El 11 de septiembre de 1973 mis cuatro niños se levantaron para ir al colegio. Eso recuerdo, porque mi hija mayor ahora me dice que ese día no fue. La memoria es así. La persona que nos ayudaba en la casa había ido a comprar el pan a Américo Vespucio con Av. Kennedy, y llegó a advertirme que algo pasaba. Había visto a Carlos Altamirano, secretario general del Partido Socialista y hermano de mi ex marido –en ese momento llevábamos alrededor de tres años separados–, saliendo de su casa con una maleta. Se lo habían llevado en un auto muy rápido. Pensé que era raro, pero nunca se me cruzó por la cabeza que habría un Golpe de Estado.
Tenía 36 años. En esa época, yo trabajaba en el campo en Parral que había heredado de mis padres que murieron cuando yo tenía 18 años en un accidente automovilístico. Ahí también murió uno de mis hermanos. Éramos seis, y entre los demás que quedamos, después de muchos años, nos dividimos el campo. Yo quedé con la casa y algunas hectáreas de producción agrícola. Como mujer divorciada con cuatro hijos en ese entonces, y sin profesión, era mi fuente de trabajo y la manera de darles de comer y sacarlos adelante.
A mí y a todos mis hermanos nos tomaron los campos. Siempre nos habíamos dedicado al trabajo agrícola, y en esa época uno de ellos incluso pintó su auto de taxi para buscar otras maneras de subsistir. El mío precisamente lo tomaron en 1972. Me acuerdo que, cuando salió elegido Salvador Allende, Carlos me pidió que entregara el campo. Le dije que no lo haría, no había ninguna posibilidad: para mí era entregar mi cuna y también mi única manera de alimentar a mis cuatro hijos. No tenía alternativa.
Vivíamos con mucho miedo de que algo nos pasara. Un domingo en la mañana iba saliendo con mis niños a Parral, y en una curva muy cerrada, me encontré con una muralla de piedras y chuzos para que el auto se incrustara. Alcancé a hacer una maniobra y evitar que algo más grave pasara. Yo le había enseñado a manejar a mi hija mayor, que en ese momento tenía alrededor de 14 años. Le había dicho que, si alguna vez algo me pasaba, tomara el auto y fuera donde los Carabineros. En ese momento me bajé y le rogué que fuera a avisar. No sé de dónde saqué fuerzas, pero me paré ante las personas y les pregunté si había algún hombre que pudiese venir a hablar con esta mujer que tenían en frente para decirle qué es lo que estaban buscando. El grupo de alrededor de 50 personas se diluyó.
Dormíamos todas las noches con la pistola en el velador del miedo que teníamos. Yo sabía que mi gente estaría conmigo, porque era una patrona querida. Años antes habíamos desarmado la casa del campo de mis padres, porque ya no teníamos plata para mantenerla, y con esos materiales, le habíamos hecho casas a todos los inquilinos. Éramos queridos, pero igual era tanta la odiosidad infundada en todos lados que no sabíamos qué podía pasar.
El campo lo defendí con todo lo que tenía y también con el apoyo de mis trabajadores que fueron super leales. Ellos se unieron a la toma para que no destruyeran los bienes, pero siempre me cuidaron. Poco tiempo después, hicimos un sistema de sociedad agrícola como prueba por dos años, pero al año se dieron cuenta que no era lo suficientemente rentable. Preferían volver a tener la seguridad del salario como personas apatronadas, y me pidieron volver al antiguo sistema.
En esos tiempos había un ambiente muy enrarecido en nuestra sociedad. Me acuerdo que, unos tres días antes del Golpe, me había vuelto a Santiago desde el campo con una persona que me comentó que había movimiento de tropas. Le respondí que no podía ser, que Chile era más republicano que eso. Nunca imaginé que los militares harían nada en contra del Gobierno. Yo en esos tiempos militaba en la Democracia Cristiana, pero no estaba metida en política y tampoco quería estarlo. De cierta forma, me presionaba también el apellido de mis hijos, que me marcaba mucho por un lado, pero mi pensamiento era más de centro derecha, aunque siempre consciente de que era necesario que cambiaran muchas cosas en el Chile de ese entonces.
