A fines de abril se viralizó la noticia de un colegio santiaguino que decidió no permitir más los celulares en el horario de clases y que los alumnos tendrían que entregarlos al comienzo de la jornada para ser devueltos a la salida. Me llamó la atención la polémica que generó e hizo que me preguntara cómo son hoy los recreos en una época en la que el celular es prácticamente una extensión de nuestro cuerpo. Según el testimonio de una apoderada del establecimiento que instaló la norma, tras la medida los niños volvieron a jugar y conversan más entre ellos.
Como cuando yo iba al colegio los celulares no existían, me cuesta entender la necesidad de que los lleven. ¿Nosotras habríamos grabado y subido a Tik Tok las acrobacias que se podían hacer al saltar al elástico? Yo no fui nada hábil en cualquier cosa atlética o manual durante mi infancia o adolescencia, por lo que con suerte me resultaba cuando el elástico estaba al nivel de los tobillos. Ahora lo pienso y era realmente sofisticado. Al igual que el Zum zum zum, esos juegos que eran auténticas coreografías de manos rapeadas, con letras y rimas absurdas que nos sabíamos como si fuesen nuestros nombres. Ahí sí zafaba. Tal vez también un poco jugando a las quemadas. Y no tanto saltando a la cuerda.
En el patio de mi colegio había unas barras en las que nos dábamos vueltas. Apoyábamos la panza sobre ellas y girábamos como si fuese una vuelta de carnero alrededor del pedazo de metal. A mí me daba para una no más, pero tenía amigas que enrollaban ahí su delantal y giraban varias veces sin parar, casi como gimnastas artísticas. Yo eso ni lo trataba de hacer, no tanto por falta de habilidad, sino porque siempre fui miedosa en lo relacionado con cualquier pirueta; de hecho, nunca aprendí a darme la rueda.
Sí me encantaban los intercambios de láminas de álbumes. Los dos que mejor recuerdo son el de La Bella y la Bestia y el de La Sirenita, que en algunos casos incluían brillo y adornos nada sobrios transformándolas en pequeños tesoros más allá de su uso para completar el objetivo. También hacíamos esquemas, cambiábamos calcomanías, esquelas y servilletas, exhibíamos nuestros chupetes de plástico, nuestros Trolls y -las más afortunadas- una codiciada muñeca que se llamaba My Child.
Fuimos creciendo y los intereses empezaron a ser otros. De alguna manera los hombres siempre fueron una novedad que nos ponía inquietas, porque en mi colegio durante la básica ellos tenían clases por su lado y las mujeres por el suyo. Fue en la Media que empezamos a encontrarnos en las salas, antes era sólo en el recreo y en el casino (mención aparte merece la jauría en la que nos transformábamos cuando sonaba la campana para ir a almorzar).
Existían lugares clave para instalarse en el recreo para ver y ser visto. Algunos priorizaban esos espacios, otros iban a una cancha que estaba más aislada para fumar escondidos y a varios se les pasaban los minutos en la verdadera batalla campal que implicaba tratar de comprar algo en el quiosco. Yo amaba los mendocinos y berlines y tenía la suerte de que mi tía era una de las que atendía, así que algunas veces incluso me fiaban.
Como no existía el celular, si tenía que avisar algo a mis papás o si quería irme a la casa de una amiga la única opción era hacerlo en el recreo y por el teléfono público. Yo lo usaba generalmente con cobro revertido. Me identificaba con un rápido “mamásoyyocontéstame” por el que después me llegaba reto, porque el llamado era a su trabajo y pagaba la oficina. Otro mundo.
Siempre digo que tuve la suerte de ser muy feliz en mi colegio y los recreos, a pesar de que duraban mucho menos tiempo del que pasábamos en clases, fueron parte fundamental de ello. Probablemente la nostalgia no me permite ser demasiado objetiva, pero el recuerdo de lo bien que lo pasaba con amigas que conocí cuando tenía cinco años y mantengo hasta hoy, hace que el patio, el elástico, las barras, el quiosco y todo lo que implicaban esos minutos entre materias, hayan sido una experiencia en sí misma. Y en algunos aspectos mucho más valiosa que ir al colegio a estudiar.