Chile explosivo
En el país hay 105.651 minas antipersonales y 52.086 minas antitanques que explotarán en cuanto alguien las pise. No todas están donde indican los mapas del Ejército, en campos cercados y señalizados, porque se desplazan con los cursos de agua y los temblores. Más de 100 personas han explotado desde 1978. Las minas están más cerca de lo que se cree: en el Valle de la Luna, en el camino a las Torres del Paine y hasta en Malloco.
Leonardo Armella (30) no ha salido nunca de Talabre, un pueblo de cien habitantes levantado por los atacameños a los pies del volcán Láscar, a 64 km de San Pedro de Atacama. Hace quince días se levantó de su cama e intentó sin éxito abrir la llave del agua. Eran las ocho de la mañana y debía tomar un remedio. En su forcejeo, la píldora rodó por el suelo y no la pudo alcanzar.
–No puedo agarrar nada. Así me quedaron las manos–, muestra sus dedos mutilados.
Hace dos años y medio, el 21 de diciembre de 2005, mientras pastoreaba a 10 km de su pueblo, el paisaje desértico se tiñó de rojo:
–Estaba cansado y cuando moví una piedra en el suelo para sentarme sentí como una bala. El ruido de la explosión salió por debajo de la roca. Envolví mis manos llenas de sangre en mi polerón. Bajé al pueblo corriendo, gritando, llorando–, dice.
Leonardo había escuchado historias sobre animales destrozados en el desierto pero, como todo el pueblo, culpaba a los zorros. Después de su accidente supo que la causa de su mutilación podía ser una mina antipersonal.
–Me lo explicaron los carabineros y los militares que vinieron a verme el día del accidente–, cuenta.
Al día siguiente, el Ejército emitió un comunicado en el que expresaba su extrañeza por la explosión: "No existen campos minados en la zona y los más cercanos se encuentran a una distancia de 35 a 40 kilómetros del lugar donde se registró el accidente".
No hubo ninguna respuesta oficial para Leonardo. Tampoco para las más de 100 personas que, según el catastro oficial, han sufrido explosiones con minas antipersonales, antitanques y municiones de artillería sin estallar desde la década del 70 en Chile.
Flores en el desierto
La frontera se comenzó a sembrar de minas en 1978 ante un posible conflicto con Argentina. La mayoría se sembró en forma de flor: cinco minas antipersonales rodean una mina antitanque. Para hacer detonar las primeras basta que una persona o un animal las pise; para que estallen las segundas hace falta un peso de poco más de 100 kilos. Las zonas explosivas están más cerca de lo que uno piensa.
En el territorio nacional hay 198 campos minados que ocupan una superficie de 2.608 hectáreas, equivalente a 41 estadios nacionales. Paula tuvo acceso al mapa de minas antitanques y antipersonales que maneja el Ejército, que no se puede publicar por razones de seguridad nacional.
En el plano se ve que la mayoría de las minas fue sembrada a 4.000 metros de altura, en la Región de Arica, Parinacota, Tarapacá y Antofagasta. La Quebrada Escritos, en la actual XV Región, es el lugar más densamente minado del país. Otro punto crítico está en la XII Región: en el camino que lleva al Parque Nacional Torres del Paine existen cuatro campos con minas antitanques. El estanciero Mauricio Álvarez Kusanovic es dueño de tres de estos predios. Hasta ahora, ninguna persona ha pisado una mina en esta zona, pero 24 cabezas de ganado han explotado.
En 1997 Chile suscribió la Convención de Ottawa, cuyo objetivo es limpiar los campos minados, eliminar los explosivos en stock y asistir a las víctimas. El plazo para cumplir estos compromisos es 2012, y para ello se creó la Comisión Nacional de Desminado Humanitario, que depende del Presidente de la República y es presidida por el ministro de Defensa. Pero la operación es compleja. La comisión ha despejado el 11% de los campos minados. De las 123.421 minas antipersonales enterradas en Chile, el Ejército sólo ha levantado 17.770. En cuanto a las minas antitanques, de las 58.392 que fueron sembradas, 6.306 han sido encontradas y destruidas.
El coronel Martín Borck, secretario ejecutivo de la comisión, dice que el Ejército trabaja a toda máquina para cumplir el compromiso de Ottawa, sin embargo, reconoce que es difícil cumplir el plazo fijado, porque muchas minas no están exactamente donde indican los mapas. Como son livianas, de plástico, pueden desplazarse por escurrimientos de agua, aluviones o temblores.
–Según nuestros mapas, el campo minado de Cancosa, 300 km al noroeste de Iquique, tiene 180 minas antipersonales. De ellas, hay 56 minas que no hemos podido encontrar. En vez de trabajar allí dos meses, conforme a lo planificado, llevamos seis. No sé cuantos campos de estos me voy a encontrar, no lo puedo prever–, dice el coronel Borck.
