Hace poco me quedé esperando guagua; mi segundo embarazo después del primero en el que todo había salido perfecto, a tal punto, que en algún momento sentí ese miedo extraño que nos da cuando todo funciona demasiado bien, esa sensación de que nada puede ser tan perfecto y que en algún momento va a fallar. Recuerdo que por esos días una amiga me dijo que en los embarazos lo normal es que todo sea normal, y aunque pueda sonar obvio, me hizo sentido y me tranquilizó bastante.
Ser mamá me cambio la vida mucho más que en 180 grados, creo que di tantas vueltas que finalmente en muchos ámbitos me convertí en otra persona. Nunca fui muy guaguatera, ni mucho menos maternal, creo que todavía no lo soy, sólo con mi hijo. Cada día que despierto y miro a Federico mi corazón se agranda, mi vida tiene más sentido, mi fuerza es más potente. Siento que por él podría hacer cualquier cosa. Pero también desde que nació he sentido que mis miedos son más profundos, mis angustias más permanentes y mis ganas de llorar más constantes.
Con todo, con Benjamín mi marido, decidimos tener un segundo hijo, un hermano para Federico. Al igual que la primera vez, me quede esperando guagua rápido, en un par de meses. Nuevamente tuve esa sensación de suerte. A las ocho semanas, después de haber escuchado latir su corazón, empecé a sangrar. Me dijeron que era normal, que hiciera reposo (lo es, por si a alguien más le pasa). Pero al par de días la sangre no paró y el dolor se hizo muy intenso, de contracciones. Llegué a la clínica a confirmar lo que en mi interior ya sabía: Había perdido la guagua.
A pesar de eso, fui una privilegiada; en poco rato recibí una atención excelente, con mi doctor muy presente. Me hicieron un legrado casi inmediato, mi marido me acompañó y cuidó durante todo el proceso, y al día siguiente, volví a mi casa a ver a mi hijo que me estaba esperando con sus ojos perfectos, llena de mensajes de ánimo, de tortas y flores, de amigos y familia. La sensación de suerte nunca se fue. A pesar de todo, no era mi primera guagua, no llevo múltiples intentos de embarazo, no pasó nada “grave” –solo la naturaleza haciendo lo suyo–; no tuve dolor por mucho rato, tuve el apoyo y amor incondicional de mi marido, estuve siempre bien atendida y súper acompañada.
No sé si fue ese contexto de contención o el hecho de que todo pasara tan rápido, pero ahora tengo una sensación extraña; como si esto le hubiese pasado a otra persona, como si yo hubiese sido simplemente la espectadora de una película. También pienso que a veces frente a estas situaciones, uno se “anestesia”, lo vives sin pensarlo ni sentirlo mucho. A veces incluso me sorprendo, porque ahora que ha pasado un mes, recuerdo esos días de una manera mucho más fría de lo que habría imaginado. No es que no sienta tristeza. No estoy mal, pero tampoco muy bien. Siento algo que no es una pena desgarradora, algo que me cuesta ubicar en un espectro de sentimientos. Para mí, que soy ultra planificada y organizada, que un proyecto tan permanente y a largo plazo se desarme así de rápido, es demasiado extraño. Muchas veces me siento un poco ridícula por pensarlo tanto, precisamente porque no estoy con una pena desgarradora. Por otro lado, no dejo de sentirme afortunada.
Creo que toda esa mezcla de sentimientos es parte de ser mamá. También creo que es bueno buscar el tiempo de pensar, de sentir, de conversar, de escribir, en mi caso. Quizás nunca voy a poder definir este sentimiento, ubicarlo, pero eso no quiere decir que no lo sienta. Y, por muy abstracto que sea, conversarlo lo hace un poco más real, más llevadero.
Emilia Benítez Silva tiene 31 años, es periodista y mamá de un hijo de 1 año y 10 meses.