Isabel Allende: los 100 años de mi padre

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Ramón Huidobro primero fue el padrastro y luego el entrañable papá de la escritora Isabel Allende, quien escribe sobre esta relación con él, ahora que cumple 100 años. "El tío Ramón asegura que yo jamás deseé su muerte, que ese cuento lo inventé, como tantos otros. No tiene memoria para lo malo, pero yo puedo marcar en un calendario la fecha en que se me pasó la pica y me rendí al cariño por él".




Paula 1205. Sábado 30 de julio de 2016

El universalmente conocido tío Ramón cumple sus primeros 100 años, sano, en sus cabales y con sus cejas de Mefistófeles intactas. No tengo recuerdos de una vida sin él. Al resumir lo que significa para mí, pido disculpas a los otros hijos, a los nietos, bisnietos, cientos de parientes y amigos, por acaparar a este Ramón Huidobro y hablar de él en forma muy subjetiva.

En los años 50, cuando llegó a vivir con nosotros en la casa de mi abuelo, el tío Ramón era un tipo flaco, bigotudo y a mi parecer horrendo, pero yo era una chiquilla celosa que no quería compartirlo con mi madre; tal vez no era tan feo después de todo. O tal vez ha mejorado con el tiempo, porque ahora es francamente guapo. Mi madre, Panchita, había logrado anular su matrimonio con mi padre, a quien no volvimos a ver, y había sido amparada con sus tres hijos por mi abuelo. Cuando el patriarca supo de ese pretendiente de Panchita, el menos conveniente de todos, porque era casado y con cuatro hijos, decidió salir al encuentro de los chismes y lo invitó a vivir bajo su techo, en la calle Suecia. El tío Ramón llegó a instalarse con María Eliana, su hija mayor, Juana María, la nana que lo había criado y era la única que podía limpiar sus trajes y planchar sus camisas, y un refrigerador monumental. Le tomé pica altiro y la pica me duró más o menos 10 años. Me molestaba que durmiera con mi madre, cantara boleros, fumara, fuera mandón y se burlara de nosotros, los niños. Me cargaban sus chistes y juegos de palabras. Él me apodó cara de máquina aplanadora, porque yo andaba siempre huraña. Además, el tío Ramón era generoso y alegre; esos eran defectos en mi sobria familia materna.

El tío Ramón asegura que yo jamás deseé su muerte, que ese cuento lo inventé, como tantos otros. No tiene memoria para lo malo, pero yo puedo marcar en un calendario la fecha en que se me pasó la pica y me rendí al cariño por él, que, a pesar de mi resistencia, había ido creciendo dentro de mí como una planta tenaz. Fue ese día de 1965 cuando llegué con mi hija Paula al apartamento de él con mi madre en Ginebra. Paula iba a cumplir 2 años, tenía modales de dama victoriana y hablaba correctamente. Enfiló en línea recta adonde el tío Ramón, lo tomó de la mano y le dijo: "acuéstate con esta". Y entonces vi la expresión de inmensa ternura y la sonrisa enamorada de ese abuelo con su primera nieta. La infatuación fue mutua y hasta el último día consciente de Paula. Todavía no se puede mencionar su nombre frente al tío Ramón sin que se ponga a llorar.

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Pero me estoy adelantando mucho. Hay tanto que contar de estos 100 años, que no sé por dónde empezar. Lo han celebrado sus colegas que aún viven y se han conmemorado sus éxitos de diplomático, se ha mencionado cómo sirvió lealmente a Chile hasta que el 11 de septiembre de 1973, cuando siendo embajador en la Argentina renunció a la carrera que había comenzado cuando era un chiquillo de 17 años. Chile ya no era la república que había representado con orgullo, era una dictadura de la que él no podía ser parte, como dijo. Entonces comenzó el exilio para él y mi madre, como para la mayoría de sus amigos y tres de sus hijos. Nunca oí al tío Ramón quejarse de algo. Es un optimista invencible, agradecido a la Argentina y a Venezuela que lo acogieron, a las oportunidades que ha tenido y a la vida en general. Dice que no cambiaría su destino por ningún otro y que no se arrepiente de nada. Esta declaración siempre me pareció de una soberbia fenomenal, pero ahora, en su centenario, comprendo que es la mejor manera de existir y trato de adoptarla.

"En los años 50, cuando llegó a vivir con nosotros, el tío Ramón era un tipo flaco, bigotudo y a mi parecer horrendo, pero yo era una chiquilla celosa que no quería compartirlo con mi madre; tal vez no era tan feo después de todo".

El tío Ramón se enamoró de mi madre en los años 40, en el Perú, donde él era secretario de la embajada. Era una unión imposible. En Chile no había divorcio, él nunca obtuvo la nulidad de su mujer, y ambos pertenecían a esa clase conservadora y católica que en aquellos años no perdonaba. Han durado juntos setenta años, navegando contra viento y marea, hasta convertirse en una leyenda. Mis viejos fueron el ejemplo más contundente de una pareja condenada por una ley basada en preceptos religiosos que no todos compartimos. Pudieron casarse cuando él enviudó, pasados los 90 años. Para entonces nadie se acordaba que les faltaba una firma en el Registro Civil; a los ojos del mundo eran un matrimonio formal, pero mi madre sufrió con esa situación. Una vez la oí lamentarse y le pregunté si lo que quería era casarse de blanco. Del fondo del alma le salió un sí inesperado. La llevé a una tienda de novias, pedimos prestado un traje con cola, velo y tiara y le tomamos una foto. Mi vieja tenía 80 años y se veía muy linda vestida de novia.

