A Emiliano no lo querían. Digamos que sufría un tipo de bullying avícola y que ante la insistente actitud bélica de sus compañeros, Inés Barros y Rodrigo Lafuente, sus dueños, sus "padres", decidieron sacarlo de Rapel y traerlo hasta su santiaguina casa. Cual Carmela, el gallo llegó a vivir a la ciudad, a la comuna de Las Condes. Días antes, eso sí, la Emi, la señora que trabaja en la parcela y fuente de inspiración para bautizar al nuevo integrante de la familia, lo sometió a un tipo de extracción bucal, más conocido como "sacar la pepa", con el único fin de que "cantara bonito". Pero eso no ocurrió. Contra todo pronóstico, al llegar a la capital, deleitó a los vecinos una sola vez. Nunca más. Es que a las agresiones de sus pares, se sumó la amenaza de uno de los perros y el pobre quedó herido y derrotado. "Escondió el pico adentro de la tierra", recuerda Inés. Preocupados, llamaron al "fonopollo", la Emi, para saber qué hacer y solo horas más tarde Rodrigo, empresario dedicado al rubro del software, pidió guantes, pinzas y se largó a curarlo. Con el tiempo, el panorama mejoró, además, porque llegó la Carlota a poner huevos entre las flores y el pequeño huerto. Ahí nadie lo paró. Cantaba en la madrugada, cantaba en la tarde, mientras corrían los perros, paseaba el gato y entraban y salían de la escena alguna de las cuatro hijas del matrimonio. Quizás por la sobrepoblación del jardín, gallo y gallina buscaron privacidad en las alturas, improvisando su propio gallinero en la copa de un gran árbol. Como película de Buñuel, acá también se cuela bastante el surrealismo.
Inspiración viajera
En Chile, no hay prohibición para convivir con aves de corral en la ciudad. Las gallinas, explica el Servicio Agrícola y Ganadero, SAG, son consideradas mascotas y no animales de producción, por lo tanto, solo en algunos casos, frente a contingencias sanitarias puntuales, han intervenido en áreas urbanas. Quizás por esa razón, de a poco, empieza a escucharse el cacareo al lado del ruido de los autos. No es todavía algo masivo como sucede en otros países; sin embargo, hay quienes se han animado a convivir con este tipo de ejemplares por dos razones: uno, por seguir la tendencia neo rural -jóvenes que buscan emprender acercándose al campo o bien, desean practicar la soberanía alimentaria- y dos, por tratar de replicar experiencias inspiradoras vistas en distintas partes del mundo. Las hay en distintos grados, eso sí. El escritor Gonzalo Maier, autor del cuento Un año más o menos largo y de varias columnas centradas en el tema de las gallinas urbanas, vivió siete años entre Bélgica y Holanda y, desde esa experiencia, cuenta que allá no era raro relacionarse con "el interior" de cada urbe. Dado que las ciudades son más pequeñas y las distancias cortas, dice que, estando en "las afueras", era normal interactuar con gallinas e incluso con el imaginario rural. Por supuesto, el panorama cambiaba al acercarse al centro citadino.
Un ejemplo más extremo, quizás, es el de Brisbane. Soledad Briones, vivió allá entre 2013 y 2014, y asegura que esa experiencia la dejó maravillada. La convivencia con la naturaleza, aclara, es un hábito: respetan el hábitat de los tiburones, cuidan las iguanas de las calles, prohíben matar serpientes aunque estén en la cama del dormitorio y, por supuesto, cada casa tiene su propio huerto y gallinero. "Allá no es normal tener gallinas, ¡es obvio!", advierte entre risas.
El trabajo de su marido la llevó hasta Australia, junto a sus tres pequeños hijos, y no dejaron de sorprenderse desde el comienzo. Despertar a las cinco de la mañana y ver que había gente remando, tomando desayuno en las terrazas, yéndose al trabajo en bicicleta, saliendo a caminar o recogiendo algún papel botado en la vereda, fue todo un aprendizaje. Sus hijos, en el colegio, tenían ramos de autocultivo. "El sol sale muy temprano, entonces, todo el mundo aprovecha la vida al aire libre. Hay mucho respeto por el otro, por la naturaleza, por las mascotas y por la belleza. Realmente hay un círculo virtuoso que contagia. Es algo que inspira", reconoce.
