Mi mamá siempre dice que todos los dolores son válidos y que cada cual tiene el derecho de vivirlos, evitando las odiosas comparaciones sobre quién sufre más. Lo dice ella, Clara, que de pérdidas y penas tiene un camino bien recorrido. Porque ella sabe de dolores y de cómo volver a vivir una y otra vez.

Mi mamá es hija de inmigrantes alemanes. Se crió en los campos de Lumaco en la Araucanía con mucho cariño y recursos limitados, entre primos y amigos de infancia. En esa libertad y vida al aire libre pienso que tuvo los mejores 12 años posibles. Pero vino el primer quiebre cuando quedó huérfana de madre y padre en muy poco tiempo, y conoció del desarraigo al salir de su tierra protegida al ruido de la ciudad. Eso la hizo asumir rápidamente responsabilidades de adulta y empezar a vivir con la desolación. Creció muy rápido en la casa de su hermano y, luego, apostó por un temprano matrimonio al salir del colegio. En ese entonces la opción de estudiar no estaba dentro de las posibilidades, y para ella era una prioridad formar su propio hogar y tener un espacio de seguridad.

La vida junto a mi padre se mostraba más próspera y benéfica, ya que la existencia familiar con un marido dentista prometía un equilibrio que había sido esquivo. Pudo vivir una vida sin apuros para criar a sus tres hijos: casa propia, viajes, vida social y educación privada. Sin embargo, la vida le dio nuevamente una sorpresa cuando un lluvioso domingo de mayo un accidente automovilístico acabó de golpe con la vida de mi papá y mi hermano pequeño, que solo tenía dos años. La vida de mi mamá otra vez se truncó. El descalabro fue gigantesco. En todo sentido; económico, social, emocional y familiar. Mi madre tuvo que vivir sus duelos desde la cama de un hospital y, tras ser dada de alta, sin apoyo psicológico por la escasez de recursos. "Esto es sin llorar, hay hijos que criar", cuenta que pensaba en ese minuto. Porque había que seguir. Y guardó las lágrimas, el dolor y la pena muy al fondo de su alma. Tanto así, que si uno la mira con detenimiento puede ver tras esos ojos azules verdosos se aloja una tristeza profunda. "No se olvida, solo se aprende a vivir", me ha dicho muchas veces.

Siento que ella carga una pena honda y eterna. Sin embargo, ha hecho mutar esa pena y permite que cada día su sonrisa, hermosura y bondad iluminen los espacios y a quienes se cruzan en su camino. La palabra resiliencia tiene nombre y creo que es el de mi madre: Clara. Ella es dueña de una belleza superior, lúcida, transparente y simple unida a un espíritu revolucionario, un poco rebelde e incluso adelantado a su época. De corazón bueno, ya que no lo pensó dos veces y le donó uno de sus riñones a su amado hermano Enrique quien pudo vivir, por ello, más de diez años.

¿Es posible encontrar belleza en el dolor? No tengo respuesta, no obstante, creo que mi madre es el fiel reflejo de que el dolor puede transformarse en bondad. Trato de imaginar cómo puede ser para una mujer de solo 28 años y sin padres vivos encontrarse de un momento a otro con su familia destruida. Y no logro si quiera imaginarlo. Antes pensaba que tener una sana y buena relación con la mamá era algo normal. Que todas podían tenerla. Pero no es así. Soy afortunada. Mi madre es una mujer que sabe de las profundidades oscuras de la vida y que por sobre eso se levantó con valentía para mostrarnos que se puede seguir viviendo y ser feliz.

María de los Ángeles tiene 45 años y es periodista.