Lipotour en Buenos Aires

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Catherine Ruz, una ejecutiva chilena de 26 años, decide hacerse una laserlipólisis para bajar de la talla 42 a la 38. Decide operarse en Buenos Aires porque le sale más barato. Parte sola a Argentina. Y nosotros la seguimos. Ésta es su aventura de compras y cirugía.




Catherine Ruz toma el teléfono decidida. Quiere hacerse una lipoescultura. Tiene el recorte de un aviso publicitario de la empresa argentina Compañía Dermoestética sobre su escritorio. Sentada en una oficina de un moderno edificio del barrio El Golf, marca el número. La voz al otro lado de la línea le dice que la entrevista de evaluación es gratis. Catherine pide hora. Carla (30), una de las dos ejecutivas que trabajan al mando de Catherine en el área de ventas, le dice a su jefa: "Voy contigo. Quiero arreglarme las pechugas".

Al día siguiente, a la hora de almuerzo, las dos amigas parten juntas a la evaluación médica. "¿Qué se quieren hacer?", les pregunta con acento trasandino Patricia Arias, gerente general en Chile de la empresa que tiene su base central en Argentina. Catherine le dice que se siente gorda con su metro 63 y su talla 42, pero más que bajar de peso quiere bajar de talla. Su objetivo es aplanar el estómago, sacarse un rollo de la espalda y esculpirse una cintura. El problema de Carla es otro. Después de tres lactancias consecutivas sus pechugas adelgazaron y se le cayeron. Quiere firmeza y volumen. Patricia les asegura que todo eso es posible. Un médico las verá inmediatamente.

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Catherine está en calzón y sostén mientras el doctor le explica que para sacarse la grasa que le molesta deberá someterse a una lipoescultura láser en siete zonas del cuerpo, desde los muslos hasta la parte alta del torso. "Si me hubiera dicho que eran 15 zonas me hubiera dado lo mismo. Lo que yo quería era quedar flaca", dice Catherine después. A Carla, el médico le dice que, además de ponerle implantes de 355 cc en cada pechuga, será necesario recortarle los pezones para subirlos.

Ya vestidas, las amigas se enfrentan a los precios. Patricia, la gerente les explica que si se operan en Santiago con los médicos de Dermoestética la cirugía de Catherine cuesta un millón 800 mil pesos y la de Carla –que además se entusiasmó con una lipoescultura láser en el estómago, la cintura y la espalda– tres millones y medio. Les parece demasiada plata. Inmediatamente, Patricia les muestra un presupuesto cuarenta por ciento más bajo. Sólo que en vez de operarse en Chile tendrán que hacerse la cirugía en Buenos Aires. El mismo médico que las controlará en Chile antes y después de la operación será quien tomará el bisturí en la capital argentina. Es una propuesta que Carla y Catherine no pueden rechazar. Aunque ellas tendrán que pagar los pasajes y el alojamiento, ahorran de todas maneras: medio millón y un millón de pesos, respectivamente.

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"Te plantean que si ya estás decidida para qué vas a esperar. Yo, que trabajo en ventas, te puedo decir que esta gente es súper hábil porque cierra el trato al tiro", dice Catherine más tarde. Las amigas se entusiasman tanto que ni siquiera cotizan en otra parte. Patricia está ante dos clientas entregadas: "¿Se operan en una semana más? ¿En dos?", les pregunta. Las amigas deciden que se harán la cirugía dentro de quince días. El 20 de agosto entrarán a pabellón. En Buenos Aires, por supuesto.

Bailemos tango

Tras la visita a la compañía de cirugía plástica pasa lo siguiente: 1) Catherine se acuerda de que Margarita, una amiga azafata, se operó hace poco la nariz en Buenos Aires, así es que la llama. La chica contrató los servicios de Compañía Dermoestética y está contenta con el resultado. 2) En un cumpleaños, Catherine conoce a una amiga de Margarita que viene llegando de Buenos Aires enfajada, adolorida y feliz tras una lipoescultura láser con la misma empresa en una clínica de Palermo. 3) Catherine y Carla pagan sus operaciones con nueve cheques.

Pero Catherine debe posponer su viaje. En la oficina le dicen que ella y Carla no pueden ausentarse de la empresa al mismo tiempo. Carla viaja sola a Buenos Aires, donde la esperan su mamá y una tía. Se opera con anestesia local y en forma ambulatoria en una clínica de Palermo. Se recupera en un hotel y vuelve a Santiago enfajada, acinturada y con unas pechugas que crecieron desde la copa A a una fabulosa copa C que exhibe ante sus compañeras apenas llega a la oficina. Les confiesa que el cuerpo le duele espantosamente, pero está fascinada con el resultado.

