Estaba embarazada y no muchos sabían. Decidí no ventilarlo porque quería vivir ese momento acompañada por quienes realmente me querían y así contagiar a mi guagua de buena energía para que creciera. Eso hasta el 1 de julio del año pasado, cuando tenía 31 semanas + 2 días de embarazo. En esa época comenzaba mi rutina levantándome muy temprano porque mi hijo mayor debía ir al colegio. Pero ese día me vino una de esas tincadas de adentro, que me impulsó a decidir que no fuera. Nos quedamos acostados, regaloneando. Estábamos en eso cuando fui al baño y me encontré con la sorpresa de que todo estaba mal. Con esa hemorragia empezó la aventura más cruda de mi vida; el dolor emocional y físico más grande que alguna vez había sentido.
Mágicamente mi auto estaba afuera. Mágicamente no había taco. Y mágicamente en siete minutos llegamos al hospital. Recuerdo que mi mamá fue una verdadera conductora de ambulancia. Adelantaba, aceleraba y estaba firme al volante. Mientras manejaba me repetía: "hija, las cosas más malas de la vida siempre pasan por algo bueno. Tienes que estar preparada para cualquier cosa". Yo no paraba de llorar ni de sangrar. Estaba muy mal, y aunque todo iba rápido, era capaz de sentir que mi hijo no lo estaba pasando bien. Ahí me di cuenta de que lo que vivía era real.
Cuando entramos al hospital, me subieron de inmediato a una camilla y un médico me hizo una ecografía express, con la que concluyó que había que hacer una cesárea de urgencia. De extrema urgencia. Todos corrían y gritaban. Me anestesiaron y apareció el ginecólogo más maravilloso de la vida a sacar a mi hijo. En medio de la luz gigante que ilumina el procedimiento, pude verlo salir. Había tenido un desprendimiento de placenta.
Al poco rato una amiga matrona me dijo que estaban reanimando a mi hijo. Sentí que el ambiente estaba raro. Que él ya no estaba. Y asumí que había partido. En ese momento sentía que atrás mío había alguien que me acompañaba y me daba la paz que necesitaba para no llorar. Fue raro, como si él sostuviera mi desesperación.
El dolor de sentir que tu hijo no está, es indescriptible. Y es que tener la muerte tan cerca es la experiencia más desagradable, extrema y horrible que he vivido. Por eso no pude creerlo cuando escuché que la reanimación había sido exitosa. Le habían devuelto la vida a mi niño, lo que me devolvió la vida a mí también.
Me preguntaba por qué mi cuerpo no había resistido, por qué no pude llegar hasta el final del embarazo si en cada momento me había cuidado. El desprendimiento de placenta y sus consecuencias son temas desconocidos para las embarazadas. Un sangrado vaginal no es cualquier cosa, y aunque sea mínimo, no hay que esperar conseguir hora con el médico de cabecera. Hay que partir de inmediato al hospital.
El día jueves me dieron el alta solo a mí, y al llegar a la casa comencé a darme cuenta de lo que había vivido, de lo que estaba viviendo y de la incertidumbre sobre lo que vendría. Con el pasar de los días escuchaba cometarios de los profesionales y me daba cuenta de que mi hijo era un milagro y que ahora luchaba por quedarse junto a sus papás, por conocer a su hermano. Por ser feliz junto a los que tanta energía positiva le enviaban.
Hubo días buenos y otros malos. Todo era un ir y venir con un peso emocional enorme, con la pena de pasar las noches sin él, de comer lejos suyo. Y, lo más doloroso, de poder abrazar solo a un hijo sabiendo que tenía dos. Fue recién a los 39 días que pude dormir con él, abrazarlo, darle besos sin límites. Pero por sobre todas las cosas, lo que más me emocionaba era saber que finalmente los hermanos se conocerían, cruzarían miradas y se declararían su amor.
Actualmente mi hijo tiene tres meses, pesa 5.350 gramos y mide 57 centímetros. Está sano, tomando leche materna y volviéndose loco por ella. Tiene unos ojos azules que irradian valentía y que me llenan de orgullo cada vez que se fijan en mí.
Soy una agradecida de la vida por la oportunidad que nos dio. Siento que mi hijo es el niño más valiente de la historia, porque iba llegando al cielo y decidió regresar porque sabía que lo amaba con todo mi corazón y que sin él todo hubiese sido distinto.
María Paz tiene 36 años y es mamá de dos hijos.