No es extraño, entonces, que hoy viva en una casa ubicada en San Carlos de Apoquindo y que en su jardín tenga espacio para un huerto y una pequeña construcción de madera, de dos pisos y decorada con cortinas de género. Bien podría confundirse con una casita de muñecas, pero, en realidad, es el hogar de sus tres gallinas. Además de quererlas por su simpatía, sociabilidad y por los huevos que sagradamente reparten por el patio, valora que sus niños crezcan conociendo de cerca los procesos de la naturaleza. "Mis hijos tienen conciencia de temas importantes, como el reciclaje, la comida sana y el respeto por los animales e insectos. Esto es una tendencia que viene con fuerza, entonces, en la medida que lo vean como estilo de vida, pienso que es beneficioso".
Eso, a puerta cerrada. Al ser esto algo poco habitual en Chile, causa curiosidad. Las amistades, por un lado, empatizan con las aves al verlas pasear por el jardín, pero hasta ahora nadie se ha animado a seguir el ejemplo de Soledad. Quizás por miedo o por desconocimiento. Tener gallinas en casa, advierte, requiere los mismos cuidados de higiene que cualquier otra mascota. ¿Y los vecinos? Conviven en armonía. Uno de ellos tiene guacamayos, así es que los cacareos se confunden con el resto de la fauna.
Natalia Alvial, precursora en esto de tener gallinas en casa, confiesa que, desde un comienzo supo conquistar a las familias de casas aledañas. Fácil: regalaba huevitos e invitaba a los padres con niños a conocer este trozo de campo en plena ciudad. Es ella lo que se dice una exponente de esta tendencia neo rural.
Pocos años después de titularse de médico veterinaria, le propuso a su papá un emprendimiento familiar. "¿Y si probamos con gallinas?", dijo, y su padre, nacido y criado en Parral, no pudo más que asentir y abrir la puerta de su casa, ubicada en Maipú, a tres aves de corral. Hoy la avicultora vive en su parcela de Talagante, con su pareja, el veterinario Felipe Bravo, más mil aves que dan vida a Ecogallina, pero, el comienzo fue solo con tres ejemplares.
Tendencia neo rural
"En 2015 se potenció la revolución verde con la aparición de consumidores dispuestos a adquirir nuevas semillas y huertos verticales, además de huevos de gallina feliz. Quise sumarme a esa batalla. Me gustó esto de volver a lo natural y de tener aves que entregan a diario un alimento completo. Pensé, además, que podía ser entretenido tener una gallina en la casa, viviendo en Santiago", recuerda Natalia.
Así llegaron la Blanca, la Filomena y la Isidora. Escuchando experiencias sobre autoabastecimiento en Australia, Estados Unidos y países europeos, le propuso la idea al papá. Probar. La idea era ver qué pasaba con los vecinos, los perros y los olores. Los primeros llegaron altiro preguntando por el cacareo. Algo asustados por la presencia de un posible gallo, pero ahí les explicaron que no había y que las gallinas ponían huevos de forma fisiológica. Todo funcionó bien. Las nuevas integrantes del clan pusieron sus primeros huevos al mes y fue una fiesta familiar. A esas alturas, una de ellas, la Blanca, se metía a la casa, paseaba por la cocina y aprovechaba de degustar algún resto orgánico. Creció rápido el amor y el entusiasmo.
"Yo no sabía nada cuando tuve estas tres gallinas. Empecé a estudiar y me enamoré de ellas. Se hacen cargo de tus desechos, ponen huevos, no molestan y son muy amigables", enfatiza Natalia.
Investigó, tomó cursos y quiso aumentar la carga. Completó las 10 y luego, llegaron a 30, cuando ya vivía en pleno Santiago Centro, en la casa de su pareja, ubicada cerca de Santa Ana. Ningún problema con los vecinos, porque, cada cierto tiempo, aplicaban la técnica de regalar huevitos. Con el tiempo, empezaron a venderlos y, al mismo tiempo, decidieron trasladarse a una parcela. Ahí vino el salto: con el merchandising. Junto con vender huevos y gallinas, comenzaron a ofrecer los Kikirikits, gallineros de madera, donde se privilegia la estética, el diseño y la comodidad, además de ofrecer bebederos, asistencia veterinaria, manual para niños y packs con comida elaborada a base de vegetales con maíz, trigo y avena.
