Paula 1197. Sábado 9 de abril de 2016.
El 19 de agosto de 2015, Coco Marty (46) se despertó sin saber que sería el último día de la que hoy llama su antigua vida. Ese miércoles el despertador sonó a las 6:30. Como era costumbre, se duchó, despertó a sus hijos Leo (12), Martín (10) y Alegra (5), tomaron desayuno juntos, preparó colaciones y los fue a dejar al colegio. Entonces esta periodista de profesión, reconvertida en diseñadora de joyas hace diez años, partió a su clase de yoga, una rutina que practicaba religiosamente cinco días a la semana desde hacía más de una década. A diferencia de otras veces, esa mañana la práctica la sintió forzada, pero no le dio mayor importancia. El día siguió, la vorágine también, entre revisar el diseño de sus collares, aros, anillos y brazaletes, hablar con sus orfebres e ir a buscar a los hijos al colegio. Cuando terminó la tarde, el recuerdo de la fatiga se había esfumado. También el dolor de cabeza que había sentido el fin de semana anterior.
Físicamente, esas fueron las únicas "señales". Las otras, anímicas, esas que le pedían un cambio, las venía arrastrando desde hacía más tiempo. Por eso, ese miércoles, mientras hacía su vida como todos los días, seguía dándole vueltas a la conversación que había tenido con sus hermanas durante el almuerzo, el domingo anterior. "Yo me daba cuenta de que estaba superada. Llevaba un par de años viviendo un estrés probablemente muy parecido al que viven muchas mujeres. Pero a mí me estaba haciendo vivir una vida sin sentido. Vivía muy presionada, muy desde el deber, del hacer, del alcanzar, de cuidar a todo el mundo, pero no a mí", comenta Coco esta mañana de marzo. Para expresar lo que sentía, ese domingo repitió varias veces una frase, sin sospechar que sería premonitoria: "Necesito bajarme del barco".
Tres días después, la noche del miércoles 19 de agosto, Coco se acostó a las diez y media de la noche. Vio un capítulo de Grey's Anatomy, la serie que cuenta la historia de cinco médicos durante su pasantía en un hospital, entre ellos el doctor Shepard, neurocirujano, su personaje favorito. Antes de apagar la luz, puso el despertador y entonces se quedó dormida. La única interrupción de la noche ocurrió a las 3 de la mañana cuando sintió que Cristián, su marido, quien llevaba 15 días en Lima por trabajo, abría la puerta. Se levantó, lo saludó, volvió a la cama y siguió durmiendo.
Coco Marty todavía tiene una duda: no sabe si el despertador no sonó o simplemente no lo escuchó. Lo cierto es que fueron sus hijos quienes a la mañana siguiente llegaron hasta su cama a despertarla. "Me decían: 'mamá despierta, mamá despierta' y yo no podía hablar. Los escuchaba, pero no podía contestar. Y no era que no encontrara las palabras, sino que no podía modular. Era como si me hubieran puesto una toalla en la boca", recuerda.
En ese primer momento, no se le cruzó por la mente lo que había pasado: mientras dormía había sufrido un infarto cerebral. Un coágulo se había instalado en el costado derecho de su cerebro –que dirige el funcionamiento y movilidad del lado izquierdo del cuerpo–, taponeando la carótida y la cerebral media, dos de las principales arterias que irrigan de sangre fresca y oxígeno. Un accidente cerebrovascular muy parecido al que vivió Gustavo Cerati y que le cuesta la vida al 80% de quienes lo padecen. Coco fue parte del 20% que queda vivo. Sin embargo, el problema de que ocurriera mientras dormía fue que, como nadie se dio cuenta, el coágulo pasó horas impidiendo la irrigación del cerebro. "Si esto me hubiese pasado en el día, quizás me habrían llevado a urgencia, me habrían puesto un anticoagulante y habríamos evitado la falta de irrigación cerebral. Pero yo pasé muchas horas sin irrigación, entonces mis secuelas fueron feroces".
Para calmar a sus hijos, trató de sentarse en la cama, pero el lado izquierdo del cuerpo no le respondía. "Yo trataba de bajarle el perfil a lo que estaba pasando y de decirle a mis hijos: 'estoy bien, estoy bien'. Fue Martín, el segundo, quien me dijo: 'Atina mamá, atina, no estás bien'. Pero yo no podía atinar".
Al verla inmovilizada y completamente desorientada, su marido llamó a la ambulancia. Camila, la hermana mayor de Coco, llegó a los pocos minutos. Aunque estaba desorientada, Coco nunca perdió la conciencia.
