Mi hijo Lucas fue un niño muy esperado y deseado. Nos costó mucho tiempo lograr el embarazo. Llegamos a pensar que ambos teníamos algún problema de fertilidad, y resultó que después de tres años, cuando ya estábamos un poco cansados de esperar, supimos que nuestro hijo ya estaba muy instalado en mi vientre.

Esta historia es sobre su lactancia. Me pasó que no le di muchas vueltas al tema durante mi embarazo. Soy funcionaria de salud, entonces era muy consciente de la importancia de la lactancia materna para la mamá, para él bebé y para el vínculo entre ambos, lo sabía por los estudios y la evidencia médica. Estuve con sangrados desde la semana 24, así que me dieron licencia y me dediqué a esperar a mi bebé en casa, asistiendo a talleres, haciendo yoga y durmiendo mucho. Disfruté cada momento de mi embarazo y me cuidé mucho, porque con 37 años pensé que era importante hacerlo, por él y también por mí.

Ahora que miro hacia atrás, creo que fui ingenua en ese momento y no me di cuenta de los discursos políticos respecto a la lactancia, el cuerpo de las mujeres y la construcción de género enraizada en la idea de lo materno. Incluso siendo feminista, me preocupe más de la violencia obstétrica que del discurso sobre la lactancia y el apego.

Llegó el nacimiento de Lucas y nunca me había preguntado si deseaba amamantar, porque sentí que era algo natural y lo di por hecho. Pensé que como mamífera full conectada con mis chakras todo fluiría sin otro problema más alláde lo típico: pezones irritados y rotos. Todas las mujeres que conocía y que habían sido madres me lo habían comentado, también me habían dicho que no había nada más hermoso y especial que amamantar a tu bebé.

Lucas salió a este mundo, escaló a mi teta y se agarró de ella. Yo pensé que era el inicio de ese momento especial del que todas me habían hablado y lo vi hacerlo tan bien que no pensé que tendríamos problemas. A los tres días me bajó la leche a chorros y nos estaba costando un poco el acople; ya tenía los pezones agrietados y sangrando. Lucas nunca se despegaba de su teta y yo tenía la impresión de que tenía hambre todo el tiempo. Como tenía que comer cada tres horas según la indicación médica, succionaba 30 minutos por cada lado, luego había que botar los chanchitos durante 20 minutos y cuando se dormía, no alcanzaba a pasar una hora y ya tenía hambre otra vez.

No dormía casi nada, porque después de que él se dormía, iba a curarme los pezones, los tenía que humedecer con leche y dejarlos al aire libre. Estaba muerta. Pasaban los días y seguíamos intentando el acople y que pudiera comer. A los diez días mi producción de leche empezó a bajar. Me asusté porque no me salía casi nada. Buscamos una asesora en lactancia para que nos ayudara, una enfermera muy amorosa, humana, que me escuchó y contuvo mientras lloraba de pena, frustración y susto. Me animó e intentamos varias técnicas hasta que llegamos a la succión poderosa, pero no pasaba nada con la leche.

Lucas tenía hambre, lloraba mientras lo alimentaba y se enojaba porque no salía leche, y yo lloraba de dolor, pena y un montón de emociones, hormonas y pensamientos. Empezó a bajar de peso y decidimos iniciar con leche en formula. Lucas dejó de llorar y por primera vez sentí que se estaba alimentando y que se dormía plácido, con guatita llena y corazón contento. Fue como un tiempo fuera para mí, porque en ese momento de silencio me pregunté ¿qué estoy haciendo? No sabía si deseaba continuar con la lactancia. Me preguntaba si el hecho de dejarla me convertiría en una mala madre. Pensaba que si algún día se enfermaba, sería porque no le di leche. Tampoco sabía qué iba a pasar con el apego.

Todo esto mientras mi lado de mujer, no de mamá, sentía que por fin descansaba. Sentía alivio por no tener dolor en los pechos. También sentía escalofríos, no me había dado cuenta y me había dado mastitis.