El tío Ramón se las arregló para criar a siete hijos, mantener a dos mujeres y ayudar a su madre con un sueldo de empleado público. Para efectos de pagar colegios, seguro médico, pasajes en los viajes diplomáticos y muchos otros gastos, el Ministerio de Relaciones Exteriores solo reconocía a los cuatro hijos del matrimonio legal, pero no a los tres de mi madre. Ahora entiendo cuán apretados vivíamos, pero nunca lo sentí en mi infancia. Mi madre hacía milagros con lo poco que había y el tío Ramón, con su carácter expansivo y gozador de la vida, se las arreglaba para darnos una sensación de abundancia. Su dicho preferido ha sido siempre: somos inmensamente ricos.

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"El tío Ramón se enamoró de mi madre en los años 40, en Perú, donde él era secretario de la embajada. Era una unión imposible. En Chile no había divorcio, él nunca tuvo la nulidad de su mujer, y ambos pertenecían a esa clase conservadora y católica que en aquellos años no perdonaba. Han durado 60 años".

Con mi madre he tenido una relación tan simbiótica que merece ser tema de estudio. Con el tío Ramón somos amigos incondicionales, confidentes y cómplices. Nos formó a los hijos propios y postizos con métodos didácticos originales y sentido del humor. A los 13 años, en el Líbano, me negué a ir a una fiesta con chiquillos por tímida y acomplejada. El tío Ramón no fue al consulado, pasó la tarde conmigo y me enseñó a bailar contra mi voluntad; primero bailé llorando con una escoba, después con el respaldo de una silla y finalmente con él. Me ordenó secarme las lágrimas, me compró un vestido y me llevó a la fiesta a la fuerza. "No te sientes por ningún motivo, porque una niña sentada es como una fragata varada; no comas nada, porque un plato de torta en la mano es un escudo insalvable; y ponte de pie cerca de la música, porque los mocosos que cambian los discos son los únicos que bailan. Y no te olvides que los demás tienen más miedo que tú". Bailé bastante esa noche, según recuerdo. Del mismo modo nos obligó a los niños a aprender a jugar naipes, para que no nos esquilmaran en una mesa de juego, y a defendernos con elocuencia de jesuita. Me preguntaba, por ejemplo, sobre Job, el de la Biblia. Yo sostenía que era un santo varón que había soportado las pruebas horrendas mandadas por Dios sin cuestionar su fe. El tío Ramón me convencía de que Job era un boludo por ser leal a un Dios que no era leal con él. Discutíamos con un cuchillo entre los dientes, hasta que yo aceptaba mi derrota, humillada: él tenía razón respecto a la boludez de Job. Entonces el tío Ramón me daba los argumentos que yo debería haberle dado en favor de la santidad de Job y probaba que yo tenía razón en primer lugar. "Piensa, discute sin alterarte y nunca des tu brazo a torcer", era la lección del día. Todavía no sé qué pensar de Job.

Una vez le dije que por su culpa yo no iba a conocer hombres y me hizo firmar un documento con tres copias: "Yo, Isabel Allende Llona, por medio de la presente certifico que por culpa del tío Ramón no voy a conocer hombres en mi vida, etc.". Le puso dos estampillas y un sello del consulado de Chile en el Líbano y la guardó en su caja fuerte junto a otras declaraciones similares que firmé a lo largo de los años. Creo que todavía las tiene guardadas en alguna parte.

Este hombre ha sido un padre excepcional para los siete hijos que le tocaron y un abuelo memorable para los nietos y bisnietos. Por años mis hijos, Paula y Nicolás, creyeron que su abuelo pertenecía a la realeza y era millonario. Una vez se me olvidó ir a buscar a Paula al colegio y la pobre niña esperó por más de dos horas. Por último la profesora le preguntó si podían llamar a alguien y mi hija, que tenía 7 años, respondió que nadie en su familia tenía teléfono, pero podía llamar al palacio de su abuelo, que era príncipe.

Disimulando la risa, la buena mujer marcó el teléfono que Paula le dio: "¡Palacio de La Moneda, buenas tardes!", respondió la recepcionista. El tío Ramón le pidió a la profesora que por favor esperara y pronto llegó en una limusina embanderada y con dos policías en moto abriendo camino. El chofer le abrió la puerta a Paula con una reverencia. La profesora quedó pasmada y Paula olvidó completamente que su madre la había abandonado, solo habría de recordar la aparición de su abuelo príncipe y su comitiva. También la convenció de que había inventado la Coca-Cola y para tomar una tenía que llamarlo adonde fuera y a cualquier hora para pedirle permiso. Y que era dueño del chorro del lago de Ginebra. Confiado en la puntualidad suiza, llevaba a su nieta a la ventana instantes antes de la hora exacta, iniciaba la cuenta retroactiva, daba la orden y el poderoso chorro de agua se elevaba al cielo. Paula cumplió 15 años sin adivinar cómo lo hacía.

¿Defectos? El tío Ramón debe tener muchos, pero no me acuerdo de ninguno en este momento. Solo recuerdo cada instancia en que me ha bendecido con su cariño de padre verdadero. Feliz centenario, viejo inmortal...

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