Una vez en la clínica, y mientras Coco desvariaba pidiendo que por favor llamaran al doctor Shepard, el equipo médico encabezado por un neurocirujano ordenó practicarle una craneotomía de urgencia: sacarle uno de los huesos del cráneo, para que su cerebro, inflamado tras el infarto, pudiera estirarse y así bajar la presión que amenazaba con seguir provocando daños. La ingresaron a pabellón a las 20:30 horas de ese jueves. Para realizar la cirugía, le rasuraron la mitad de la cabeza.
"Yo me entregué absolutamente. Sabía que estaban haciendo todo lo necesario para salvarme", dice. "Pero cuando me sacaron de la UCI y me llevaron a Cuidados Intensivos caché que era un cambio de rótulo y que lo que se venía en mi vida era otra cosa".
"La Coco que existía antes ya no existe. Hoy soy otra persona. No puedo hacer la vida que hacía antes, pero puedo hacer otra vida. Y en ese descubrimiento estoy: asumir que la puedo disfrutar, porque estoy agradecida de tenerla".
LA VIDA ANTES
Hasta el día del infarto cerebral, la vida de Coco Marty había transcurrido apegada a sus planes. Nadie lo discutía: tenía un buen pasar. Tanto así que, según su hermana Camila, se creía "la reina del mundo". Los primeros años de su matrimonio con Cristián Mandry, con quien se casó en 1995, transcurrieron en Lima, Perú, donde Coco se convirtió en product manager de Falabella. Como su trabajo consistía en elegir las colecciones para las secciones mujer y lola, una vez al mes viajaba a Europa, Asia o Estados Unidos. De regreso en Chile, hizo lo mismo para París y luego para la boutique Corso Italia. Del retail saltó a las comunicaciones, apoyando las relaciones públicas de Louis Vuitton en Chile. Cuando llegaron los hijos, se hizo cargo de las comunicaciones de la tienda Laura Ashley, porque era un trabajo que podía hacer desde su casa.
Fue por entonces cuando le picó el bichito de la orfebrería. Intuitivamente empezó a hacer collares y pulseras con hilos y cuero, diseños que sus cercanos le celebraban, porque eran reflejo de su gusto ecléctico: algo hippie y playero, pero a la vez vanguardista y sofisticado. Tras tomar un curso en un taller que le sugirió su mamá, salió decidida a convertirse en joyera. "Eso sí, ahí me di cuenta de que no me gustaba hacer las joyas, sino que me gustaba diseñarlas y que las hiciera otro, porque yo era muy apurete", dice. Para hacer de su nombre una marca, llamó a su colección de accesorios Coco Marty. Los vendía en el pequeño showroom que montó en su casa. Consciente de su gusto refinado y también para darse a conocer, muchas veces salió en revistas compartiendo sus datos de belleza y decoración. Hoy reconoce que si bien eso la ayudó a posicionarse, fue alimentando una imagen de súper mujer que poco a poco comenzó a oprimirla.
"Era esclava de muchas cosas: de andar impecable, de verme bien, de las formas y de todo lo material, como el orden de mi casa. Era controladora a morir. Estaba siempre luchando contra mí. Y yo siento que definitivamente no escuché a mi cuerpo y llegó un minuto donde mi cuerpo hizo un párele, en el sentido de que me sacó del sistema para que yo entendiera, de alguna manera, que no podía seguir viviendo así. Tenía que encontrar un nuevo ritmo y empezar a vivir la vida desde el sentido".
¿La autoexigencia era algo propio de tu carácter o lo hacías por cumplir con las expectativas de otros?
Creo que ambas cosas. Uno es así porque en parte es tu naturaleza y te gusta, pero al final también porque en el resto de las personas vas construyendo y alimentando una idea de ti, entonces te quedas con ese canon, con esa etiqueta de "la Coco tiene buen gusto, se viste bien, la Coco es un referente". Y cuando te quedas en eso, te esclavizas para cumplir con esa expectativa.
"Yo me daba cuenta de que estaba en esta alienación del hacer, de la histeria y el mal genio, la sobreexigencia, el perfeccionismo. Eran todas cosas que me daban vuelta por la cabeza todo el día, pero no lograba hacer el clic. Me obligaron a hacerlo. No hubo otra manera", dice Coco, aquí en su casa de playa en 2013. / Fotografía: Gentileza revista ¡HOLA!
