La orilla del miedo
De las 200 familias atacadas por comunidades indígenas en la IX región, unas 60 han debido abandonar sus casas y predios. Son nuestros propios refugiados del conflicto mapuche. Algunos huyeron con lo puesto, viven en casas prestadas o arrendadas por los municipios, escondidos con protección policial y con atención sicológica. Y no son los latifundistas que se cree, sino que pequeños parceleros que tenían animales y unas cuantas hectáreas. Gente de trabajo, chilenos y hasta mapuches. En la ribera sur del río Malleco está la nueva frontera divisoria de esa tierra quemada.
Paula 1183. Sábado 26 de septiembre de 2015.
Cecilia Pérez (52) tenía un plan de teléfono bastante bueno. Una casa de madera en medio de su campo de 180 hectáreas que su padre compró en el Bajo Malleco en 1977. Como gran lujo, hacía pocos años le agregó un segundo baño. Vivía de sus 50 vacunos, el cultivo de alfalfa, la cosecha de leña y madera de un pequeño bosque y una quinta de frutas. A pesar de su hablar cadencioso y tranquilo, era de esas mujeres divorciadas que siempre han sentido el orgullo de criar a sus hijos –dos en su caso– con el propio esfuerzo. sin pedirle un peso a nadie.
Pero la noche del 5 de octubre de 2014 se quedó con lo puesto. La comunidad Rankilko de Bajo Malleco –liderada por Rodrigo Curipán, uno de los que encabezó la última toma de la Conadi en Temuco hace unas semanas– le tomó el predio de 200 hectáreas.
–Y me quemaron la casa– acusa Cecilia–. Incluso construyeron dos mediaguas en su lugar.
Derribaron los postes de luz, tapiaron el pozo y quemaron los cultivos.
Ahora ella ni siquiera se puede acercar. La comunidad Rankilko niega ser la autora de los incendios. La PDI nunca encontró huellas, salvo una colilla de cigarro.
–Pero eso no es lo grave –dice Cecilia–. La Fiscalía de Collipulli, pese a ordenar rondas periódicas y protección de Carabineros de Fuerzas Especiales desde antes, hace un año que no logra desalojar a los ocupantes de Rankilko. ¡Un año! Me siento impotente, desvalida, sola.
Hoy, Cecilia Pérez está en una casa prestada en un barrio anónimo de Temuco. Tuvo que matricular a su hija de 11 años en un colegio público. Su hijo mayor de 22 comenzó a endeudarse para continuar la universidad. Ella tuvo que buscar trabajo y ahora es vendedora de productos de ferretería. Su sueldo no le alcanza ni siquiera para la leña de todo el mes. Un primo se la regala. Tuvo que dejar el plan de celular y comprar uno de prepago.
–Al principio ni siquiera sabía dónde tenía que recargar esta cuestión–, dice grabando mi número.
Como única solución, le ofrecieron atención sicológica en la Unidad de Víctimas del Ministerio Público y, si se hacía la Ficha Cas, un subsidio de 100 mil pesos para arrendarle una vivienda social, pero ella lo rechazó.
Para ingresar al Bajo Malleco hay que pasar bajo las enormes patas del Viaducto de 102 metros de alto. Pese a su lindo color amarillo, se siente como el pórtico de un templo invisible y maligno.
Cecilia Jara Llanquivil es otra víctima de la violencia. Ella sí aceptó la ayuda sicológica de la Unidad de Víctimas, porque estaba deshecha. El Año Nuevo de 2015 le quemaron dos máquinas excavadoras que tenía junto a un río al sur de Temuco. Y no es que sea una gran empresaria. Es y se siente mapuche. Hasta usa aros con un trapelacucha de plata indígena y es miembro de una comunidad que prefiere omitir. Con solo el liceo, a los 25 era cajera de una panadería cuando "de puro sapa me di cuenta que se ganaba dinero en el ripio", dice. Se endeudó y, en vez de comenzar a pagar una casa, usó el dinero para comprar un camión tolva usado. Junto a su marido paleaban ellos mismos el ripio, incluso bajo la lluvia, con el agua deslizándose por el cuello de sus trajes de goma. "Sentía vergüenza de que otras mujeres me vieran trabajando pala en mano", recuerda. Pero tras 15 años de molerse la espalda, a los 41 pudo tener una excavadora, un cargador frontal y una casa en sus 4 hectáreas de tierra indígena junto al río.
–Todas mis máquinas era usadas, pero estaban en buen estado. Incluso tenía trabajadores mapuches de la propia comunidad.
Pero tras el ataque del Año Nuevo, tuvo que vender su camión, hipotecar todo y aun así tiene 150 millones de deuda con dos bancos. A veces no da más del estrés. Y se le caen las lágrimas de solo pasar frente a los restos quemados de su Caterpillar.
