“Hace casi cuatro años, con mi marido, en ese entonces pololo, decidimos que nos abriríamos a la posibilidad de formar familia. A los dos meses de casados, supe que estaba embarazada de cinco semanas en una ecografía de rutina a la que me mandó mi gine. Mi alegría fue inmensa, hasta que, en medio del examen, me dijeron que no se escuchaban los latidos.
Me indicaron que tenía tan poco tiempo, que esto era casi normal, y que a la semana siguiente (la número seis) me tenía que hacer de nuevo la eco. Así hice. El diagnóstico fue apabullante. El médico ni siquiera nos miró cuando le dictó a la chica que transcribía ‘Diagnóstico: aborto retenido’. Me dijo que debía ver a mi ginecólogo de siempre y que mi cuerpo lo iba a “botar”. A botar, como si fuese un papel inservible. No pude ir donde mi médico de cabecera pues sus horarios de atención chocaban con los de mi trabajo, por lo que decidí esperar. Le conté a una de mis mejores amigas y ella me recomendó acupuntura, para que el proceso fuese menos agresivo y no tuviese que pasar por un legrado, y así hice.
Una noche, dos semanas después, me sentí pésimo. Las náuseas y dolores de cabeza me lanzaron a la cama, no podía siquiera abrir los ojos pues todo me daba vueltas, y caí a urgencias. Indiqué lo del aborto retenido en recepción y me enviaron enseguida con un ginecólogo de turno. Yo andaba con los exámenes en la mochila, por alguna razón nunca los saqué de ahí. El doctor, muy humano y respetuoso, me explicó que no podía hacer nada más que esperar, sin embargo, le dio como decimos en Chile “una tincada” y me realizó una ecografía. Ahí estaba mi hijo o hija, con su corazón fuerte y sus movimientos. Me habían diagnosticado mal.
Llevé mi embarazo en el sistema público, fue un lindo proceso con un acompañamiento respetuoso por parte de los profesionales. Nunca quisimos saber el sexo del bebé, queríamos que fuese sorpresa al momento de nacer, así a la antigua como en la época de nuestros abuelos.
Yo tengo Trastorno Afectivo Bipolar, pero llevo más de seis años en tratamiento. Como mi embarazo fue planificado, con la psiquiatra ajustamos mi tratamiento para que fuese seguro en el embarazo y posterior lactancia.
Llegó el momento y las matronas nos dijeron con emoción “¡Es niña!”.
Nadie me explicó cómo debía sentir la lactancia, cómo debía escuchar a mi bebé mamando de manera exitosa. Cada vez que me revisaban en la sala de postparto me salía calostro, por lo que asumimos que todo iba bien con mi hija, hasta que al momento del alta había perdido más peso de lo normal. Fui a las clínicas de lactancia recomendadas, nada. Seguía perdiendo peso.
En el control de la diada nos derivaron con urgencia a una nutricionista, la misma profesional, al encontrar a mi hija en un estado de desnutrición evidente llamó a un pediatra. El doctor gestionó ambulancia para trasladar a mi hija al hospital, pero la pediatra a cargo del lugar le señaló que no la llevase, que habían muchos niños con virus sincicial y que mi hija, con nueve días de nacida, estaría en claro peligro de contagio. Nos recomendaron fórmula cada dos horas y control en dos días más.
Esa misma noche mi hija no reaccionaba a ningún estímulo, no mamaba y tenía la mirada nublada y perdida. La llevamos a urgencias casi sin signos vitales. La ingresaron y los exámenes arrojaron resultados angustiantes: falla renal aguda por deshidratación, con peligro de afectar la función cerebral. Me quise morir, sentí una culpa que no sé describir aún. La trasladaron a UCI pediátrica donde estuvo diez días con diferentes sondas. Se me apretaba el corazón cuando veía a mi hija tratando de sacarse las sondas de sus bracitos, cuando lloraba de dolor. Fueron días en los que caímos a un abismo con mi marido.
Finalmente nos anunciaron que mi hija se recuperaba exitosamente y que no tendría secuelas a ningún nivel. Gestionaron hora en el lactario para mí, pero seguía sin salir nada de leche de mis pechos. Con otros profesionales llegamos a la conclusión de que era el tratamiento para mi trastorno lo que afectaba la cantidad de leche que podía producir (no así la calidad). En ningún momento pensé en abandonar el tratamiento, mi hija no merece mi peor versión, ni por si acaso.
Hoy mi hija tiene dos meses y algunos días, y la alimento con fórmula y vitaminas. No me sale leche y me explicaron que los medicamentos que podrían generar alimento en mí, ya no tendrían efecto. Pero para mí el problema no es ese. El problema es cuando la gente se me acerca (no han sido pocos) y me critica o directamente increpa por verme con una mamadera en una niña tan pequeña.
La vez más reciente ocurrió en el CESFAM donde llevé a vacunar a mi hija. Ni las profesionales ni ningún funcionario me han dicho nunca nada, ni me han hecho preguntas de por qué sólo le doy fórmula, pero los otros usuarios si. Yo respondo, escueta y cortante, que no me sale leche. Aún así siguen criticando, y me siguen diciendo que es porque no he ido donde expertas en lactancia, que no me he informado bien. Como si yo no supiera.
Aseverar que una mujer no da pecho a su hijo por desinformación o falta de ganas, es violencia.
Sigo leyendo críticas en internet de mujeres poco empáticas con aquellas que no tenemos leche. Como si quisiéramos, a propósito o por flojas, negarle a nuestros hijos los beneficios de la leche materna. Y así, suma y sigue el círculo de violencia, una violencia psicológica que duele un montón. Como si yo hubiese querido que mi hija casi muriera, por flojera de informarme”.