CAMBIAR DE GOLPE
Tras la craneotomía que le salvó la vida, Coco Marty pasó cuatro días en la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica Alemana. Cuando despertó, un enorme parche cubría el costado derecho de su cabeza. Aunque podía hablar, no podía levantar la cabeza. Tampoco sostener el tronco para sentarse en la cama. Había perdido temporalmente la visión del ojo izquierdo. Ese día le pidió a su mamá y a su hermana que le rasuraran la otra mitad de la cabeza, donde todavía tenía el pelo largo. Antes de hacerlo, uno de sus hermanos, el más parecido a ella, entró a la pieza. "Como él es pelado y canoso, me dijo: 'Coco, déjate una trencita para que no parezcamos gemelos cuando te crezca el pelo'. Entonces le dije: 'ya po, me voy a dejar una trenza por ti'". Esa trenza, que hoy cae desde su cuello, es una de las pocas cosas que Coco guarda de la Coco Marty que, dice, ya no existe. Esa que siempre ocupó el pelo largo y que jamás dejó que se le viera una cana.
¿Qué sentiste cuando te viste pelada?
Es súper loco, porque al principio no te das cuenta. O sea, te das cuenta de que estás pelada, que estás distinta. Pero no te das cuenta de la tremenda diferencia que hay entre la persona que eras antes con la de ahora. Por eso, con el pasar de los días no me reconocía cuando me miraba al espejo. Sentía que no era yo, que me habían cambiado los ojos. Eso fue muy duro. Creo que ahí comenzó mi proceso de transformación. Y tuve que vivir el duelo.
¿Cómo describirías ese duelo?
El primer y segundo mes pasé por la inconciencia de no entender lo me había pasado. Después vino decir: "wow, qué tremendo lo que me pasó" y asumir que la Coco que existía antes ya no existe. Hoy soy otra persona. No puedo funcionar como funcionaba antes, no puedo hacer la vida que hacía antes. Pero puedo hacer otra vida. Y en ese descubrimiento estoy ahora: asumir que esta es otra vida y que la puedo disfrutar desde otro lugar, porque de verdad estoy muy agradecida de tenerla.
¿Qué agradeces de esta nueva vida?
Tener la posibilidad de cambiar. Yo podría haber vivido en el inconsciente muchos años más, porque era una mujer absolutamente sana. Se me tenía que mover el piso para hacer el clic en mis prioridades. Era necesario este remezón, porque claro, yo practicaba yoga todos los días, pero uno no hace el nivel de conciencia que hace con un párele como este. Es una cosa absolutamente distinta. Yo me daba cuenta de que estaba en esta alienación del hacer, de la histeria y el mal genio, la sobreexigencia, el perfeccionismo. Eran todas cosas que me daban vuelta por la cabeza todo el día, pero no lograba hacer el clic. Me obligaron a hacerlo. No hubo otra manera.
Quince días después de la operación, con ayuda de una kinesióloga, Coco pudo sentarse. Entonces comenzó un largo proceso de rehabilitación que hoy, a siete meses del infarto, muestra grandes avances: ya recuperó por completo la visibilidad del ojo izquierdo. Puede hablar y mover la cara sin problemas; también caminar, aunque con dificultad. El foco, por estos días, es recuperar la movilidad del brazo izquierdo. "Pero el primer mes y medio de rehabilitación fue feroz, porque ahí hice conciencia de mi nuevo cuerpo: de mi inhabilidad y de mi incapacidad", dice.
¿Alguna vez imaginaste que algo así te podía pasar?
No. Yo me sentía absolutamente inmortal. Nunca pensé en la muerte. Me veía con nietos, vieja, en la playa, jubilada. No sé. Pero nunca pensé en que me podía pasar algo. Ni un accidente, nada, porque siempre hice deporte, fumaba poco, tomaba prácticamente nada. Si es por buscar un patrón entre los hábitos, no era yo la persona que encabezaba la lista de a quienes le dan este tipo de accidentes cerebrales. Pero de repente te das cuenta de que nada es seguro y que eres vulnerable. Y ahí te das cuenta de que a veces estas cosas son elecciones mucho más profundas y que las toma el alma, porque quizás yo necesitaba hacer este recorrido.
¿A qué te refieres con "hacer este recorrido"?
