Me ha tocado vivir la maternidad en solitario
Antes de que naciera mi hija, mi vida giraba en torno al trabajo. Viajaba algunas veces y salía a comer con mis amigos; ese era mi panorama perfecto, sobre todo después del termino de una larga relación que comencé en la universidad y que se quebró frente a mí sin darme cuenta. Pasé años entre intentos fallidos por conocer a alguien, hasta que decidí vivir mi duelo como correspondía y enfocarme en mis amistades.
Sin esperarlo ni buscarlo, conocí al que es ahora el padre de mi hija. Como todo inicio, fue perfecto: risas, noches de karaoke y cerveza. Parecía un sueño, hasta que tuve que poner los pies en la tierra cuando comenzaron los primeros desencuentros producto de nuestras personalidades fuertes. Al terminar el proceso químico del enamoramiento, comenzaron a aparecer los ya no tan perfectos pololos. Pero no solo eso. Él comenzó a tener ciertos gestos groseros cuando bebía, lo que me hizo poner los primeros límites, y uno de ellos fue no más alcohol. Eso llevó a que se terminaran las salidas nocturnas y cayéramos en la rutina.
Luego llegó la pandemia y el encierro obligatorio. En ese periodo nació la idea de ser padres. Al inicio me rehusé pues llevábamos poco tiempo juntos, pero después de su insistencia y la promesa de que sería un excelente padre, acepté. Para mi sorpresa, mi hija vendría pronto en camino.
Sin embargo, una vez que nació, ese padre de cuento de hadas que me habían prometido, se transformó en una amarga ausencia. Sentí una profunda decepción y rencor por esa promesa de super papá que nunca llegó a ser; por sentirme abandonada en el periodo más importante de mi vida, cuando más vulnerable he estado. Ese compañero de vida nunca estuvo para mí ni para mi hija. Aunque vivíamos juntos, estaba ausente, y él siguió con su rutina sin mayores cambios, mientras yo me quedé estancada.
Aunque suene a mala madre, es así como se siente la maternidad real, muy distinta del cuento de hadas que te cuentan toda la vida: noches de desvelo en solitario, días sin comer y con una bebé de alta demanda que sólo se calmaba tomando pecho. Mi familia, aunque siempre presente para mi hija, se olvidó de abrazar y querer a esa madre cuyo cuerpo y mente estaban tan agotados que lo único que esperaba era un abrazo o un “ya vas a estar mejor”.
No me arrepiento de la decisión de ser madre, porque finalmente he conocido el amor más puro e incondicional que puede haber en la vida. La ternura e inocencia de la mirada de mi hija, de sus pequeñas manos, de su primer “mamá te amo”, me hacen sentir la mejor madre del mundo. Pero a ratos también la peor, por no darle esa familia que le prometí cuando venía en camino. Y es que finalmente con su padre decidimos separarnos. Esa es la pena que cargo a diario cuando la veo dormir en la noche y veo el otro lado de la cama vacío; cuando veo a un papá que, si bien no tiene restricciones para visitarla, siempre tiene un panorama más importante. Aunque económicamente está presente, falta lo sustancial.
Muchas veces me pregunto si mi historia habría sido diferente de haber elegido otro padre para mi hija. Me ha tocado vivir la maternidad en solitario y aunque he llorado mucho, y ha sido muy duro, también he sido inmensamente feliz al ver el lazo tan hermoso que he formado con mi pequeña. Soy una mamá que, a pesar del dolor del quiebre familiar y el cansancio, saca fuerzas todos los días al ver la sonrisa de mi pequeña.
Por eso es que escribo con profunda nostalgia y sabiendo que seguramente hay muchas madres como yo. Pero, al final, todo pasa por algún motivo. En este momento no entiendo muchas cosas, pero otras las comprendo plenamente. Solo Dios sabe por qué nos dio la capacidad de llevar y vivir el título de madre, y por qué tenemos esa fuerza que nadie más tiene.
* Paola, tiene 36 años, es lectora de Paula y nos escribió a hola@paula para contar su historia. Si quieres contar la tuya, escríbenos. Queremos leerte.
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