Lo que la alienígena azul de El quinto elemento me enseñó sobre la belleza

Plavalaguna



La primera vez que vi El quinto elemento (1997) de Luc Besson, tembló. Fuimos con un amigo a un cine que quedaba en Apoquindo: él con muy bajas expectativas, yo con muy altas. Nos instalamos con nuestros huevitos de almendra en dos butacas de cuero al final de la sala, a esperar que empezara. Yo coleccionaba revistas de cine y quería ver esta película de ciencia ficción desde que supe que se estrenaría; estaba ambientada en la Nueva York del siglo XXIII y prometía mezclar tecnología con misticismo y acción con romance. Estaba protagonizada por Milla Jovovich y Bruce Willis, con diseño de vestuario a cargo de Jean Paul Gaultier y música de Éric Serra. Es decir, prometía.

Apenas comenzó una secuencia en el antiguo Egipto, donde aparecían sacerdotes y aliens llegando a un acuerdo por cuidar la paz del mundo, supe que mi amigo la iba a odiar y yo la iba a amar. Y así fue. Mientras él dormía, yo me iba maravillando con esta historia rara y divertida que escondía un discurso sensible y amoroso. Cuando llevábamos diez minutos de proyección yo estaba con la boca abierta, absorbiendo cada una de las escenas, cuando de pronto un movimiento remeció todo el edificio. Mi amigo se despertó, echó una mirada alrededor y volvió a dormir. El temblor -que hizo que algunos se fueran de la sala-, fue también para mí una remezón interna.

Me obsesioné con cada una de las tomas de la película. Me fascinó la idea de un futuro caótico, repleto de basura y tecnología, que Nueva York fuera una ciudad colapsada por la polución y sus altísimos rascacielos se hubieran elevado sobre una nube de smog en vez de hacerse cargo del problema. Los humanos eran en El quinto elemento, seres estúpidos y responsables del desastre. Y esto hacía que hacía que la película fuera bonita, absurda y dura con nosotros como especie al mismo tiempo.

Sin embargo, no todo estaba perdido. En este futuro todavía quedaban huellas de un pasado análogo, como el puesto ambulante de comida asiática flotando en medio de la ciudad y como algunas señas de humanidad, fe y buena voluntad de los personajes, pero lo cierto es que el mundo entero estaba al servicio de grandes corporaciones e intereses individuales. Por eso era tan importante que, debajo de toda la acción, delirio y propuesta estética hubiera una bonita historia de amor. El amor le devolvía a los personajes -y a la humanidad- una razón por la que valía la pena vivir.

Cuando leí que Luc Besson venía escribiendo esta historia desde que tenía 16 años entendí por qué era una película tan entretenida: se trataba del sueño de un adolescente hecho realidad con el presupuesto de una super producción de Hollywood. Así, su creador se dio el lujo de trabajar con quien quiso y se nota que lo pasó bien haciéndolo. Antes de elegir a Milla Jovovich como su protagonista, Besson realizó un casting con más de 1.000 actrices y cuando por fin la eligió, junto a ella inventaron un lengua de más de 400 palabras que LeLoo (el personaje de Jovovich) hablaría.

El director trabajó codo a codo con el diseñador Jean Paul Gaultier para definir la identidad de cada uno de sus personajes a través de sus vestuarios, peinados y maquillajes. Además, puso especial énfasis visual y simbólico en una secuencia en donde las fuerzas del mal y del bien se reúnen para enfrentarse. Esto ocurre a bordo de un lujoso crucero espacial donde Besson quería que -como espectadores- nos hiciéramos conscientes del valor de nuestro planeta. Y para esto creó a uno de los personajes más emblemáticos de la película: la Diva Plavalaguna, quien carga con las cuatro piedras que pueden salvar o destruir al mundo.

En la escena principal del crucero, que ocurre en un enrome teatro, aparece por primera vez caminando muy lentamente sobre el escenario esta alienígena de color azulino, vestida con enigmático vestido (tan plástico como orgánico) del que salen unos misteriosos tubos. Siempre me han maravillado las mujeres altas, pero Plavalaguna además de ser muy alta era completamente calva y de manos enormes: un ser tan femenino como masculino, de belleza tan clásica como irreverente que se transformó inmediatamente para mí en un referente al que yo podía aspirar siendo una adolescente insegura e inconforme con mi cuerpo.

No sólo fue su belleza la que me asombró, sino que el efecto que producía en quienes la veían en escena. Quienes asisten a la ópera en la película se quedan mudos viéndolas. Y fue efectivamente así en la grabación. Hace poco leí que Luc Besson guardó los detalles de esta escena en secreto para todos los actores que participaban: ninguno había visto a Plavalaguna antes en ningún ensayo, desconocían por completo la voz y el aspecto que tendría la diva antes de empezar la actuación que se grabó en el teatro de la opera de Londres, Luc Besson les comunicó a sus actores que iban a presenciar una actuación de una cantante muy especial y les pidió que fuesen espontáneos y dejasen aflorar sus sentimientos. De modo que, cuando en la película se abre ese magnifico telón, la cara de sorpresa, admiración y fascinación de todos los presentes, es real.

Creo que esa fluidez entre géneros y especies que representa Plavalaguna, su altura y su extrañeza, marcó un precedente importante para aceptarme. Su figura alta y poco convencional influyó en el proceso amigarme con lo que entiendo por feminidad y belleza hoy. Y es que más que estar asociada a un cánon, para mí ser bonita pasa principalmente por ser auténtica. Y mostrarse al mundo de esa forma, que siempre evoca algo más grande que nosotras. Por eso creo que lo que dejó con la boca abierta a los actores del público de la ópera fue que esa mujer enorme, calva y andrógina representaba no sólo a una cantante, sino que también al planeta Tierra: azul, grande e imponente, pero al mismo tiempo frágil y misteriosa.

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