Me enamoré de mi mejor amigo: “Para mi sorpresa, su reacción fue de incredulidad y sus sentimientos no fueron recíprocos”

A los diecisiete años me enamoré del que era entonces mi mejor amigo, Joaquín. Nos conocimos el mismo año, cuando yo me cambié de colegio y en ese contexto de conocer nuevos compañeros, nos afiatamos rápidamente. En esos tiempos ninguno de los dos tenía celular, por lo que nuestras mamás se llamaban para saber en qué estábamos y nos poníamos de acuerdo.
Pasaron los meses y yo empecé a sentir algo más por él. Ya me había ocurrido antes, él no había sido el primero, pero aquellos sentimientos emergieron con una particular fuerza e intenté ocultarlos en lo más profundo. Sentía que no estaba bien enamorarme de alguien tan cercano, mucho menos de otro hombre. Además, era mi mejor amigo y asumí que ese enamoramiento no podía terminar de buena manera. Como si fuera poco, estudiábamos en un colegio católico, por lo que creí que era mejor pasar desapercibido y lo hablé solamente con quienes consideraba entonces como mi círculo cercano.
Los meses siguieron pasando y nuestra amistad se fue consolidando. Pasábamos todos los fines de semanas juntos, íbamos al cine, jugábamos con el computador, subíamos a la azotea de mi edificio a conversar en la noche. Yo me contentaba con tener un amigo así de cercano, pero mis sentimientos hacia con él se hicieron más fuertes, pese a mis intentos por reprimirlos.
Algunos amigos me aconsejaron revelarle a Joaquín lo que sentía, ya que creían que a él también le estaba pasando lo mismo. Yo no quería contarle en un comienzo, porque el riesgo de que la amistad se terminara era enorme. Pero tenía que hacer algo. Empecé entonces con indirectas (algunas muy directas), para ver qué ocurría y sentí que él entendió todo. Al estar un poco más seguro, entonces, decidí contárselo abiertamente.
Para mi sorpresa, su reacción fue de incredulidad y sus sentimientos no fueron recíprocos. Joaquín no sentía lo mismo, y todos mis meses de imaginación resultaron ser justamente eso: una simple fantasía. Pero no se alejó de mí y seguimos adelante siendo amigos. “Nuestra amistad es como una ruta”, me dijo en un momento, “y una ruta tiene hoyos y curvas”. Solo tenemos que seguir por el camino esquivando los hoyos. Por alguna razón, esa frase siempre me acompañó.
Sin embargo, cometí el error de confiar en más personas de las que debí. Al cabo de unos meses, mi secreto se había esparcido por el colegio como un incendio, junto con rumores e historias distorsionadas. Escuché decir que éramos pololos y alumnos de otros cursos venían a la sala a ver a la pareja gay del colegio. Compañeros cuchicheaban cada vez que pasábamos cerca, soltando algunas risas, y el ambiente se tornó raro e incómodo. Varias veces tuve que desmentir disparates, pero estuve tan sorprendido por esta repentina explosión de atención que no supe bien cómo reaccionar.
A finales del año, Joaquín se me acercó para decirme que tendríamos que separarnos por un tiempo. Sentía que la atención que el resto le estaba dando a nuestra amistad era tal que, independiente de lo que nosotros pudiéramos hacer, nada impediría que los rumores siguieran extendiéndose. Entendí sus razones y quedamos que volveríamos a hablar en marzo.
Pero eso no ocurrió en marzo, ni tampoco después de eso. Nuestra amistad había quedado envuelta en un ambiente tóxico e insostenible, y una cierta tensión se instaló entre nosotros. Sentí rabia y me invadió la pena. En un comienzo me enojé con Joaquín y lo sentí como un traidor. Alguien a quien no le importaba lo fuerte que había sido nuestra amistad y que había permitido que los rumores nos superaran. Y finalmente la rabia terminó por sustituir la pena por completo, y la decepción me llevó a odiarlo.
Pasaron los años y cada vez que me lo topé de ahí en adelante me ponía muy nervioso. Nos saludábamos de una manera muy fría, tensa y distante. Y a pesar de que una parte mía siempre quiso darle un abrazo a ese antiguo amigo y preguntarle cómo estaba, nunca lo hice. Cada uno siguió con su vida: yo me fui a estudiar al extranjero y conocí a mi polola actual. Y con el tiempo olvidé incluso lo que se sentía ser amigo de Joaquín. Así pasaron 10 años.
Finalmente, hace unos meses nos juntamos en su casa con otros amigos y él se me acercó para decirme que lo que había pasado entre nosotros había sido muy difícil para él. Yo, muy nervioso por su acercamiento, solo atiné a decirle que nunca habíamos hablado del tema y que nos podíamos juntar a hacerlo. Quedamos en eso y al mes siguiente vino a mi casa por primera vez después de diez años. Hablamos de lo que nos había ocurrido, de lo mal que lo pasamos y lo mucho que sufrimos. Nos pedimos perdón el uno al otro, y por primera vez hablamos sin ningún sentimiento negativo entre nosotros.
Después de esa conversación me di cuenta de que nunca pensé cómo había sido todo esto para él. Nunca asumí que él podría haber tenido razones para alejarse de mí. En mi cabeza, yo había visto a mi amigo marcharse, y por lo tanto era la víctima. Me sentí muy egoísta.
Cuando conocí su versión entendí que estuve tan cegado por el rencor y la pena que no pensé en cómo le había afectado a él, ni cuánto daño le pude haber causado. Y entendí que la rabia que sentí por su supuesta indiferencia no estuvo del todo justificada.
En la conversación, entre muchas otras cosas, me dijo que lo que había pasado entre nosotros lo había marcado. Conocer su versión me hizo ver que nuestros actos, justificados de acuerdo a nuestra propia perspectiva, en realidad tienen repercusiones más allá de lo imaginable. Lamenté haberlo odiado cuando lo hice, y lamenté no haber arreglado esto mucho antes. Frente a mí, sentado en mi casa, lo recordé como amigo y pude ver todo lo que lo había extrañado. Esa misma noche, cuando se fue de mi casa, experimenté como pocas veces lo había hecho, el sentimiento mismo de la felicidad plena.
Hace unos días Joaquín volvió a mi casa a tomarse una cerveza. Subimos juntos a la azotea, como en los viejos tiempos, y conversamos de la vida. No sé qué depara el futuro, pero estoy agradecido de esta nueva oportunidad, y agradecido de que Joaquín haya vuelto como amigo. Seguir por nuestra carretera, entonces, esquivando los hoyos y construyendo puentes. Eso es lo que nos queda.
Felipe Núñez (27) es cientista político.
COMENTARIOS
Para comentar este artículo debes ser suscriptor.
Lo Último
Lo más leído
1.
3.
4.
¿Vas a seguir leyendo a medias?
Todo el contenido, sin restriccionesNUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mes SUSCRÍBETE