“Fui víctima de bullying desde los 12 hasta los 15 años, cuando finalmente le pedí a mi mamá que me cambiara de colegio. Había aguantado tres años callada y cada vez me sentía menos capaz de verbalizarlo hacia fuera, más retraída y solitaria. Hasta que un día no aguanté más y me puse a llorar mientras comíamos en familia un sábado por la noche. Hasta entonces no había sido capaz de expresar lo que me estaba pasando en el colegio, pero esa noche la rabia, el temor y la pena acumulada se tradujeron en un mar de lágrimas. Al día siguiente mi mamá me dijo que no volvería a ver nunca más a mis dos bullys. Y así fue, hasta que a finales del año pasado le pedí a una de ellas que nos juntáramos.
Mi infancia fue como la de muchos, imagino. Soy la menor de tres hermanos, me gustaba jugar a la pelota con ellos, coleccionar latas de bebida e ir al cine. Nunca tuve tantos amigos, aunque igual en una época fui muy cercana a una vecina que también iba a mi colegio, y siempre fui un poco gordita. Usaba anteojos, mi pelo no era liso y rubio y no estuve en el radar de ninguno de los hombres de mi colegio durante toda la media. Trataba más bien de pasar desapercibida, y cuando empezó el bullying eso solo fue aumentando.
Nunca olvidaré, de hecho, la primera vez. Yo estaba sentada almorzando y la chica más popular del colegio –cuyo nombre no mencionaré a lo largo del relato– había recién terminado con su pololo de la época. Todos sabíamos porque cada una de sus movidas se volvía una noticia de interés público; si llegaba vestida de tal forma, todos estaban al tanto. Y si alguien osaba terminar con ella, no había persona que no se enterara. En ese sentido, se daba una dinámica similar a la de los colegios gringos. Estaban los populares y estábamos las que básicamente no existíamos. Y las que no existíamos éramos presa fácil para las que contaban con el apoyo de todos.
Ese día se acercó y me tiró fuerte de un mechón del pelo. Yo me sentí invadida, asustada y quedé en estado de shock. Nunca nadie me había tocado, mucho menos de una manera agresiva, alguna parte de mi cuerpo sin preguntarme. Pero en vez de decirle algo, no pude reaccionar, porque me sentí totalmente inhabilitada. Frente a mi silencio, ella respondió: ‘¿Acaso no sabes hablar Arelis? Ojo con la comida, no te vayas a transformar en un chancho’.
De ahí en adelante todas las semanas fui descalificada, criticada y constantemente oprimida. Sentí, desde esa primera vez y durante los próximos tres años, que ella y su amiga –quien también se la agarró conmigo– me pisotearon cada vez que quisieron. Y yo, en consecuencia, me iba achicando y me volvía cada vez más hacia adentro. Vi mermada mi autoestima, mis habilidades sociales y, durante una época larga, mi rendimiento escolar. Llegaba al colegio y rezaba con todas mis fuerzas que no me vieran. Incluso pasaba más tiempo de la cuenta en el baño, para no toparme con ellas. Y los días en los que no me veían –no es que no me vieran, sino que decidían que no valía la pena molestarme– eran mi gran logro. Y así, esos años formativos en los que se desarrolla la personalidad y uno vive sus primeras experiencias en el mundo adolescente, pasaron a ser los más tortuosos de mi vida. En vez de conocer gente, salir con amigos, ir a las primeras fiestas, yo evitaba todo tipo de interacción humana. Porque al menos así había menos posibilidades de que esa interacción me hiciera daño.
Esas consecuencias las sufrí durante toda mi vida. Eventualmente me cambié de colegio, las cosas cambiaron, estudié, trabajé, me divertí y cree una red de apoyo. Pero no puedo negar que el temor al acercamiento con otra persona siempre estuvo ahí. Y es que mis relaciones y vínculos los fui estableciendo desde un lugar de miedo e inseguridad. No puedo ni explicar la cantidad de veces que opté por callarme, en situaciones posteriores, antes que decir lo que realmente quería decir. Por miedo a que me atacaran. Tampoco nunca entré a una pieza sintiéndome del todo bien. Y ciertamente tuve que combatir mi propia cabeza, que durante años me hizo pensar que yo nunca iba a ser atractiva y que nunca nadie se iba a fijar en mí. Y fue el año pasado, cuando conocí a alguien que me dijo ‘¿por qué no me crees cuando te digo que eres hermosa?’ que me cayó la teja. Y decidí contactar a mi bully. Esa misma noche la busqué en Facebook y le mandé un mensaje en el que le dije que sus descalificaciones constantes me habían acompañado a diario y que incluso cuando yo creía que no era así, pasaba algo que me devolvía a ese estado de desolación y ganas de desaparecer. Y que nadie merecía vivir de esa manera. La quería escuchar y saber por qué lo había hecho. A lo que ella me respondió al día siguiente.
