Los últimos días del segundo embarazo

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39 semanas y dos días. Eso dice la app que lleva la cuenta del reloj de gestación y crecimiento de mi guagua, esa criatura que creció silenciosa y sin dar problemas, y con la que -con el dolor de mi alma y a pesar de todos los esfuerzos de mi racionalidad-, me costó conectar. Lo digo en pasado porque algo mágico y que agradezco mucho pasó en estos últimos días.

Apareció en mi vida en una consulta inesperada a la que fui un día martes en la mañana, sola, sin otra expectativa que recibir algún remedio más para regular mi imposible ciclo menstrual u otra ayuda que me hiciera dejar de sentirme enferma, que algo no andaba bien con mi cuerpo. Claro, todo mi sistema estaba embarazado de unas pocas semanas y aunque ya lo había vivido, no había logrado entenderlo.

Mi niño aterrizó en mi guata justo antes de un viaje que habíamos programado por meses, un paseo de semanas con mi marido y mi hija de dos años al país con mejor gastronomía del mundo que, rápidamente, se transformó en un "busquemos comida cocida y tengamos siempre un baño cerca para vomitar". Pero contra todo pronóstico, fue el mejor viaje de mi vida.

En ese momento mi hija no sabía de mi embarazo, pero se portó increíble, aprendió a dormir en cama, a decir palabras y pedir helados en otro idioma, a probar nuevos sabores, pero por sobre todo, me dejó recorrer a paso lento, descansar y cuidar en silencio a su pequeño y nuevo hermanito.

Volvimos a Chile después de un mes y a pesar de que ella había crecido mucho, yo sentía que necesitaba toda mi atención. Me daba tanta pena y angustia pensar en los días en que ya no me tendría de forma exclusiva. Lo mismo pasaba con mi matrimonio y por supuesto, con mi trabajo. Todo requería la máxima atención, menos yo, menos mi guagua. Y dejé pasar el tiempo. Pasaron semanas y meses, y por más que trataba, algo siempre se llevaba mi atención.

Llegó el 18 de octubre, el día del estallido social más grande de los últimos 30 años. Ese día salí y no salí de prenatal. Soy periodista e independiente, por lo que la contingencia se comió cada pedazo de mi interés y mis ganas de parar. Seguí con el computador prendido y mi guagua siguió en silencio comiendo adrenalina y cortisol, la hormona del estrés. Pero algo pasó. No fui yo, no fueron las conversaciones con mi marido ni tampoco esas contracciones a las que les dicen de práctica. Fue mi hija. Ella dejó de dormir, al mismo tiempo que empezó a esconderse de los helicópteros que pasaban y a hacerse heridas con la mano en su cabeza. Tuve que parar por ella y por todos, y dejar el conflicto más justo lejos de mi radar. Dolió hacerlo.

Así fue como por fin paré. Y conmigo paró el mundo, el ruido, el estrés y me encontré con mi embarazo. Mi niño fuerte, sano, que todo este tiempo me esperó en silencio. Con él llegó el sueño, el cansancio, las estrías y un montón de cosas que por meses no quise ver, pero que ahí estaban para ayudarme en este camino de ser mamá de dos.

Hoy quedan pocos días para conocerlo y tengo sentimientos encontrados. Quiero verlo, olerlo, conectarme a un nivel mamífero que no logré en estas semanas, pero a la vez quiero que se quede conmigo. Para siempre conmigo, debajo de mi corazón, para cuidarlo y devolverle cada segundo que, sin querer hacerlo, nos quité. Parece que era verdad eso de que el segundo hijo se hace su espacio, se me viene un bonito desafío.

Kalu (32) tiene dos hijos y es periodista.

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