Mi historia de un parto sin empatía

columna maternidad Paula



Mi hijo nació por medio de una inducción a las 37 semanas. Había dejado de crecer en mi vientre sin una explicación clara, sólo sé que tuve 36 semanas de embarazo maravillosas que terminaron cuando fui a control y me enviaron de urgencia al hospital, pensando que mi hijo nacería ese mismo día.

Con mi esposo nos habíamos preparado para un parto vaginal con talleres que me hicieron sentir fuerte y capaz de soportar el dolor e informada para evitar el sufrimiento.

Como vivimos en Kenia, pasé la mayor parte de mi embarazo sin mi familia, así que decidimos tener el parto en Chile. A las 32 semanas viajé, con el permiso de mi doctora.

El doctor y la matrona que atenderían mi parto fueron muy amorosos y a sugerencia de ellos decidí tener a mi hijo en el hospital. Hasta ese punto todo había sido soñado, me sentía muy agradecida y con mucho cariño y contención alrededor.

Lamentablemente, esa burbuja explotó. A las 36 semanas nos dimos cuenta de que mi bebé era muy chiquitito para su edad gestacional, pesaba poco más de 2 kilos. Al parecer la placenta ya no lo alimentaba.

Me tuve que ir de urgencia al hospital, donde decidieron esperar una semana más para inducir el parto y así cumplir 37 semanas, lo que se considera un bebé de término. Aunque tenía aprehensiones sobre la inducción, ya que el doctor me había explicado que es como correr una maratón por el esfuerzo que implica para la madre y el bebé, en mi caso parecía ser la única opción según el protocolo de alto riesgo obstétrico. A pesar de esto, yo no estaba muy convencida y pensaba que la cesárea sería menos riesgosa.

Pasaron cinco días hasta que me hospitalizaron para poder monitorear el embarazo continuamente. Esos días fueron eternos; la ansiedad y el miedo de que algo le pasara a mi bebé no me daban tregua. Prácticamente estuve cada minuto tocando mi guatita para sentir sus movimientos.

Mi esposo llegó un día antes del parto. Ambos estábamos asustados, ansiosos, pero esperanzados de que todo saldría bien.

La noche anterior no dormí casi nada. Compartía pieza con otras dos madres que habían parido ese día. Escuchar los llantos de los bebés y verlas solas cuidando de sus hijos, a pesar del dolor del posparto, me hizo dudar de mi capacidad. Además, me asustó el trato de algunos doctores hacia ellas. Escuché a uno decirle a una mujer que no se quejara tanto, “si su hijo había pesado 4 kilos no más”. Me di cuenta de que había tenido suerte con mis doctores, pues el sistema parecía ingrato al pasar de ser gestante a puérpera. A pesar de esta falta de empatía, quise seguir creyendo que mi parto podría ser un momento amoroso y mágico.

El día de la inducción, las matronas me recibieron con mucha ternura. Llegó la doctora y comenzó el procedimiento. El monitor del corazón de mi bebé a veces paraba y luego seguía, lo que me hacía preocuparme por si había algún problema. Pasadas las primeras ocho horas, solo tenía contracciones leves, comparables a un dolor menstrual.

Mas tarde llegó otra doctora, que sin siquiera mirarme, procedió a hacer un tacto muy doloroso. Desde ese momento, todo empeoró. Le dije que me sentía muy mal, que creía que me iba a desmayar y quería vomitar del dolor, a lo que respondió mofándose: ‘Entonces vamos por buen camino, esto está recién empezando.’ En ese instante comprendí que nada iba a ser como había pensado.

El dolor era tremendo, como nunca había sentido en mi vida, y no disminuía. Las contracciones no fueron como me habían enseñado, que supuestamente aumentan y pasan; este dolor era intenso y continuo. Pedí algo para soportarlo, pero la doctora insistía en que tenía muy poca dilatación para eso y repetía que yo no tenía buen aguante del dolor. Sus comentarios me pusieron nerviosa y me hicieron dudar nuevamente de mi capacidad para enfrentar el proceso.