Los encargados de desmantelar las minas son 90 miembros del Ejército, que se ofrecieron voluntariamente para este trabajo. Entre ellos hay militares del regimiento Topater, de Calama. Paula fue con ellos a terreno: usan un traje de 30 kilos que los protege de posibles detonaciones, y equipos que detectan las minas. Permanecen en el campo minado en turnos de 45 minutos. El objetivo es que siempre se mantengan alertas.
Desmantelar una mina cuesta poco más de cien mil pesos. Este año se invirtieron 10,6 millones de dólares en maquinaria especializada que desembarcará en Chile en septiembre y que certificará que no queden minas extraviadas.
El ministro de Defensa, José Goñi, asevera que los campos minados están resguardados y señalizados con cercos y letreros.
–¿Puede el gobierno asegurar que un civil no pisará una mina antitanques?
–¿Y tú podrías asegurar que no va a haber ningún accidente de tránsito en ninguna parte de Santiago?–, contesta a Paula el ministro.
El Valle de la Luna
–En los alrededores de San Pedro de Atacama, uno no está seguro –, dice Jaime Cárdenas (en la foto), militar en retiro que sembró minas antipersonales en la década del 70. Se refiere específicamente a los campos minados de Seilao y Lampallar, que se encumbran por sobre el Llano de la Paciencia, al poniente de El Valle de la Luna. En 2000 Cárdenas instaló una empresa privada de detección de minas. Ese mismo año una compañía que pretendía construir un gasoducto que cruzaría el Llano de la Paciencia le pidió que revisara el terreno para comprobar que era seguro.
–¿Cree que encontramos minas fuera del perímetro cercado por el Ejército?–, pregunta Cárdenas. Estamos junto a la alambrada que protege el campo minado de Seilao, frente a una de las entradas principales a El Valle de la Luna. A 10 metros de nosotros pasan autos y turistas en bicicleta que repletan la zona para ver la inigualable puesta de sol.
–Encontré una mina detrás de ustedes–, afirma apuntando a cuatro pasos del camino–. Algunas minas se han desplazado fuera de las alambradas. Por eso tengo una regla y siempre se la repito a mis hijos: ¡Nunca se salgan del camino en San Pedro! –dice con la voz en un hilo–. ¿Por qué cree que me he dedicado a desminar en forma privada? Tengo cargo de conciencia. Nosotros sembramos minas para detener al enemigo, pero he visto caer a personas inocentes, a los nuestros. Me siento responsable, porque sólo pusimos cercas y nadie, en más de treinta años, se preocupó de saber si las minas seguían estando donde decían los mapas–, dice.
Los operadores turísticos aseguran que conocen de sobra cuáles son las rutas seguras.
–Si no nos preguntan sobre las minas, no les decimos a los turistas que hay campos minados por acá. No sería negocio. Eso sí, nos preocupamos de seguir las rutas diseñadas y no salirnos de ellas–, dice un empresario turístico de la zona que prefiere no dar su nombre en este reportaje.
Cárdenas asegura que esa precaución no basta:
–El problema es que los turistas se salen de los caminos y recorren las dunas–, asegura. En la arena, lejos de la ruta, hay miles de huellas marcadas.
–La gente no sabe con qué se puede encontrar–, prosigue. Y no sólo se refiere a los campos minados. –Esta zona está llena de municiones, casi todos proyectiles de artillería de 106 milímetros que el Ejército ha utilizado en ejercicios de guerra y que quedaron abandonados, sin explotar. Basta que un auto pase sobre uno o que una persona lo tome y lo deje caer de punta para que detone.
A diferencia de lo que ocurre con las minas antipersonales y antitanques, no existen mapas que registren dónde están las municiones sin estallar y tampoco hay cercos o letreros que adviertan del peligro.
–Y El Valle de la Luna está lleno de estos proyectiles–, dice Cárdenas.
Juegos de guerra
El 17 de diciembre de 1994, José Miguel Larenas tenía 18 años y festejaba el término del colegio con sus compañeros. La celebración: amanecer en los géiseres de El Tatio. Salieron desde Calama –donde vivían–, pero antes se detuvieron en El Valle de la Luna. Viajaban en dos camionetas. En una iba José Miguel y, en la otra, sus amigos, que se volcaron a metros de un inofensivo cartel: Bienvenido a El Valle de la Luna, Santuario de la Naturaleza.