Como recuerdo, le dejaron un kultrún dibujado con spray y una antorcha.
–Eso y los panfletos se los entregué a la Fiscalía… –dice lacónica. Se reunió con el ex intendente Huenchumilla y el ex ministro Peñailillo en La Moneda. Él la miró extrañado:
–¡Yo pensé que ya habíamos solucionado lo suyo! –cuenta que le dijo el ex delfín de la Presidenta. Ella sintió un fulgor de esperanza, que con el tiempo ha ido menguando. La Fiscalía le envió hace poco una carta informándole que si ella no aportaba más antecedentes tendría que archivar la investigación.
Cecilia Jara piensa que en unos 10 años va a poder reponer lo perdido. Ya no puede dormir en el campo. Si escucha ladrar a los perros salta aterrada. Si oye demasiado silencio, el murmullo del río la desvela.
Sergio González tuvo que abandonar su casa y atrincherarse en otra de su predio. Una noche despertó con un kultrún dibujado en la ventana de su dormitorio y sus perros muertos.
EL BAJO MALLECO
El río Malleco corre al fondo de un enorme socavón que corta Chile en dos hasta el mar. Durante 300 años fue "la frontera", la división natural con el territorio mapuche. Solo en 1890, después de la "pacificación de la Araucanía" se lo pudo sortear con el enorme y amarillo y gigante y famoso viaducto ferroviario sobre el río Malleco y seguir hacia el sur. Durante muchos años fue el puente más alto de Chile.
Pero, para abrir el tramo al sur del río, los carrileros liderados por el ingeniero Gustave Verniory –el autor de Diez años en la Araucanía– se batían a balazos con los mapuches. Hoy, 125 años después, parece que las cosas han vuelto a ser como antes.
Al sur del río empiezan los 40 km de la zona ardiente: huellas de incendios de camiones por doquier, carteles, reivindicaciones mapuches, carabineros a toda hora y últimamente hasta sobrevuelo nocturno de helicópteros.
–No vaya, para qué arriesgarse inútilmente –me dice al teléfono Marylin Vallejos –otra víctima– cuando le digo que quiero ir al Bajo Malleco a ver dónde estaba su casa, en la orilla del río.
Ella tuvo que abandonar esa casa y salir arrancando cuando se la incendiaron consecutivas veces hace cinco años. Hoy vive escondida en la ciudad con protección policial.
Para ingresar al Bajo Malleco hay que pasar bajo las enormes patas del viaducto de 102 metros de alto. Pese a su lindo color amarillo, se siente como el pórtico de un templo invisible y maligno.
El día anterior asaltaron a un bus rural con escopetas y se llevaron 350 mil pesos del chofer.
–Antes, la gente de Collipulli –el pueblo en la ribera norte– venía al Bajo Malleco en el verano –me dice una señora notoriamente mapuche de la ribera que, atemorizada, prefiere no dar muchas señas–. ¡Era un balneario! Otros arrendaban una parcela para asados o acampar y se quedaban con sus conocidos mapuches.
Hace unos cinco años comenzaron los ataques hacia el valle agrícola, desde las comunidades que quedaron hacinadas en los cerros después de la "pacificación de la Araucanía". Bajaban de noche. Quemaron una escuela básica, casas de chilenos y media docena de mediaguas de mapuches.
Hoy, nadie entra al Bajo Malleco sin prevención. Menos de noche.
–Los bomberos vamos a los incendios solo después de Fuerzas Especiales –dice el comandante Joel Cárcamo, del Cuerpo de Bomberos de Collipulli, que también recibió amenazas telefónicas.
Los colectiveros de Collipulli solo van a direcciones muy precisas. ¡Ni en broma a donde los colonos atacados! Si los hacen parar en esos lugares, pasan de largo cruelmente. Por ayudarlos, muchos han sido apedreados.
Cuando fui a preguntar por Rodrigo Curipán –el líder de la Comunidad Rankilko, que se adjudica para sí toda la zona plana luego de ser echados de ahí hace 150 años– me recibieron con una barricada de media docena de pinos cortando el camino. Tomé un atajo.
Aun así, ya dentro de los territorios de Rankilko, se vive en relativa calma. Como toda respuesta a la entrevista concertada se escuchan los trompeteos de trutruca y gritos ululantes a lo lejos.
–Así empezó todo –dice Cecilia Pérez, la agricultora a quien le tomaron su campo y le quemaron su casa el año pasado–. A veces nos amanecíamos oyendo las trutrucas y gritos.
¡Todo el día y toda la noche!