El encuentro fue en un café y cuando llegué la reconocí a lo lejos. Estaba igual de hermosa, pero en su mirada detecté una tristeza de esas que no son transitorias. Como si se tratara de una impronta de por vida. Ella también me reconoció y me sonrió cálidamente. Sentí, como nunca lo había sentido con ella, que estaba genuinamente feliz de verme. Hablamos durante cuatro horas, en las que me pidió perdón más de diez veces. Me dijo también que nada de lo que me pudiera decir ahora justificaba o excusaba su actuar y que si había algo que pudiera hacer para enmendar las secuelas que había tenido en mí, lo haría. Me dijo, de hecho ‘¿qué puedo hacer?’. A lo que yo le dije ‘cuéntame por qué lo hiciste y cuéntame por qué conmigo’.
Supe ese día que su vida no había sido tan perfecta como yo imaginaba. Era la mayor de cinco hermanos, sus padres le exigían excelencia en todo, querían que se casara con alguien de familia con plata y en su casa no existía la posibilidad de salirse de las estructuras y las normas. Comer fuera de los horarios no era opción, mucho menos subir de peso. De hecho, la madre la puso a dieta a los 11. Por su lado, su padre le decía que era tan linda que conseguiría todo en la vida. ‘Cuando te dicen eso todo el rato, empiezas a creer que esa es tu única herramienta, y luchas por ella como si fuera oro’, me dijo. ‘Por eso yo estaba en una competencia constante con las otras mujeres, porque todas eran una posible amenaza para mí. Especialmente las que eran distintas, como tu, porque me mostraban que existían otras posibilidades’. Para ella, esas otras posibilidades eran lejanas.
En ese sentido, verla me hizo darme cuenta que ella no me criticaba por alguna falla mía. Me criticaba porque representaba lo que ella no tenía y porque fui con la que eligió desquitarse. Eso, aunque suene raro, es liberador. Porque crecí pensando que efectivamente estaba fallada. Que era menos linda y menos preparada.
Saber que ella también estaba pasando por sus cosas, fueran cuales fueran, también fue reparador. Porque la pude dotar de humanidad. Yo había construido un relato en el que ella era una persona inalcanzable, cuyos actos de los que nunca pude defenderme me marcaron profundamente. Pero también era persona y también estaba sufriendo. Y, por sobre todo, también había sido víctima de un sistema que prefiere enemistarnos y ponernos en contra. Cuando quizás nuestra naturaleza sea realmente la de apoyarnos.
Eso lo sabemos ahora, pero nos han dicho tanto que entre las mujeres nos criticamos y somos envidiosas que casi actuamos así por defecto. Nos han cuestionado tanto que nos cuestionamos entre nosotras. Nos enseñaron que valemos menos y entonces nos atacamos. Y por lo mismo la división no puede ser tan dicotómica; no hubo buenas y malas, sino que dos niñas que sufrían situaciones complejas. Dos niñas que estaban sintiendo mucho dolor. Y uno ahí puede seguir varios caminos. Yo aun no tenía mi personalidad configurada, era frágil, y a mí me afectó mucho. Me fui refugiando en ese dolor. Y ella en ser la que descalificaba, porque ese fue su mecanismo de defensa. Ella se estaba defendiendo de otras cosas.
Desde entonces nos hemos mensajeado y cada cierto tiempo se hace presente con alguna foto, algún meme o una invitación a tomar algo. Yo casi nunca acepto pero cuando la leo siento calma. Calma por saber que hay algo más fuerte y que por fin lo estamos entendiendo. Y es que las mujeres hemos sido víctimas de tanta opresión y condicionamiento, incluso en cosas tan chicas que a ratos ni nos imaginamos, que no es que yo la haya perdonado, pero sí logré –después de años– entender desde dónde lo hizo.
Arelis Medina (30) es parvularia.