–Estás regia. Me muero por partir– le dice Catherine a su amiga.

Tres semanas después, Catherine llega corriendo al aeropuerto. Son las 11:30 de la mañana del 21 de septiembre y su vuelo a Buenos Aires está a punto de salir. Catherine se atrasó porque trabajó hasta el último minuto, aunque se había tomado el día libre. Hace cuatro meses aceptó la misión de formar un área nueva en la compañía y dice que el tiempo no le alcanza ni para ir al gimnasio. Es soltera, relacionadora pública a punto de terminar un magíster en Marketing y vive con sus padres. Los fines de semana maneja su propia empresa de mantención de áreas verdes.

En el avión toma un respiro. Es su primer viaje a Buenos Aires. Antes del despegue suena su celular. Es su amiga Vanessa, que le desea buena suerte y que vuelva regia. También la llaman Denise, Mariana y Angelita. Lesly, su hermana, es la última que alcanza a comunciarse con ella antes de que la azafata ordene apagar los celulares. "Esto es como ir a un partido de fútbol. Todos te desean suerte", dice Catherine. "Lo asumo como un desafío. Después igual tengo que hacer dieta y ejercicio para mantenerme. Pero vale la pena. Sin la operación me demoraría un año en estar como quiero. Con la lipo voy a estar flaca para el verano. Voy a adelantar el proceso. Me conformo con una o dos tallas menos".

Un azafato francés se acerca a ella, directamente a ella, que está sentada en el asiento del medio de la fila del medio del avión.

–¿Conoces un buen lugar para bailar salsa en Buenos Aires?– le pregunta a Catherine en un coqueteo abierto.

Ella se ríe sin contestar. Es su forma de decirle que no está interesada.

–Mira cómo te piropean –le comentamos.

–Yo creo que es porque tengo buenas pechugas. Los rollos los disimulo con la ropa.

–Cuéntame, ¿qué pasa si vuelves a Chile y no te gusta cómo quedaste?

–Me dijeron que si no me gustaba cómo quedaba me podían hacer un retoque después de un tiempo, pagando un adicional, no sé de cuánto. Tampoco pregunté qué pasaba con mi plata si me arrepentía de operarme. La verdad es que ni se me pasó por la cabeza porque he visto que que mis amigas han quedado contentas. Confié ciento por ciento.

La talla futura

Apenas deja su maleta en un hostal de Palermo, Catherine parte en taxi a la Avenida Santa Fe. Son las cuatro de la tarde. Su plan es aprovechar el día y medio que tiene antes de la cirugía para conocer la ciudad y salir de compras. Calcula que con el medio millón de pesos que ahorró al operarse en Buenos Aires en vez de en Santiago tiene de sobra para las compras.

Catherine se fija en un vestido blanco con grandes flores café. Entra a la tienda. Con el vestido en la mano se acerca a la vendedora, una argentina rubia y delgada:

–Este vestido es talle cero. ¿A qué corresponde el talle cero?– le pregunta.

–A un extra small.

–¿Y qué talle crees que tengo ahora?

La vendedora la mira, calcula. –Un talle dos– responde.

–Entonces me voy a probar un talle cero –dice Catherine– Es que me vengo a operar entera, me voy a hacer la lipo y voy a quedar flaca, tan flaca como tú–.

–Mirá vos. Yo también me quiero operar. Estoy juntando plata para levantarme los párpados en el verano– dice la vendedora.

Catherine se prueba el vestido, un modelo cruzado y elasticado. Se mira al espejo. La talla cero le cabe perfectamente.

–Pucha, me cabe, pero se me ve el rollo de la espalda. No importa. Me llevo el vestido igual. El rollo va a desaparecer.

Una blusa y una polera después, Catherine termina su día en Palermo Viejo, en el restorán La Cabrera, un lugar de moda donde hay que hacer cola para entrar. Después de estudiar el menú pide una copa de vino tinto, un bife chorizo y una ensalada de palta y palmitos. "Ah, y papas fritas", le dice al mozo. "Esto es como la última cena", dice Catherine. "Después me tengo que empezar a cuidar". A las 11 de la noche se va a dormir a su hostal, una parada de mochileros que encontró en internet. Le cobran 30 dólares por cinco noches en una habitación individual con baño compartido. Allí tendrá que recuperarse de la operación ambulatoria.