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Comencé a gritar y a retorcerme porque no podía soportar el dolor. Me pusieron gas, que mejoró la situación, pero principalmente me hizo sentir drogada mientras el dolor continuaba. Además, el registro del corazón de mi hijo dejó de escucharse. En medio de todo eso, otra doctora entró a mi box y comentó sobre una pérdida. Un poco ida, pensé que hablaban de mí e imaginé lo peor, me puse a llorar. Cuando dijeron que no era yo, seguía sin sentirme segura, ya que el corazón de mi hijo no se escuchaba. Les rogué que me hicieran una cesárea para sacarlo y terminar con esa ansiedad, pero no lo hicieron.

Así pasaron un par de horas en lo que para mí fue una tortura física, pero sobre todo emocional. No podía más con el miedo, la ansiedad y la preocupación. Me sentí muy sola e incomprendida, pero, sobre todo, sin poder; no había nada que yo pudiera hacer para cambiar la situación. Mi esposo intentaba acompañarme como podía, pero también él sentía mucha ansiedad y miedo por verme así.

La doctora no me visitó más, pero después de unas horas la matrona consiguió que autorizara la epidural, que demoró bastante en llegar. Para entonces, ya estaba desesperada y fuera de mí. Sentía una gran presión y decía que mi bebé iba a salir, pero, como la inducción de las primerizas suele tomar mucho tiempo, el personal lo tomó como una exageración. La administración de la epidural fue rápida, pero un proceso físicamente arduo, ya que sentía un dolor intenso con contracciones continuas y para su administración debía estar muy quieta. No sé cómo mis músculos lo soportaron.

Apenas el anestesiólogo terminó el procedimiento, la matrona gritó ¡parto! Me llevaron corriendo a la sala, y en cinco minutos mi hijo ya estaba conmigo.

Muchas madres dicen que al ver a su bebé sienten un amor inmenso. A mí no me pasó así. Sentí preocupación y pregunté muchas veces si él estaba bien, si estaba vivo. Mi mayor miedo durante las horas anteriores era que algo le pasara. Al verlo moverse, sentí alivio.

Hicimos contacto diez minutos ya que debían evaluarlo en neonatología. Después del parto, me sentí avergonzada por mi llanto y mis gritos. Pedí disculpas repetidamente a la matrona y a quienes estaban presentes en la sala. Cuando desperté dos horas más tarde, sólo quería irme y no volver nunca más.

Inicialmente mi hijo estaría sólo dos o tres días hospitalizado, sin embargo, terminó estando diez porque vomitaba un contenido sanguinolento. Probablemente algo que tragó durante el parto. Por este motivo me cuestioné bastante si es que hubo o no sufrimiento fetal, pero es difícil saber.

Obviamente pasamos cada día junto a él, no hubo tiempo para recuperarme de todo lo que mi cuerpo había vivido, mi único objetivo era que estuviéramos los tres lo antes posible juntos en casa.

Me aflige pensar que muchas mujeres enfrentan el desdén de algunos doctores en situaciones similares. A veces dudo si mi parto fue ‘digno’ debido al dolor y la angustia. Me cuestiono si la doctora tenía razón al insinuar que el problema era yo. Incluso me pregunto si podré ser mamá de nuevo después de esa experiencia. Aunque lo deseo, temo enfrentar una situación similar en el futuro.

En nuestro país, el embarazo y el parto están demasiado medicalizados, centrados en lo que el doctor piensa más que en quien lo vive. Muchas mujeres tienen a sus hijos en hospitales públicos y quedan a merced del punto de vista del doctor de turno. No es una crítica generalizada a los funcionarios, muchos hacen su trabajo con dedicación. Es una crítica a aquellos doctores que carecen de empatía y olvidan que su labor es traer vidas al mundo.

En mi opinión, invertir en salas integrales de parto no servirá si los profesionales mantienen una visión anticuada y carente de empatía, limitando el acceso a un parto respetado a quienes pueden pagarlo. Los hospitales públicos deben centrarse en crear sistemas que pongan al usuario en el centro. Espero que podamos analizar y mejorar la experiencia de las madres y sus bebés en nuestro país, considerando no solo la salud física sino también las percepciones, experiencias, emociones y dolores de las usuarias.

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* María Laura es lectora de Paula y doctora en diseño y tecnología. Inspirada por su experiencia, se encuentra realizando una investigación sobre las experiencias de embarazo, parto y postparto, por lo que necesita testimonios de mujeres. Si te interesa compartir el tuyo la puedes contactar por Instagram a su cuenta @dradiseno.

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