Tibiamente en febrero, el comercio empieza a anunciar que se aproxima marzo, con todo lo que implica: las vacaciones se terminan, volvemos a clases, a nuestros trabajos. La guata se nos aprieta: volvemos a la rutina. El día antes, nos cuesta conciliar el sueño, estamos malhumoradas o ansiosas. Algo nos pasa.
Volver a la rutina resulta difícil. Habituarnos a lo que dejamos de hacer por un tiempo requiere de paciencia y disciplina. Retomar la vida cotidiana con todo lo que implica, a veces genera trastornos del sueño y de la alimentación, cansancio, hace que nos sintamos incapaces de cumplir con los horarios.
Y es absolutamente esperable que ocurra luego de haber estado una, dos o tres semanas haciendo cosas diferentes; durmiendo hasta tarde, comiendo distinto, incorporando siestas, moviéndonos de un lado a otro. En vacaciones ningún día se parece al otro. Muy lejos de lo que conocemos como rutina.
¿Pero por qué nos cuesta o incluso en ocasiones despreciamos la rutina?
Esta palabra nos remite a “fome”, “más de lo mismo”, sin embargo, la rutina también presenta bondades, sobre todo en nuestro cerebro y por tanto, en nuestra cotidianidad.
Pareciera de sentido común que mantener ciertos hábitos saludables como dormir lo que el cuerpo necesita, moverse, tener espacios de socialización pero también propios, mantenerse cognitivamente activa, son sugerencias que le daríamos a cualquier persona que queremos. Y eso, precisamente, refiere a rutina.
Pensemos, por ejemplo, en los niños. Cuando cambiamos sus horas de comida o de sueño ¿qué pasa? Lloran, a veces se descontrolan y cuesta tratar con ellos. Los adultos no somos muy distintos. Cuando abandonamos nuestras rutinas, experimentamos un profundo desgaste mental, nuestra energía se fuga y nos sentimos en deuda con los demás y con nosotros mismos. Todo se vuelve desordenado y nos cuesta poner las cosas en su lugar.
La rutina es una repetición mecánica de acciones que, con el pasar del tiempo, no pensamos, sólo hacemos: me levanto todos los días a cierta hora, me ducho, tomo el transporte, llego donde tengo que llegar ¿Pensé en todo eso que hice antes de sentarme a trabajar? Lo cierto es que no lo pienso, no lo decido, simplemente lo hago, y en esa rutina, no invierto energía.
Cuando creamos hábitos, y por lo tanto, los hacemos parte de nuestra rutina, tenemos una mayor sensación de control, sabemos más o menos qué va a pasar. Funcionar en “piloto automático” economiza energía, pues automatizamos acciones diarias que no requieren de mayor atención y eso nos regala más tiempo para asuntos que pueden ser más placenteros o interesantes. Nos ayuda a organizar nuestra vida cotidiana.
Creando rutinas, también decidimos la vida que queremos llevar. Así lo adelantó Pitágoras con su célebre frase “elige la mejor manera de vivir; la costumbre te la hará agradable”. y es que cerca del 50% de las cosas que hacemos en nuestro día a día son hábitos, por eso nos resultan tan sencillas, porque además están relacionadas con ciertas motivaciones que nos provocan bienestar.
Entonces ¿cuáles son las bondades de la rutina? Nos provoca la sensación de integración, de continuidad, de controlar nuestros tiempos, lo que nos da tranquilidad y por tanto, nos sentimos mejor.
¿Cómo hacerlo? Procurando poner atención en lo que comemos, en los horarios, manteniendo nuestro entorno agradable (por ejemplo, salir de casa con la cama hecha, a muchas personas les provoca sentirse bien), moviéndonos, haciendo una actividad intelectual, divirtiendonos y durmiendo bien.