Al día siguiente, a las 11 de la mañana, Catherine parte en taxi a La Recoleta. Pasa frente al café La Biela, mira el cementerio desde fuera, porque no le gustan los cementerios, y avanza por la Avenida Alvear. Entra a una tienda de aire industrial. Empieza probándose una polera roja, una pollera blanca, un chaleco verde militar y una blusa de gasa. Con su lipo en perspectiva se compra ropa que le queda justa o chica. Después de pagar, se sube con dos bolsas llenas de ropa a un taxi que la lleva al Obelisco y a la Casa Rosada. Almuerza pasta en un restorán italiano del centro y mientras paga se da cuenta de que está a punto de llover. Decide seguir vitrineando bajo techo, en las Galerías Pacífico. En el centro comercial, Flavia y Valeria, dos vendedoras de una tienda de cinturones, hablan entre ellas sobre bajar de peso. Catherine les cuenta que está en Buenos Aires para hacerse la lipo.

–¿En serio? ¿Cuándo te operás?– le pregunta Flavia.

–Mañana–.

–¡Qué suerte! Yo también necesito una lipo, pero no tengo plata. Tendría que agarrar una motosierra y cortarme las caderas– dice Valeria.

Catherine sale de la tienda con un cinturón nuevo.

–Buena suerte. Volvé a mostrarme cómo quedaste– alcanza a decirle Valeria.

Sábanas rojas

El día de la operación Catherine se levanta a las once de la mañana y parte a La Recoleta a cambiar una blusa que compró el día anterior. La tela estaba rasgada. A la una y media está de vuelta en el hostal. Mete en una bolsa los exámenes médicos que se hizo en Chile, una faja y su carné de identidad. Está lista. La encargada del hostal le avisa que el taxi de la empresa de cirugía plástica la espera en la puerta.

–Tan, tan, tarán –canta Catherine en tono funerario. Dice que es en broma. Que no está nerviosa. Quiere operarse luego. El taxi es un Peugeot viejo que huele a cigarrillo. En vez de llevarla a la clínica de Palermo donde operan a la mayoría de los pacientes de Compañía Dermoestética, el chofer la conduce al Sanatorio Agote, en La Recoleta. Catherine no pregunta por qué hubo cambio de planes. El sanatorio parece un hotel. El lobby tiene piso de mármol blanco y sofás de cuero negro. "Ah, qué bien", dice Catherine al entrar. "Esto huele a clínica. Me da confianza".

En el lobby Catherine conoce a Viviana Blanco, la coordinadora internacional de la empresa de cirugía plástica. Suben juntas a una pieza de hospitalización, en el cuarto piso. Arriba, Catherine se pone una bata de hospital. El doctor Edgar Samaniego, el médico ecuatoriano que la controló antes en Chile, entra a la pieza. Con un plumón rojo marca las zonas que intervendrá en el cuerpo de la paciente. "Por favor, doctor, deme un analgésico bien fuerte después de la operación. No quiero que me duela", le pide Catherine. El médico le dice que no se preocupe.

"¿Cuánto tiempo durará la cirugía?", le pregunta Catherine al médico. "Cerca de dos horas y media. Después vas a pasar unas tres horas en recuperación. Cuando te sientas bien vas a poder volver a tu hotel", le contesta el doctor. Sobre una camilla, camino al quirófano, la paciente sonríe. No dice nada. Se despide de Viviana haciendo una seña con la mano.

Seis horas después de entrar al quirófano, Catherine despierta mareada en su habitación. Aprieta el botón para llamar a la enfermera. La enfermera no viene. Catherine no puede seguir esperando, tiene que ir al baño. Se levanta y camina sola. No se da cuenta de que deja un rastro de sangre en el piso. De ida al baño y de vuelta. Con esfuerzo se sube a su cama nuevamente. Sólo entonces nota que está sentada en un charco de sangre.

Aparece la enfermera.

–Por favor, ¿me podría cambiar las sábanas?– le pide Catherine.

–¿Para qué? Si en cinco minutos vas a estar igual– le contesta la enfermera.

–Es que estoy empapada– dice Catherine.

Como el equipo de Paula que observa la escena pone mala cara, la enfermera se lleva las sábanas ensangrentadas en una bolsa de plástico. Una mucama pone sábanas limpias en la cama. El sangramiento es normal después de una lipoescultura láser porque las pequeñas incisiones que se hacen en la piel quedan abiertas, sin puntos, para que drenen. Catherine no sabía que el sangramiento iba a ser tan abundante, pero no está asustada.

Son las ocho y media de la tarde. Según el procedimiento habitual en la empresa de cirugía estética, ella debería volver a su hotel. Pero el médico que la operó no la da de alta. "Como viajó sola es mejor que se quede", dice el doctor.

Antes de quedarse dormida en el sanatorio, Catherine vuelve a empapar la cama de sangre. La mucama cambia nuevamente las sábanas. Durante la noche debe cambiarlas cuatro veces más. Catherine está contenta de no haber tenido que pasar esa noche sola en el hostal.

