Mi mamá vio todos sus sueños de maternidad naufragar con mi nacimiento, cuando me diagnosticaron con un conjunto de anomalías congénitas agrupadas bajo el nombre Síndrome de VACTERL, que, en palabras simples, significa que no tenía por donde ingerir y digerir los alimentos. Y aunque desde mi primer día vio la muerte de frente, sin temor se llenó de armaduras para arrebatarle mi pequeño cuerpo de sus brazos. Así, durante toda mi vida, luchó con las armas que tuvo a su alcance: el amor y su postergación.
Fui una bebé muy esperada y planificada. Vine al mundo cuando mi mamá tenía 29 años y trabajaba como ejecutiva en una importante financiera. Según los doctores, debía nacer después del 20 de enero de 1993, pero vine al mundo el 15 de noviembre de 1992, luego de que a mi mamá se le desprendiera la placenta en la semana 34. Medí un poco más de 30 centímetros y mi peso no alcanzó los dos kilos. Mi mamá no pudo verme, y lo primero que supo de mí es que probablemente no sobreviviría la primera semana. También le dijeron que venía con "varias cosas por corregir" a causa del VACTERL. Lloraba mi papá, lloraba el ginecólogo. "¿Por qué tú?", le decía él. Mi mamá, sin embargo, no lloró. Y esa entereza con la que se enfrentó a mi vida fue lo que me salvó. Ella tuvo que tomarse postnatal anticipado y un año de licencia por cuidados. Un año que, sin darse cuenta, se convirtieron en 25. Mi mamá dejó de trabajar por darme la vida, para cuidarme, para estar siempre ahí.
Atresia esofágica, fístula traqueoesofágica y ano imperforado fueron las principales anomalías con las que venía mi síndrome de VACTERL. Todos los días mis papás se encontraban con un panorama diferente. Un día les decían que no sobreviviría a tal operación, otro que iba a quedar con secuelas motoras o neurológicas.
Mientras estaba en la incubadora me reconstituyeron el esófago para alimentarme a través de una sonda. Después de esa cirugía, estuve casi 30 días en agonía porque se me rompió un vaso linfático (Quilotórax adquirido) y encontrarlo y sellarlo era muy complejo. "Más pequeño que un grano de arena y más delgado que un pelo", decían los doctores. Durante los primeros meses de vida me retiraban la feca a través de una colostomía realizada apenas nací, corrección que definitivamente fue realizada a los 20 meses de edad. Pero mi sistema digestivo no funcionaba de manera normal. He sufrido toda la vida de incontinencia esfinteriana, es decir, "me hacía caca" de manera involuntaria y sin darme cuenta. Cuando era chica era mucho más grave, así que mi mamá tuvo que convertirse en experta en comida sana, cuidando mi alimentación para evitar estitiquez y madurar mi esfínter para que no condicionara mi vida a futuro. Así fue como transcurrió su vida, entre largas esperas en pabellón, ingeniándoselas con la comida, vigilando que no me saliera de la dieta, y limpiando cuando esto pasaba.
Recuerdo muchas veces en el colegio -entre los cinco y los nueve años-, tener problemas con los intensos dolores de estómago y tratar de aguantar las ganas de ir al baño, las que muchas veces dieron como resultado que "me hiciera en los pantalones" en lugares públicos. Recuerdo el olor, la vergüenza, sentirme sucia, pero también recuerdo el apoyo de mis profesores, con quienes conté gracias a la decisión de mi familia de optar por colegios inclusivos y personalizados. Quizás por eso mismo tampoco supe del bullying. La ptosis palpebral en mi ojo derecho era lo más visible de mi síndrome, y luego de varias operaciones quedó un poco más estético y pude ver a través de él. También nací con polidactilia en mi mano izquierda, por lo que tuve los primeros años de mi vida dos dedos pulgares. Marcas que, por muchos años, fueron un factor de inseguridad y vergüenza. Marcas que eran el prólogo de una historia médica mucho más compleja.
Mi mamá siempre dice que quedarse en la casa por casi 25 años no fue postergarse, que todo lo hizo con mucho amor y fuerza porque es lo que le tocó. Para ella, fue mi papá quien se postergó más, porque tuvo que aceptar trabajos priorizando un sueldo fijo por sobre sus sueños profesionales. Los años pasaban, la tecnología avanzaba y se prolongaba su retiro de la vida laboral, pero ella era feliz siendo madre, cuidando, enseñando y, sobre todo, amando.
En tres años más cumplo la edad que mi mamá tenía cuando nací, cuando su vida cambió radicalmente. De ser una mujer independiente económicamente, pasó a dedicarse completamente a los hijos y a la casa, dependiendo del sueldo de mi papá desde sus 29 años de edad. Trato de ponerme en su lugar, de imaginar mi vida criando a un hijo enfermo, de pasar todas esas horas en la casa, de perder mi vida social y postergar mi carrera, y la verdad es que es un escenario que me parece aterrador.
Me saco el sombrero por mi mamá y por todas las mamás que abandonaron sus vidas y sus sueños para cuidar a hijos enfermos. Estamos en un momento en el que las mujeres queremos estar más presentes en el mercado laboral y ser independientes económicamente, pero hay barreras de género que no se han eliminado, como que el cuidado de los hijos lo asuma siempre la madre y sea ella quien deje de trabajar, incluso ganando más que el padre.
Tuve más de 16 operaciones de las que de la mayoría no recuerdo nada. Algunos sonidos, sensaciones y olores quedaron en mi subconsciente como recordatorio de una batalla que fue más de mi mamá que mía. Cuando me dicen que soy valiente, que la vida -o Dios- tiene algo grande preparado para mi futuro como recompensa por todo lo que he pasado, les digo "no, esta lucha fue de mi madre". Es como si hubiese crecido escuchando mi propia historia como un mito, del cual sólo tengo retazos de memoria. Yo sólo le puse el pecho a las balas, pero fue ella quien supo cómo detenerlas.
Valentina tiene 26 años y es periodista.