Mi mamá murió el día de mi cumpleaños
Hace un año su corazón dejó de latir. Hace un año, el mismo día, cumplí 45.
La noche anterior no dormí. Se estaba apagando en un proceso irreversible y frente al cual ella nos enseñó de manera increíble cómo hacerlo, con valentía, determinación y, por sobre todo, con mucha paz.
Las horas pasaron tan lento y tan rápido a la vez. Tomadas de la mano, la acompañé en su tránsito. Si me alejaba un centímetro, me hacía saber que debía acercarme nuevamente. Ella ya no podía hablar, estaba semi inconsciente y la morfina hacía su tarea para que no sufriera.
Le conversé, le dije cuánto la admiraba y cuánto la amo. Le fui contando cómo se iba durmiendo la ciudad, luego cómo el humo de leña mezclado con la bruma del amanecer teñían de gris el paisaje de Puerto Varas con los primeros rayos de luz. Sin soltar su mano, sin moverme de su lado.
Sabía que era nuestra última noche juntas, que era la última vez que compartiríamos el desvelo. Antes, muchos años antes, ella cuidó de mí de la misma manera cada vez que me enfermé. Y no fueron pocas veces. Prematura, anémica, débil y enfermiza. Ella siempre estuvo ahí, sin moverse de mi lado.
Esa noche, mi hermana mayor durmió a ratos en la cama extra de la pieza de la clínica que las auxiliares se esmeraron en arreglarnos todas las noches con la esperanza de que la usáramos. Pero no era fácil dormir sabiendo que cada hora era una menos con ella en este mundo. Solo 47 días antes le habían diagnosticado cáncer de ovarios, no era mucho tiempo, pero sí el suficiente para consumirla de manera irremediable.
Mis manos se parecían muchísimo a las de mi mamá. Huesudas, con la piel un poco arrugada desde siempre, los dedos gruesos y los nudillos muy marcados. Esa noche su cuerpo ya no era el de antes, pero su mano, su mano me agarraba con fuerza, con amor. Sin embargo, a medida que se fue asomando el amanecer, me fue soltando poco a poco, mientras su respiración era más lenta y dificultosa.
Recordé en silencio cómo esta pequeña gran mujer -ahora frágil y lista para su último viaje- nos enseñó a vivir la vida intensamente. Nos enseñó -a mis hermanas y a mí- a ser valientes, humildes, agradecidas y cariñosas. A levantarnos una y mil veces. A reírnos de nosotras mismas y a enfrentar la vida con una sonrisa.
Le gustaban los simbolismos, interpretar los sueños y, sobretodo, leer las señales de la naturaleza. Por eso, con el dolor más profundo que jamás he experimentado, entendí que no fue casual que muriera el mismo día en que 45 años antes, me diera a luz en el mismo edificio.
El ciclo de la vida. Nacimiento y muerte. Por eso ella murió el día de mi cumpleaños, así tenía que ser y así fue.
Silvana tiene 46 años y es periodista.
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