. Así estuvimos todo el 2017. Bajó mucho de peso y obviamente su energía no era la misma, sin embargo, fue un año con resultados súper positivos. El tratamiento estaba funcionando y la suerte estaba de nuestro lado. En diciembre tenía un cáncer totalmente controlado.
Para los meses siguientes, el doctor nos dijo que tenía que cambiar de terapia a una más suave y eso permitió que Diego volviera a trabajar. Nuevamente nuestra vida dio un giro, pero esta vez, uno que nos daba tranquilidad y felicidad. Ese mismo mes nos fuimos a vivir juntos, llenos de planes para el futuro. En marzo, después de un matrimonio, le tocó hacerse un PET para saber cómo estaba. Los resultados indicaron la presencia de nuevos tumores. El mundo se nos vino abajo otra vez y tuvimos que volver a la misma rutina de antes, viajando de Viña a Santiago todo el tiempo.
Diego me veía como su pilar más fuerte, y por eso me empeñé en mostrarle siempre mi mejor cara, en tirarlo para arriba, en que en mis palabras sintiera esperanza. Y cuando me quebraba, hacía lo posible para que no me viera. Eso me agotó un montón, pero nunca me di cuenta en su momento. Estaba totalmente mentalizada en que íbamos a superar esto y todas mis acciones se centraron en eso. Además, como nos movíamos tanto, sentía que ningún piso era muy estable. Vivíamos en la clínica, donde sus papás y en nuestro departamento. Eso no era muy cómodo, pero yo era feliz con tal de estar a su lado. No quería desaprovechar ni un segundo. Creo que trabajar me ayudó mucho. Como mis alumnos son de pre-kinder y kinder, me entregaron otro tipo de energía. Ellos eran vida, en un contexto donde me tocaba lidiar diariamente con la muerte.
En octubre de ese año, el panorama mejoró. El cáncer estaba controlado y nuevamente decidieron probar con una quimioterapia menos invasiva. Ahí pudimos retomar nuestras vidas. Él volvió a trabajar, pero solo medio día, así que almorzábamos juntos y hacíamos panoramas por las tardes. La idea de la muerte se fue difuminando en nuestro camino. Tres meses después, se volvió a hacer un PET y todo salió bien. Solo había un derrame pleural, pero nada que no se pudiese controlar. Sin embargo, Diego sentía que algo andaba mal y eso lo angustió. Lloraba por las noches preguntándose por qué le había pasado esto a él. Por qué siendo tan joven, por qué si tenía ganas de vivir. Yo trataba de calmarlo diciéndole que no pensara eso, que no se preguntara el por qué, sino que el para qué. Le decía que gracias a esto se había acercado más a sus papás y a su hermana, y que también estábamos viviendo una relación mucho más cercana. Que era una prueba de la vida que íbamos a superar.
El 18 de enero, Diego amaneció con diarrea. Se sentía muy mal, pero igual fue al trabajo. Estuvo todo el día con una sensación desagradable, y su papá, que es doctor, le dijo que fuese a urgencias. Quizás podía estar deshidratado y, como se estaba haciendo quimio, era mejor estar alerta a cualquier cambio. Lo hospitalizaron, ya que querían tenerlo bajo control. Tres días después, lo operaron del derrame pleural. Todo salió bien. Al día siguiente estuvo perfecto, comió y se levantó. Y después, de un día para otro, dejó de ir al baño. Ahí empezó el infierno. Su tumor había crecido y obstruido el intestino, eso provocó que nunca más pudiese comer. Intentaron hacer miles de cosas, pero nada funcionó.
Desde el día que puso un pie ahí, nunca me alejé de su lado. Dormí todas las noches en la clínica, sin excepción. Me angustiaba verlo conectado, lleno de sondas y tubos. Estaba tan flaco. Su carita fue cambiando muy rápido. Alguna vez le prometí que mientras hubiese una opción de mejorarse, yo iba a estar junto a él dándole toda la fuerza, pero que si ya no había nada más que hacer, íbamos a disfrutar al máximo el tiempo que le quedaba. A recorrer el mundo, como él me decía. Pero fue una promesa falsa, porque uno nunca pierde las esperanzas.