A las nueve de la mañana el médico visita a su paciente y le revisa las catorce incisiones que le hizo al operarla. Once cicatrizaron solas. Tres siguen sangrando, una de ellas, profusamente. "Lo más probable es que sigas sangrando hasta mañana al mediodía", le dice el doctor. "Ahora te voy a dar de alta. Descansa en tu hotel y, si te sientes bien, en la tarde puedes salir a caminar. Te hace bien caminar, porque te ayuda a drenar el líquido de anestesia y la sangre por las heridas".

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Catherine se pone su faja. Una vez vestida con un buzo, camina con paso vacilante hasta el espejo del baño. Todavía está mareada. "Me siento machucada", explica bajo los efectos de los analgésicos. Se levanta el polerón y mira por primera vez su cintura. De frente. De lado. Es un perfecto reloj de arena.

"¡No lo puedo creer! Y eso que estoy toda inflamada", dice fascinada. Entonces se da cuenta de que en su pantalón de buzo crece una mancha de sangre. Es la herida del muslo izquierdo. Catherine llama a la enfermera.

–¿Por favor, me puede cambiar este apósito antes de irme?– le dice.

–¿Para qué? Si en cinco minutos vas a estar igual –le contesta la misma enfermera de la tarde anterior.

Postoperatorio en San Telmo

Sin cambiarse los apósitos, Catherine se sube al taxi. Le cuesta doblar el cuerpo para sentarse. "Me siento como si me hubieran tirado al suelo y me hubieran agarrado a palos", dice camino al hostal. Cuando llega a su habitación se sienta en la cama. Cuenta los apósitos que le dieron de repuesto en el sanatorio. Cinco. No son suficientes. Incapaz de salir de nuevo a la calle, le pide al equipo de Paula que vaya a la farmacia a comprarle más apósitos y tela adhesiva.

Después de curarse con povidona las tres incisiones que siguen sangrando, Catherine duerme hasta la una de la tarde. Despierta con hambre. Almuerza pasta en un restorán del barrio. Dice que se siente bien y quiere aprovechar la tarde de domingo para ir a San Telmo. En el asiento del taxi intenta acomodarse lo mejor posible. "Sentada me duele un poco la espalda", dice mientras el taxista avanza sobre los adoquines de las calles que rodean la plaza Dorrego.

De pie Catherine se siente mejor. Camina despacio entre los puestos de antigüedades hasta que se da cuenta de que su buzo, un nuevo buzo, está manchado de sangre. Es su muslo izquierdo nuevamente. Por eso y por el cansancio, decide tomar un taxi al hostal. En el camino le pide al chofer que se detenga en una farmacia, donde compra más apósitos y dos paquetes de toallas higiénicas. Se mete al baño de su alojamiento. Sobre cada herida se pone un apósito chico, encima uno grande y sobre éste una toalla higiénica. Todo bien afirmado con tela adhesiva. Confía en que eso mantendrá la sangre a raya.

Un día y medio después, el martes a las doce de la tarde, Catherine está de vuelta en Santiago. Aparece radiante y maquillada frente al edificio donde trabaja. Avanza con paso rápido sobre una botas taco aguja de siete centímetros de altura. Lleva un nuevo corte de pelo, escalonado, y una falda café que se compró a última hora en Buenos Aires.

"Mi plan era venirme directamente del aeropuerto a la oficina, pero la ropa se me manchó con sangre y tuve que pasar a mi casa a cambiarme", explica en el ascensor del edificio. Han pasado tres días desde su operación y una de sus heridas sigue sangrando, pero ella no está preocupada. El médico la controlará el jueves. Luego se someterá a diez sesiones de drenaje linfático en la misma empresa de cirugía estética. "Ahora como que me está doliendo más", reconoce Catherine. Apenas entra a la oficina, la recepcionista sale a abrazarla. Siguen las dos ejecutivas que trabajan a su mando. "¿Cómo te fue? ¿No te duele?", le pregunta Carla. "Estoy machucada", contesta Catherine. "Muestra, muestra", dice Claudia, la otra ejecutiva, Catherine se levanta la polera y luce su cintura enfajada. Ya bajó una talla. En un mes más, cuando disminuya la inflamación, espera bajar otra. Claudia (35), la más alta y flaca del grupo, la mira con la boca abierta. "Quedaste regia", le dice. Se entusiasma tanto con los resultados que pide una entrevisa de evaluación para operarse. Quiere ponerse implantes de pechuga y hacerse una laserlipólisis en la espalda. Ya está todo listo. Viajará a Buenos Aires en noviembre.

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