Cuando era chica, pocas cosas eran más valiosas que una calcomanía de esas peluditas. Stickers, esquelas y servilletas podían transformarse en tesoros únicos que hacían que mis amigas y yo nos convirtiéramos en hábiles negociantes, estrategas decididas a conseguir las más raras, las más originales, las más adornadas, esas difíciles de encontrar o las que no se parecieran a las que ya teníamos.
La tarea no era fácil. En el caso de las calcomanías, por ejemplo, porque las más lindas eran las más caras, lo que las hacía escasas y monedas de cambio especialmente poderosas. A mí me gustaban las esquelas, las esquelas y sus sobres; eran un mundo y, mientras menos minimalistas, mejor para mí.
Creo que esos fueron los dos objetos que más me interesaban. Para mí las servilletas no fueron mucho tema, pero sí tenía amigas fascinadas por esos papeles inmaculados que jamás cumplirían la función por las que fueron creadas.
Pero los álbumes eran lo que cautivaba a todas y todos. Sé que el del Mundial de Qatar fue un fenómeno, pero en esa época casi todos lo eran y el que realmente me marcó fue el de La Sirenita, ese fue mi favorito. También recuerdo el de Basuritas (que mostraba unos personajes sucios y feos), a mí me daba un asco terrible, pero fue un éxito bastante transversal.
Y si hablamos de colecciones de los 90, imposible no nombrar a esos chupetes plásticos de distintos tamaños y colores que las niñas nos colgábamos en el cuello, en cueritos en los que en otros momentos se lucían esos piojos que también fueron protagonistas de otra moda de la época: las trencitas bahianas, en las que hasta el Chino Ríos cayó.
Más allá de la colección en sí misma, lo lindo era el intercambio. Recreos completos dedicados a engatusar con argumentos lo más consistentes posible para respaldar el valor de la joya en cuestión y así conseguir el objetivo de atribuírsela.
Podría haber sido una dinámica con efectos negativos, que fomentara la codicia o una competencia envidiosa, pero no era así, yo por lo menos tengo el recuerdo de un cambalache sano e inocente. Efectivamente existían ejemplares más apetecidos que otros, pero uno también tenía sus favoritos personales más allá de eso, al igual que la el tipo de colección. De alguna manera los gustos se forjaban y aparecían pistas de los intereses que vendrían; como decía, a mí las servilletas no me fascinaban, pero las esquelas sí.
Las colecciones y el trueque para nutrirlas eran un ejercicio de paciencia y persuasión. Ahí lo desechable no cabía, algo que miro con mucha ternura y nostalgia, porque todo tenía el potencial de ser algo llamativo para alguien más, y eso era hermoso. Además, con el paso del tiempo uno se da cuenta de que era una verdadera enseñanza de vida: lo que para alguien es indiferente o poco interesante, para otro puede ser precioso e invaluable.