Mis padres se fueron juntos: “Después de la muerte de mi papá, mi mamá alcanzó solo a estar tres meses sin él”

Mis papás se conocieron en 1954. En esa época, mi mamá debe haber tenido alrededor de 18 años, estaba en el colegio, y los presentó una de sus hermanas, quien trabajaba con mi papá. Él era dos años mayor. Fueron amigos durante un tiempo y luego empezaron a pololear. Estuvieron de novios hasta que se casaron el 16 de febrero de 1957. Nueve meses después, nació mi hermano Mario.
Durante ocho años fueron solo los tres. Y le dedicaron todo su cariño y atención a su primogénito. Con el tiempo quisieron que Mario tuviera un hermanito, para que no estuviera tan solo. Aunque siempre pensaron que sería hombre, llegué yo. Nuestros papás siempre fueron súper unidos y nos dieron mucho cariño. Desde chicos nos sentimos muy queridos y por eso nuestra niñez fue preciosa. Recuerdo que para las vacaciones nos íbamos a Iquique y a Arica en auto y mis tíos, que vivían allá, siempre se preocupaban de celebrar el aniversario de matrimonio de mis papás. Era una fiesta familiar que nos gustaba festejar a todos.
Mis papás fueron cómplices la vida entera. En 1974 se compraron una casa en la playa y la gozaron. Siempre juntos. Ahí mi papá hacía trabajos; pintaba, maestreaba, arreglaba cualquier cosa a la que pudiese darle un segundo aire. Y mi mamá se encargaba del jardín. Los dos estaban permanentemente trabajando. Les encantaba hacerlo juntos. Se ponían de acuerdo e iban construyendo ese espacio. Durante muchos años esa casa fue nuestro lugar y su escape de Santiago. Pasamos muchos fines de semanas, Pascuas y Años Nuevos allá.
Hace unos años, a mi papá le descubrimos una enfermedad al corazón. Permanentemente les tomábamos la presión, hasta que un día encontré que sus pulsaciones estaban bajo 52. Lo llevamos inmediatamente al cardiólogo y el médico pidió hacerle unos exámenes que concluyeron que había que ponerle un marcapasos, porque su corazón no estaba funcionando bien. El diagnóstico fue una miocardiopatía leve, pero que en cinco años se vino a pique. En 2018 cayó a Urgencias en la clínica y estuvo un mes hospitalizado. Hasta que el año pasado, en noviembre, volvió a tener que internarse y le indujeron un coma. Ahí estuvimos 72 horas esperando que sanara, hasta que casi milagrosamente, según nos dijeron los doctores, pudo ser dado de alta.
En cuanto a mi mamá, ella venía arrastrando hace cinco años problemas a la memoria. De repente se le olvidaban las cosas, aunque ella decía que no. Al ver que mi papá se iba deteriorando, mi mamá también empezó a decaer. Cuando estuvo hospitalizado algunas veces no le daban fuerzas ni para ir a verlo a la clínica. El estrés hizo que empezara a olvidar más, pero era ágil y tomaba medicamentos para la memoria, lo que le permitía seguir conectada.
Durante este tiempo nunca quisieron que tuviéramos a alguien que los cuidara y los apoyara. Querían estar solos, con mi hermano y conmigo. Y es que ellos eran uno. Eran compañeros, eran amigos. Se entretenían conversando juntos, veían televisión. Eran el uno para el otro. Con Mario nos dimos cuenta de que necesitaban nuestro apoyo, y por eso este último año los acompañamos y estuvimos siempre pendientes. Los llamábamos todos los días, en la mañana, después de almuerzo y en la tarde. Cada uno lo hacía tres veces, lo que sumaba seis llamadas en total. Yo iba todos los sábados a verlos, y mi hermano todos los domingos.
En marzo de este año, mi papá se debilitó muchísimo. Mi mamá le llevó su bandeja de almuerzo los últimos días, aunque él ya no quería comer. En ese tiempo decretaron cuarentena, y el 26, cinco para las doce de la noche, mi papá dejó de respirar. En ese momento sentí paz y tristeza. Paz porque sabía que ya no sufriría y pena porque ya no estaba más físicamente con nosotros. Después de su muerte, mi mamá alcanzó solo a estar tres meses sin él, tiempo en el que repitió constantemente que también quería irse. Lo decretó así. No aguantó a estar sin su Mario.
Ambos murieron dormidos, en el sueño profundo de la vida. Mi padre se fue acostado mirando hacia la cordillera, con sus brazos extendidos al oriente, en compañía de mi hermano. Y mi madre en la misma posición, pero con su cuerpo de lado. Me gusta pensar que fue así para alcanzar los brazos de mi papá. Los dos, a su vez, tuvieron un símbolo de ida; mi padre una tórtola que se posó en la punta de la casa, y mi mamá un colibrí que llegó al jardín que daba al comedor de diario.
Agradezco al universo que nos haya tocado vivir esto en período de pandemia, ya que eso nos permitió poder enfocarnos en ellos. Y es que pudimos atenderlos y preocuparnos como si nada más existiera, como si el tiempo estuviera detenido para nosotros.
Con mi hermano sabíamos que nuestra madre también estaba mal de salud, y que ya no tenía voluntad de vivir. Finalmente se había ido su gran compañero, con quien compartió 64 años de matrimonio. Un día incluso me comentó que ella estaba bien y que no se sentía sola, porque de vez en cuando mi padre se asomaba a la puerta de su dormitorio para mirarla, como lo hacía en vida. Fue por eso que, pese a nuestro dolor, entendimos que debíamos dejarlos ir juntos, como siempre.
Susy Reyes Muñoz (55) es hija de Mario Reyes y Amelia Muñoz, y es escritora aficionada.
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