Antes del mes de vida hay varios controles médicos, en cada uno me preguntaban por la lactancia y yo me di cuenta de que cada vez que lo hacían, lloraba. Empecé a percibir cómo la frustración se apoderaba de mí. Javier, mi compañero de vida, lloraba junto conmigo porque no podía hacer nada para aliviarme y porque se había dado cuenta, antes que yo, de que esto no me estaba haciendo bien y que no era nada de feliz. Me dijo que no pasaría nada y que Lucas necesitaba amor de su mamá y de su papá y estaría bien. Mi madre también me calmó y me ayudó a callar los fantasmas del mandato de género y los discursos médicos del apego y la inmunidad tan rígidos que me estaban atormentando.

Lo último que hice fue intentar con sulpirida por siete días, sin ningún éxito. Decidí recuperar el gobierno sobre mi cuerpo, compré las hormonas para cortar la poca producción de leche que me quedaba y después de dos meses con mastitis y múltiples antibióticos recupere mis tetas.

Lucas es un niño sano y feliz. Estuvimos encerrados sus dos primeros meses porque como no tuvo leche materna, su pediatra se preocupó por la inmunidad y sugirió que no recibiera visitas. Tampoco estábamos para recibir a nadie más que sus abuelos que también participan de su cuidado y crianza. Porque todo esto ocurre en lo más íntimo. Así llegó la pandemia y terminamos estando encerrados todo su primer año de vida.

Los controles médicos continuaron hasta hoy. Cada vez me siento mejor y más tranquila cuando me preguntan por la lactancia materna. Al principio soporté los comentarios y las miradas que me devolvían los profesionales de la salud y las amistades cuando les decía que no daba pecho, o me veían sacar la mamadera y el frasquito de leche en polvo. Escuché diversos sermones respecto a la lactancia materna: “lo ideal es que de pecho”, me decían. Incluso una vez me dijeron que envenenaba a mi hijo porque la leche en fórmula tiene endulzante, que lo iba a hacer adicto al azúcar. También me decían cosas como: “lo que pasó es que no tuviste una buena asesora de lactancia”, “¿por qué no me llamaste?”, “¿cuánto bajó de peso?”, “¿intentaste con la cánula en la mama?”. Recuerdo que ese fue el último comentario que soporté antes de que me volviera intolerante frente a personas que me juzgaron. Mi respuesta ofensiva después de eso fue decir que la lactancia estaba sobrevalorada, que hay niños con lactancia materna exclusiva que se enferman. Hasta que finalmente decidí no dar explicaciones y solo tener una actitud de leona con mi cachorro.

Mientras escribo se me inundan los ojos de lágrimas de recordar y ordenar todas las emociones de esos días. Ha pasado un año desde entonces, y creo que esos discursos no han cambiado mucho. En países como Francia, después del parto, le preguntan a las mujeres cómo desean alimentar a su hijo. Si usará fórmula o leche materna. En Chile, bajo la política de favorecer por sobre todo la lactancia materna, se presenta una enfermera, te pide que le des teta a tu hijo y supervisa si lo haces bien. Nadie te pregunta si es la alimentación que escogiste. Los discursos dicen que el apego está ahí, que el dolor no importa y que incluso debes alimentarlo con los pezones agrietados; te retan cuando no lo haces como si fueras una niña, te toman el pezón y se lo introducen a tu bebé. Tu cuerpo parece no ser tuyo, pareciera que ya es de otro y de otros.

Pareciera también que la vida de tu cría depende solo de tu leche y que eso está por sobre la alimentación (en cualquiera de sus formas) y el amor que puedas entregarle. Lo cierto es que además de los beneficios de la leche materna en el bebé, el sistema inmunológico del bebé también se fortalece de otras formas, es el amor el que lo hace fuerte y el que beneficia a la madre, la cría y padre.

Criar a Lucas ha sido una experiencia increíble. Todo lo que nos pasó favoreció que el papá, Javier, también pudiera estar a la par en la alimentación de nuestro hijo, asumir turnos de la noche y cuidar el nido. Lucas nunca extrañó el pecho, amó su mamadera y decidió dejar la leche a los once meses. Aprendí tanto de mí misma gracias a esta experiencia, y cuando pienso en tener otro hijo, pienso en todo lo vivido y aun no decido si deseo o no amamantar. Y es que de eso se trata, de que cada una pueda escoger como vivir su maternidad.

Anny tiene 38 años y es mamá de Lucas, de un año.