La Comunidad Rankilko, se adjudica toda la zona plana donde vivieron hace 150 años.
Después le rayaron la casa. Le derribaron los portones, los cercos. Le dejaban caer enormes rocas a metros suyo en el camino que va bordeando el río.
En el cerro donde están los Curipán hace poco derribaron una antena de radio que, además, les daba wifi a las escuelas rurales de la zona. Dejaron la zona sin celular también.
–Lo tragicómico –dice en Angol Jorge Vega, el propietario de radio Caramelo que perdió junto a la empresa Electrored casi $ 40 millones en equipos y antenas– es que nosotros transmitimos puras rancheras y entretención.
Pero al parecer la idea de los mapuches es borrar toda presencia occidental de raíz, todo signo de potestad.
Un mapuche escéptico, de la propia familia Curipán, me guía hasta la cumbre del cerro donde estaban las antenas en medio de Rankilko.
–No es la primera antena que derribaron –me dice el joven–. Hace tres años botaron otra que nunca se supo.
Jorge Vega lo corrobora. Para mantener buenas relaciones con los mapuches se aguantó y no denunció el derribo de la torre. Fue inútil.
En la cumbre del cerro hay restos quemados por todas partes y las dos torres de 50 metros caídas cortan el sendero.
El mapuche escéptico piensa que los jóvenes liderados por Rodrigo Curipán se toman la tierra pero no para trabajarla.
–Mira, nos dicen que el mapuche es así; que no es capitalista, que no hace agricultura ni siembra pinos, ni nada, que vive de lo que da la tierra nomás. ¡Pero después reclaman porque no les llevan luz, porque no les arreglan el camino, porque no les traen profes a las escuelas!
El mapuche escéptico optó por salir de la pobreza trabajando. Pero no puede hacerlo en cualquier lado. El año pasado lo amenazaron por ofrecerse de leñero para chilenos, o por trabajar en forestales durante el verano. Ahora, lo han amenazado por no participar.
–Quizás tenga que irme al norte –dice. Muchos mapuches, para evitar los líos, se van de temporeros a la región frutícola del Maule.
Desde arriba de los cerros de Chiguaihue se domina todo el valle del Bajo Malleco. A lo lejos se elevan fumarolas de humo que parecen señales de humo de otras tribus. Pero no. Son calderas de secado de empresas forestales, trabajando día y noche para hacer chips, madera y aserrín del bosque. Con su millón de hectáreas de pino casi han eliminado la agricultura y la ganadería de todo el valle.
La que era la casa de Cecilia Pérez en bajo Malleco. La comunidad Rankilko ocupó predio.
Cuando bajo del cerro, paso por las casas de los colonos chilenos. Una tiene el frontis rayado con spray: "¡Fuera Sergio González!". Está vacía, desolada. González tuvo que abandonarla y atrincherarse en otra de su predio. Una noche despertó con un kultrún dibujado en la ventana de su dormitorio y sus perros muertos.
Este agricultor de berries se defiende a escopetazo limpio. Incluso, dicen sus vecinos, que no solicita protección policial porque así puede obrar en legítima defensa y, de ese modo, no han logado echarlo. Igual lo hace Humberto Beltrán, otro jubilado que se compró hace unos años un campo cercano para tener una vejez tranquila. Pasó años de ataques y amenazas. Ahora simplemente recibe a los extraños a balazos desde que le dispararon en la espalda y perdió la movilidad de la pierna derecha. Siente que ya no tiene nada que perder.
Oscurece en el río y el grueso torrente parece llevarse todo en sus oscuros remolinos.
Por donde uno mire hay carteles de Rankilko y amenazas de todo tipo contra los colonos y chilenos.
Paso por los restos de la casa de Marylin Vallejos, quien me advertía que no fuera. Parece que se la hubiera llevado un huracán. Hoy solo se ven los restos de cemento junto al río.
Otra agricultora, Carmen Roa, quien vivía un poco más arriba, cerca de Pidima a 15 minutos del mismo río Malleco, vio morir a su marido Héctor Gallardo Aillapán de un disparo de escopeta cuando se enfrentó a mapuches junto a su hermano. Ella debió dejar su casa, sus animales y su campo y salir arrancando con lo puesto. Ahora vive escondida en la Novena Región y, pese a que había accedido, al igual que otras víctimas, recibió el consejo de la Asociación de Víctimas de la Violencia Rural (AVVRU) de no hablar para este reportaje.
LOS REFUGIADOS
Felipe Romero el Director Ejecutivo de la AVVRU, explica:
–Sesenta familias han tenido que migrar a Collipulli –al otro lado del río– o a otras partes de la región expulsados por los mapuches y viven con miedo. Cada vez que dan la cara, reciben amenazas o acoso de nuevo.