El 11 pasaron algunas horas desde que los niños se habían ido al colegio, cuando comenzamos a escuchar bombazos. Se dijo que no habría clases, por lo que agarré el auto para ir a buscar a mis hijos. Una de ellas estudiaba en lo que ahora es el Campus Oriente de la Universidad Católica. Desde allí ya se veía el humo y se sentían los aviones. Varios vecinos nos paramos en Kennedy a mirar qué estaba pasando, y comenzaron a transmitir por la radio que todos debían quedarse adentro de las casas. Había orden militar. Me acuerdo que María Paz, la hija de la nana de la casa, que vivía con nosotros, tenía cerca de dos años. Se escondió debajo de la mesa y no quiso salir por mucho rato. Me acuerdo del “No me rindo” de Allende, y de los militares diciendo que se estaban tomando el Gobierno y que debíamos estar tranquilos. Se cortaron las comunicaciones y las recuperamos cuando salió hablando Augusto Pinochet anunciando que habría toque de queda.
Costó bastante que los chilenos entendiéramos qué era un Golpe de Estado. No teníamos esa cultura, no entendíamos que no salir era realmente no salir. Los militares empezaron a llegar a las calles. Incluso entraron a mi casa a revisar todo. Pensaban que Carlos se podía estar escondiendo allí. ¿Miedo? No sé si pecaba de juventud o de exceso de seguridad, pero no podría decir que sentía miedo.
En ese momento me acuerdo haber sentido alegría que los militares llegaran a poner orden al desorden brutal y a la odiosidad que había en Chile. Lo digo con mucha tristeza, porque yo no me siento tan de derecha como para decir que está bien todo lo que pasó, pero en ese momento el odio era a todo dar, para todos lados.
En realidad lo que sentí fue una mezcla de alegría y temor. La impresión era que los militares iban a proteger al país, pero tampoco sabíamos qué pensaba Pinochet, ni siquiera sabíamos realmente de qué lado estaba. Los que no vivieron esa época no se lo deben imaginar, pero en ese momento en Chile había hambre, había falta de trabajo, había incertidumbre en los caminos que estaban lleno de miguelitos, había falta de bencina y de abastecimiento en todo sentido. Los camiones estaban en paro.
Ese día y los siguientes, me tuve que quedar en Santiago, pero eso significaba que la gente del campo se quedaba sin paga, y no podían salir del campo a Parral a hablar por teléfono. Estaban aislados, y yo muy preocupada.
Uno, desde su vereda de persona común, sabía que había grupos de ultra derecha y de ultra izquierda. Ahora, después de 50 años que nos han dado tanta información y tantas miradas, nadie puede decir que el Gobierno de Salvador Allende no era uno de revolucionarios. La arenga de Allende es una de revolución, no de política. Estaban entrando armas por todos lados, y todos lo sabíamos. Realmente en ese minuto no sabíamos la realidad de lo que significaba un Golpe de Estado, y la verdad que yo de cierta manera no creía en las dictaduras chilenas. Tenía fe en Chile.
Ahora, mirando hacia atrás, hay algunos sentimientos encontrados. Uno sabía que había detenidos, había rumores, pero no se sabía hasta qué punto llegaban las torturas. Obviamente, con el correr del tiempo y con la información de los detenidos desaparecidos, uno va cambiando la postura.
Me atrevo a decir que Chile entero no quería ver sangre por sangre. Esto solo lo querían grupos chicos. El país entero estaba de acuerdo con que debían venir cambios, pero las formas no fueron las correctas.
Debemos tener cuidado. Hoy no es como en esa época, pero igual hay un nivel de odiosidad importante, y eso es peligroso. A mis 86 años, estoy cada vez más convencida que la única manera para hacer de Chile una sociedad mejor, es partiendo por mejorar la educación de todos. Repartir la torta porque sí, no sirve de nada, entregar una buena educación para todos cambia vidas, siempre de la mano con una mayor responsabilidad social.