"El año 2012 fue un año que me puso a prueba. Tenía 27 y arrastraba cinco años de trabajo sin parar de trabajar, sumado a una vida social bastante activa. Estaba totalmente enfocada en hacer carrera, en llevar mi independencia a otro nivel y en llenar mi agenda de actividades. Fue un periodo en el que asumí muchas responsabilidades nuevas y me llevé al límite en todo sentido.
Me acuerdo que llevaba varios meses sintiendo una presión en mi pecho y un cansancio extremo. Sin embargo, no le presté atención. Continué con mi ritmo agitado y camuflé todo tipo de malestares que se me presentaban en el camino. Yo me creía capaz de todo, casi que inmortal, y pensaba que nada podía detenerme. La noche que toqué fondo fue un 9 de junio. Estaba en Viña del Mar carreteando con mis amigas y empecé a sentirme muy mal. Tenía una sensación extraña en los pulmones que me imposibilitaba hacer las mismas actividades que el resto. Me costaba hablar fuerte, caminar y para qué decir bailar. Era como una presión constante en el pecho. Nuevamente no le hice caso a los síntomas y me esforcé por mantener el mismo ritmo que el de las demás.
Como todas las noches, decidimos rematar la jornada en el Mc Donald´s ubicado al frente del casino, para después devolvernos caminando. Pero no me la pude. Tuve que pedirles que por favor nos tomáramos un taxi, siendo que la casa estaba solo a un par de cuadras. Al día siguiente me levanté con la sensación de que algo andaba mal, de que tenía que volver a Santiago lo antes posible. Me duché y empecé a sentir que todo me estaba costando mucho más y que me podía desvanecer en cualquier minuto. Me despedí de mis amigas, quienes no entendían nada, y partí camino al terminal. Ahí empezó la lucha por llegar viva a mi casa.
Durante el trayecto caminaba diez pasos y me sentaba. Me sentía ahogada y mi corazón latía muy rápido. Era como si me estuviese apagando. Apenas me subí al bus, desabroché mi sostén porque hasta eso me molestaba. En mi mente pensaba que el tórax se me estaba agrandando. Cuando llegué a Pajaritos sentí alivio. Sin embargo, aún quedaba camino por recorrer. Alcancé a bajar dos escaleras del metro y me desmayé. Segundos después, me desperté al lado de un guardia y una mujer. Me tomaron de los brazos para ayudarme a caminar y guiarme hacia una oficina. Recuerdo que en esa instancia ya ni siquiera podía hablar. Y si lo intentaba, me ahogaba. Llamé a mi hermana y corrió a buscarme para llevarme a Urgencias.
Cuando le comenté los síntomas al doctor, todo parecía indicar que se trataba de una crisis de pánico. Él creía que como estaba llevando una vida bastante caótica, mi mente había colapsado. Al rato, y mientras creían que estaba todo controlado, me dieron la opción de irme a la casa o que me hospitalizaran hasta que estuviese más tranquila. Elegí la primera alternativa. Agarré mis cosas, hice la fila para pagar, y me desvanecí en el suelo. Lo sentí como una señal, así que decidí quedarme en observación.
Pasé la peor noche de mi vida. Y lo más terrible, es que nadie entendía bien qué tenía. No dormí ni un segundo ya que estaba totalmente enfocada en respirar. Al día siguiente, me fue a ver una nutricionista para saber qué quería comer y en ese momento colapsé. Inmediatamente entró un doctor, el único que sospechaba mi diagnóstico, y me inyectó heparina, un tipo de anticoagulante.
Después de hacerme una serie de exámenes, los resultados arrojaron que tenía tapadas todas las arterias de los pulmones y casi todas las del corazón. Y por consecuencia, mi cuerpo no estaba recibiendo oxígeno. Rápidamente me hospitalizaron en la UCI y le dijeron a mi familia que esa noche era decisiva. Si el tratamiento funcionaba iba sobrevivir y si no, podía morir.
Yo nunca lo creí y me enfoqué en que todo iba a salir bien, sin embargo, el ambiente que había a mi alrededor me decía lo contrario. Sabía que el resto estaba preocupado y que eran conscientes de las consecuencias que esto podía traer. Incluso recuerdo que en un momento me desperté y había un sacerdote haciéndome extremaunción. Afortunadamente, todo salió bien y lentamente me fui mejorando. Fueron 17 días en total los que estuve hospitalizada.
Me costó asumir lo que me había pasado y entender el por qué. No fue que de la noche a la mañana me diera cuenta de que tenía que hacer un cambio, pero con el tiempo empecé a tomar pequeñas medidas como ir al gimnasio, dejar de fumar y comer sano. En el fondo sabía que me había pasado la cuenta y sentía culpa no haberme escuchado. Mi cuerpo llevaba meses advirtiendo la situación y yo, por estar enfocada en cosas que no valían la pena, no le hice caso.
Mi problema fue que me dediqué a llenar todos mis vacíos emocionales con trabajo, actividades y cualquier cosa que me mantuviese activa. No quería conectarme conmigo misma y enfrentar sentimientos pendientes. Y para evadirlos, inconscientemente, me propuse colapsar mi agenda y vivir al límite. Ahora sé que ese no es el camino correcto, que primero está mi bienestar y después el resto. Aprendí a escuchar mis emociones y a hacerme cargo de ellas. A enfrentarlas y trabajarlas. Porque me di cuenta que si no lo hacía, jamás iba a poder amarme a mí misma".
María José Saldes tiene 32 años y es diseñadora.