Con el paso de los días, las enfermeras me empezaron a tratar de manera diferente. Cuando me saludaban, veía en sus caras lástima, y me abrazaban como tratando de darme ánimo. Ahí recién me di cuenta de que se trataba de una enfermedad terminal y que la muerte era un escenario posible. Él estaba consciente de todo. Tenía súper clara la película y sabía que esto era un callejón sin salida. Cuando llevaba unas dos semanas internado, empezó a despedirse.
La noche del 29 de enero me pidió que no me quedara a dormir. Esa fue la única vez que nos separamos. Me dijo que quería que su hermana se quedara con él para hablar sobre un tema. Al día siguiente, estábamos todos en la pieza y me pidió que por favor nunca olvidara que él sí se quería casar conmigo. En ese momento, sacó un anillo y me lo entregó para sellar nuestra historia. Él había planeado todo la noche anterior. Fue como el evento de la clínica. Llegaron las enfermeras y doctores a celebrar con nosotros. Yo estaba feliz, pero de una manera muy diferente a lo que significaba la felicidad antes de todo esto. Por un lado me moría de amor, pero por el otro, no podía soportar tanto dolor.
El 8 de febrero Diego nos juntó con su papá y nos dijo que ya no le encontraba sentido a todo esto. Que no quería estar conectado sin poder vivir de verdad. No podía comer, tampoco ir al baño. Estaba todo el día hinchado por los remedios y sin energía. Su cabeza estaba bien, pero el cuerpo no le respondía. Miró a su papá, le preguntó si se iba a morir y le pidió que por favor le dijera la verdad. Él asintió. El equipo de doctores nos habló de la posibilidad de una sedación, porque efectivamente no había más opciones de tratamiento. Diego la tomó. Le dieron morfina para aliviar el dolor y un remedio para dormir. De a poco, se empezó a apagar.
Habló hasta su último día. Se despertaba asustado porque pensaba que se había muerto, bromeaba con que había visto la luz; se quejaba, con cariño, de la cantidad de besos que yo le daba y me respondía a todos mis 'te quiero mucho'. En uno de esos días, fue su sicóloga a verlo y me dijo que Diego ya estaba listo para irse, que él quería soltar y que lo iba a hacer pronto, pero que lo único que lo limitaba era dejarme sola. Me pidió que lo ayudara, que intentara no aferrarme tanto a él. Recordé mi promesa de acompañarlo hasta que no hubiese nada más que hacer. Y decidí, aun cuando no quería, que lo mejor era soltarlo.
El lunes 11 sus signos vitales bajaron y las enfermeras nos dijeron que cuando la presión estuviese en seis, era señal de que moriría luego. Esa noche lloré como nunca. Al día siguiente, tenía 7,4. Le di un beso y me acosté a su lado. Cada respiración parecía ser la última. A las 08:15 exhaló por última vez. Fue tal como él me lo había pedido: murió en mis brazos y en paz.
Hasta el día de hoy me despierto sin saber si esto que viví fue real. La verdad es que ha sido una pesadilla, y varias veces al día siento que no sé qué va a pasar con mi vida. Sin embargo, pese al dolor, no me arrepiento de nada. Con Diego aprendí lo que es el verdadero amor, uno que solo busca el bien del otro. Me quedo con la tranquilidad de haberlo entregado todo, de que no quedó nada pendiente. Lo aproveché al máximo mientras pude. Extraño despertar a su lado, abrazarlo. Extraño su olor, darle besos. Sigo leyendo sus mensajes y escuchando sus notas de voz. No quiero que se me olvide nada de él. Esta ha sido por lejos la experiencia más dolorosa que he vivido, pero también la que más me ha llenado de amor. Y si pudiese retroceder el tiempo, haría todo de la misma manera. Le daría mil veces match a ese tal Diego que me robó el corazón.
María José Bello tiene 36 años y es educadora de párvulos.
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