Yo, que era de las que hacía el desayuno a las seis y media, colaciones a las seis y media, iba a La Vega todas las semanas para que en mi casa se comiera sano, de un día para otro llegué a mi casa en silla de ruedas. Era una pesadilla. Creo que esa fue mi peor etapa, porque sentía que estaba encerrada en mi cuerpo. No podía aceptar que esa era mi nueva realidad, porque era demasiado fuerte. Sentía que mi cuerpo era una celda, una cárcel, un infierno, porque no me podía mover, no podía caminar, no me sentía bien, me dolía mucho la cabeza. Cada día era realmente muy difícil. Hoy, todo ese proceso ya no lo veo como una pesadilla, porque me ha hecho cambiar. He pasado a valorar las cosas mínimas, eso de levantarme en la mañana y decir: 'hoy día me puedo mover'.
En esta nueva etapa, Coco reconoce que también ha tenido un nuevo acercamiento con Cristián, su marido, quien tras el infarto pasó a hacerse cargo de todo en la casa.
"Él siempre ha sido súper colaborador, pero lo que ha pasado entre nosotros con todo esto ha sido muy bonito, porque si bien llevamos 20 años juntos, como en todas las parejas, hemos tenido momentos muy difíciles en el matrimonio. Hemos tenido que recomenzar o reconstruir nuestra relación varias veces. Esta es una más".
Coco guarda silencio.
"Al principio, claro, te baja la inseguridad. Tú dices: 'cómo me va a querer si ya no soy lo que era antes'.
Se quiebra.
"Pero es que uno no ama al cuerpo del otro, uno ama al alma del otro. El cuerpo se acaba, se muere, se destruye. Es un tránsito. Y eso, él me lo ha enseñado. Me ha enseñado que en el fondo me ama a mí, no a mi cuerpo, ni a mi cara ni a mi pelo. Hemos entendido que uno puede transformarse en otro ser y que este tipo de experiencias te dan la posibilidad de ser otra persona, con otro nivel de conciencia, donde la escala de valores cambia".
¿Lees todo esto como una nueva oportunidad?
Sí. Yo siento que me dieron una segunda oportunidad y que tengo una obligación en esta segunda oportunidad, de entender la vida como me la están mostrando. No tratando de volver a mi vida de antes, sino aceptando la vida que tengo ahora. Una segunda vida con otro switch, porque uno nace seteado de una forma y hacer un cambio radical a lo largo de la vida es muy difícil. Pero las enfermedades, las muertes, los problemas dan la oportunidad de cambiar. Uno entiende, a golpes muchas veces, que uno viene a este mundo no a dejar que la vida te pase por encima o por el lado, sino que a vivirla de la forma que te manda tu alma y a cumplir esa misión. En ese momento, te das cuenta que uno no se puede amargar porque el hijo no es el mejor alumno, o porque estás dos kilos más gorda o porque simplemente no te resultó hacer el viaje que querías hacer. Esas son puras complicaciones y ataduras que los seres humanos nos ponemos y por ellas nos hacemos la vida más difícil. Yo me liberé de todo eso. Ahora vivo mucho más liviana.
"Los terapeutas me decían: 'Coco, tú pudiste haber sido una foto para tus hijos. Y no vas a serlo. Te vas a mover, vas a poder caminar, los podrás abrazar y acompañar'. Eso me cambió el switch. Ahora puedo salir a caminar con mi hija a la calle y eso es un regalo".
JOYAS PARA SANAR
En el proceso de entender y asumir esta nueva vida, Camila, la hermana mayor de Coco, se convirtió en una persona clave. Enfermera de profesión, pero reconvertida en terapeuta desde 2007, fue ella quien los primeros días en la clínica comenzó a hacerle reiki con cristales, una terapia que consiste en colocar determinadas gemas en los chakras del cuerpo, para desbloquear emociones. Por eso le llevaba cuarzo ahumado, que según la gemoterapia conecta con la voluntad de vivir; turmalina negra, para sacar emociones que impiden avanzar; cornalina, para inyectar ganas de gozar la vida; ojo de tigre, para enfrentar el desafío espiritual; citrino, para enfrentar frustraciones; cuarzo rosado, para aceptar los cambios; cuarzo verde, para calmar emociones; ágata de encaje azul, para limpiar miedos; amatista, para la claridad, y cuarzo transparente, que sintetiza el don de los otros nueve.