A Genaro R. le quemaron sus galpones y su casa y ya tampoco puede volver. Tenía dos hectáreas. A Cecilia T. la violaron durante un ataque, donde quemaron la casa de sus padres, y su predio no era más de 1 hectárea.
–Otra mapuche, Rayén L., quiso ser testigo protegido para revelar el ataque a un camionero. Pero la Fiscalía reveló su identidad y hasta el día de hoy vive en otro lugar con protección policial –dice Romero–. Indirectamente perdió todo.
Según Romero, el Estado debe reconocer que tiene culpa en no poder garantizar la seguridad del río Malleco al sur.
–No quieren reconocer que hay un conflicto y que está dejando víctimas y que necesitan reparación.
Según él, no es un problema de un gobierno, sino del Estado chileno y sus leyes.
–La ley indígena de 1992 está mal hecha, pues permite la creación sin fin de comunidades. En 1990 había 440 comunidades mapuches. Hoy hay 2.800. Y cada día se crean más– dice Romero– y al crearse, el Estado se compromete a darles tierra por el artículo 20a.
Sin embargo, la ley también tiene el artículo 20b, donde dice que se debe privilegiar a las comunidades que tienen reivindicaciones o conflicto de tierras.
–Entonces basta empezar una guerra con el vecino y adscribirse al 20b para que le den tierras.
Hay 20 comunidades legalmente constituidas en conflicto. Y otra media docena sin existencia legal, como la de Rankilko, que reclaman igual.
Pero tampoco es llegar y comprar. Con las últimas adquisiciones de la Conadi el propio Gobierno se pisó la cola. Entre el 2010 y 2014 compraron cuatro predios para los mapuches con un total de 240 hectáreas en ambos lados de la Ruta 5.
–Crearon su propia trampa –dice Romero.
Son 15 kilómetros del terror. Le han puesto cámaras de vigilancia y postes de luz. Pero la zona siempre está a oscuras y es donde se queman más camiones últimamente.
El agricultor Juan de Dios Fuentes vive cerca de esta nueva zona roja. Hace poco lo llamaron del colegio de sus hijas. Cuando veían el tema de los pueblos originarios, su hija menor, de ocho años, dibujó un mapuche con la cabeza en llamas, con cachos y unos dientes feroces tras una mirada de odio.
–Debería tratar de inculcarle otra visión del mundo indígena a sus hijos–, le sugirió la profesora, ignorando que ha sufrido 54 ataques de todo tipo en los últimos años. Disparos, incendios, rotura de vidrios, destrucción de maquinaria, descuartizamiento de animales, amenazas, insultos, gritos, derribo de cercos.
–La niña decía "mi papá siempre nos defiende los mapuches"–, dice Romero.
Las hijas de Juan de Dios Fuentes aun en pleno Temuco sienten un ruido y se tiran al piso de la camioneta. Están siempre a la defensiva.
–Incluso –cuenta Felipe Romero– hace poco Juan de Dios recibió en su casa a la ministra de Justicia Javiera Blanco para hablar de la situación en que quedan las víctimas del conflicto mapuche. Ella decía que son hechos aislados y que por eso no se puede hablar de una ley de reparación o algo parecido para reponer camiones, maquinarias, casas.
–Y en eso pasó, por el camino de tierra, una camioneta con mapuches disparando al aire –dice Romero–. Muy pronto, la ministra se fue sin darnos, de nuevo, ninguna respuesta.
–Las víctimas del conflicto mapuche se las tienen que arreglar por su cuenta– dice él lacónico. Han intentado soluciones con ya dos gobiernos y nada. Desde que se agruparon en 2012 solo han sumado víctimas.
Cecilia Pérez, por ejemplo, pese a tener el campo tomado hace un año por mapuches, aún debe pagar contribuciones porque, si no, lo va a perder del todo. Tesorería, le manda cartas de cobranza sin piedad.
–¡Si tuviera plata para armarme, los echo yo misma! –dice Cecilia Pérez–. Pero no me alcanza ni para el celular. Por eso, es hiriente escuchar que el Estado pagó hace dos meses $ 11 mil millones de pesos para comprar el fundo a Carlos Heller –el presidente de la U– para dárselo a los mapuches. ¡Es un insulto a las víctimas!
No logro dar con su casa en Rankilko, porque no queda nada. Ni las latas.
Y el río pasa aguas abajo, quieto, oscuro, silente desde mucho antes que chilenos y mapuches estuvieran ahí. Una señora me convida huevos: uno azul de gallina araucana –únicos en el mundo– y otro café de gallina chilena.
–Saben igual –me dice–, pero dan pollos distintos.
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