Mientras los heridos eran trasladados a la posta de San Pedro de Atacama, José Miguel trató de remolcar la camioneta volcada. De pronto, todo se fue a negro. El vehículo que manejaba explotó. Una hora después, cubierto de hollín y ceniza, bañado en sangre, con el brazo izquierdo reventado, reconoció la voz de un médico de Calama, a quien los carabineros habían llamado para ayudar a los accidentados. Era su padre.
–Papá, ayúdame–, dijo José Miguel, y el doctor, sin darse cuenta de que tenía a su hijo al frente, les pidió a los carabineros que buscaran a los familiares del joven. Cuando el médico vio el rostro del accidentado, que los carabineros habían tapado con una manta para protegerlo del sol, reconoció a José Miguel.
Al doctor Enrique Larenas no le gusta recordar la historia.
–La camioneta de mi hijo estalló por culpa de un proyectil de 106 milímetros, un explosivo de medio metro de largo que estaba enterrado y que hizo contacto con la rueda trasera de la camioneta. Mi hijo perdió el brazo por culpa del Ejército–, dice.
Enrique Larenas contrató a Jaime Cárdenas para que limpiara el sitio del accidente y buscara evidencia que le sirviera en tribunales. En la zona de la explosión, a cinco metros del camino que lleva a El Valle de la Luna, aún se ve el cráter que dejó la detonación.
–Limpié sólo una hectárea alrededor del cráter y encontré 15 proyectiles más–, dice Cárdenas.
Padre e hijo iniciaron acciones judiciales contra el Estado en 1994, el mismo año del accidente.
–Estamos esperando el fallo de la Corte Suprema. Si es adverso, llegaremos hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El gobierno de Chile tiene que pagar por el daño que me ha hecho–, dice José Miguel Larenas. Quiere que el Estado devuelva a su padre el dinero que ha gastado en rehabilitación.
–También quiero que me compren un brazo biónico que cuesta un millón de dólares–, dice.
Para desmantelar las minas, militares del regimiento Topater, de Calama, usan trajes que pesan 30 kilos y los protegen de posibles detonaciones.
Hasta ahora, sólo una persona ha recibido indemnización en Chile por un accidente similar: hace diez años, el obrero Gustavo Soto (35) perdió un ojo, un tímpano y sus manos al recoger una mina antipersonal en la ruta internacional que conduce al paso de Socompa, en la II Región. Después de cinco años de trámites, exámenes médicos y conversaciones con abogados del Consejo de Defensa del Estado, recibió 117 millones de pesos.
El sobreviviente
El reloj pulsera de Luis Muñoz se detuvo a las 5:20 de la tarde del 29 de mayo de 1982. Fue el único sobreviviente de la explosión. El jeep en el que viajaba junto al chofer Juan Chepilla, dos carabineros y Hugo Sandoval, constructor civil y jefe provincial del Loa del Ministerio de Obras Públicas, pasó sobre una mina antipersonal. Era parte de un campo minado en el Salar de Quisquiro, a 130 kilómetros de San Pedro de Atacama. No había cercos ni carteles que advirtieran el peligro.
El accidente dejó a Luis por años con una parálisis parcial en el lado izquierdo del cuerpo, una diplopía que lo hizo ver doble y un sentimiento de culpa por haber sido el único que salió vivo. Un año después de la explosión, Luis se casó con la viuda de Hugo Sandoval, Gloria Martínez, y se hizo cargo de los dos hijos que dejó su compañero. Juntos, se esfuerzan por olvidar la tragedia.
–No recibimos ayuda psicológica y no podría decir que no la hayamos necesitado–, dice Muñoz.
Como el Tratado de Ottawa incluye la asistencia y reinserción social de las víctimas, la Comisión de Desminado está haciendo un catastro de las personas afectadas por minas y municiones sin estallar. A la fecha, 118 víctimas han sido entrevistadas e incluidas en la lista. La promesa del gobierno es evaluar cada caso y, eventualmente, indemnizarlos.
Pero la espera ya ha sido muy larga para algunos, como Juana Lidia Selti (68). En su casa de San Pedro de Atacama, su saludo es la despedida:
–Muchas gracias por haber venido, pero no tengo nada que decir–, Juana está enojada con los medios, el Ejército y todos quienes le han prometido ayuda, porque ésta no ha llegado en casi treinta años.
En 1981 sus dos hijos pastoreaban en Guatín, camino a El Tatio, cuando encontraron una munición del Ejército. La recogieron y se les cayó de las manos. Juana y su marido, Julio Vilca, vieron cómo los niños explotaron.
Julio (71) nos despide esperando amablemente que salgamos de su casa. Él cree que habrá justicia y reparación. A pesar del miedo, sigue pastoreando a veces en el mismo lugar donde sus hijos murieron. Así como los turistas siguen visitando el desierto.
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