Aunque hasta entonces sabía poco de los cristales, Coco se abrió a usarlos para apoyar su sanación. "Yo veía que mi hermana hacía estas terapias. Ella me había contado que eran piedras que tenían una geometría sagrada, que por su composición mineral en su interior guardan un patrón de orden que ayuda a reordenar la distorsión física, emocional, mental y espiritual que producen las enfermedades. Incluso, un año antes de mi infarto habíamos hablado de hacer una colección de joyas juntas, pero yo no había logrado asimilar el poder sanador que tienen", cuenta Coco, quien tras advertir que sentía calma al usarlos, le planteó a su hermana que quizás este era el momento de hacer una colección de joyas juntas. Así, cuando Coco regresó a su casa, tras una segunda operación donde le colocaron nuevamente el hueso del cráneo, junto a Camila se lanzó a diseñar Lúmina, una serie de brazaletes y collares de bronce que portan alguno de los diez cristales sanadores. La colección la estrenará a fines de mayo en la nueva edición de Ropero Paula.
Para ayudarla a aceptar su nueva vida, Camila, la hermana mayor de Coco, la introdujo en la terapia de sanación con cristales. Por eso, cada pieza de Lúmina, la nueva colección de joyas de Coco Marty, incorpora alguna de estas gemas.
¿Cómo te han ayudado los cristales en este proceso?
Es difícil de explicar. Yo tuve días muy difíciles, donde decía por qué no me morí. Así de doloroso era todo. Me preguntaba por qué estoy viva. Y en la medida que me sentía así, la Camila me hacía reiki con los cristales. De a poco empecé a sentir que me calmaban y así fui entendiendo que son una herramienta que te ayuda a enfrentar un proceso personal muy profundo. En mi caso, me han ayudado a vivir el día con sentido, a estar conectada con lo que me está pasando, a entender por qué me está pasando y a aceptarlo. A aceptar a la nueva Coco y a la nueva familia que tengo, porque en el fondo todo cambió y he tenido que hacer un duelo profundo, consciente y muy largo, donde he pasado por todos los estados. En ese duelo los cristales me han ayudado a aceptar que las emociones que he experimentado son parte de un proceso difícil, pero que puedo asimilar.
¿Qué sentías? ¿Era rabia?
No, fíjate. No tengo rabia, porque rabia de qué. ¿De que me hubiera pasado a mí y no a otra persona? ¿Por qué a mí? Bueno, uno se pregunta por qué a mí, pero en el fondo uno tiene que preguntarse el para qué. El porqué no lo voy a saber nunca.
¿A qué te aferraste en los momentos más duros?
Yo siempre tuve muy buena disposición a la rehabilitación, porque fue como continuar un poco con la rutina de yoga que había tenido por tantos años. Pero también tuve días donde dije, sabes qué, no quiero intentar nada más. Ahí los terapeutas me decían: "Coco, tú pudiste haber sido una foto para tus hijos. Y no vas a serlo. Te vas a mover, vas a poder caminar, los podrás abrazar y acompañar, puedes hablar, disfrutar y pensar". Eso me cambió el switch y me sacó de la disconformidad. Ahora puedo salir a caminar con mi hija a la calle y eso es un regalo, porque ya no fui una foto.
Mirando atrás, ¿qué cosas desechaste de tu primera vida?
Mis ataduras. Hoy día no tengo ninguna atadura de nada. Soy lo que Dios quiso que fuera y chao. Esto es lo que hay y no puedo hacer más. No puedo ponerme a hacer ejercicios ni preocuparme todo el día de esas cosas. Y, la verdad, ya no me interesa. Como que me liberé.
¿Y qué herramientas has descubierto en tu nueva vida?
La conciencia: ser consciente de todo por lo que vivido, de cómo estoy enfrentando la vida día a día, instante a instante es mi principal herramienta, porque me permite vivir feliz. Estoy viviendo el aquí y el ahora.
¿Te has desconocido en cosas que antes eran comunes a ti?
Claro. Por ejemplo, soy de las que le encanta tener su casa linda y todo, pero ya no ando ordenando cojines como loca como lo hacía antes, porque ya no puedo hacerlo, además. Como me liberé, ahora no veo el desorden (se ríe). Al principio mis hermanas llegaban y decían: 'qué atroz lo desordenada que está esta casa' y yo les decía: 'les juro por Dios que no me doy cuenta'. Los primeros meses no me daba cuenta de que vivía en un caos. Ahora que estoy empezando a circular por las piezas, me he preocupado de ordenar un poco.
Ahora que te ha crecido el pelo, te dejaste las canas. ¿Pensaste que lo harías alguna vez?
No, ¡jamás! Yo era una esclava de la peluquería: iba cada tres semanas a teñirme para que no se me escapara una. Ahora que he despejado a qué cosas quiero darle tiempo y a qué no, decidí que no me quiero teñir nunca más. No quiero perder más tiempo en eso.