Se cuela el surrealismo
Dicen que los beneficios son muchos. No solo por la posibilidad de salir siempre al jardín a buscar huevos frescos casi como el ejercicio infantil en Pascua de Resurrección, sino también porque las gallinas son, por sobre todo, consideradas aves muy nobles. Soledad Briones cree que tenerlas en casa es una manera de transmitir valores a los niños, en tanto, Inés Barros opina que pueden ser tan amigables como los perros. Pero no es solo eso. Para ella, escuchar el canto de Emiliano le produce el mismo placer que oír el sonido del mar. Rodrigo Lafuente va más allá, citando a Ratatouille. "A mí me transporta. Escuchar el canto del gallo me hace recordar mi infancia en el fundo de mi abuelito, en San Carlos", confiesa, rememorando solo buenos momentos vinculados al juego en medio de las siembras.
Hay, sin duda, algo de nostalgia, aunque también bastante curiosidad. Gonzalo Maier, quizás, cabe en esta última categoría. La del agudo observador. En 2016 regresó de Europa a vivir a Santiago y, una vez instalado en un departamento de Ñuñoa, descubrió que tenía de vecinas a unas gallinas. Muchas. Se desveló. Escribió columnas en el diario y hasta un cuento que forma parte del libro Hay un mundo en otra parte.
"Tengo la mala costumbre de escribir sobre lo que tengo cerca. Cosas cotidianas, digamos. O sobre ideas intrusivas que cuesta sacarme de encima. Y con las gallinas pasó eso. Comenzaron a colarse en mi vida diaria -con su ritmo, sus cacareos-, más tarde en las columnas y luego en los libros. Marcaban un ritmo, una forma de habitar la ciudad, incluso. Las tenía tan cerca que no podía dejar de mirarlas. Me parecía una paradoja eso de llegar a vivir a una gran ciudad y terminar justo al lado de un gallinero. A mí no me transportan a un mundo de infancia ni a una fantasía campestre. Nunca he vivido en el campo, de hecho. Para mí los pollos vivían en los supermercados, en esas cajitas de plumavit envueltas en plástico, como si fueran un pedazo de carne que aparece por generación espontánea", reconoce.
La fijación por estas aves, imagina, tiene que ver con esta repentina aparición de la naturaleza en plena urbe, pero, además, se suma la variable de que Santiago es grande y las prácticas laborales hacen muy difícil vivir según los ritmos de la tierra, "que es un poco lo que sucede con las gallinas y sus dueños".
Tan cierto es esto último que Emiliano también podría escribir su propia historia. "¿A quién puede molestarle un gallo?", se preguntaba Inés cuando pensaban en trasladar al suyo hasta la ciudad. Pero, claro, esto es Santiago."Una noche llegó Seguridad Ciudadana. Alguien llamó y nos tocaron el timbre, a las cinco de la mañana, para que hiciéramos callar a Emiliano. 'Pero, ¿cómo?', preguntamos nosotros. 'Mire, tómelo ¡y métalo en una caja!', respondieron ellos. A esa hora. Salir al patio, buscar al gallo que duerme arriba del árbol y agarrarlo, ¡si se dejaba atrapar!", recuerda Inés, entre risas.
Al día siguiente Rodrigo quiso hacer una consulta popular. Aprovechando el WhatsApp del vecindario, el 24 de octubre pasado, preguntó abiertamente si Emiliano molestaba mucho; si tenía que llevárselo al campo o si se preparaba para armar la cazuela. El resultado fue aplastante: no solo porque todos votaron a favor de que el gallo se quedara, sino porque solo despertó el humor y los recuerdos de infancia de sus vecinos, muchos ligados al campo. "Nos dio esperanza, porque hoy en un mundo tan idiotizado, nos damos cuenta de que no todos son así", remata Rodrigo.