Moda: “Cada arruga y cada cana nos hacen ser lo que somos y ser consecuentes con la vida que hemos recorrido”

Moda Tiempo Paula



Cuando Cecilia Larraín (63) tenía 18 años, quedó embarazada de su primera hija. Llevaba años con su pareja y estudiaba Filosofía en la Universidad de Chile. Un año después, vendría la segunda. Ahí decidió dejar su carrera para dedicarse a ellas. La mayor, María José Prieto, y la segunda, Ángela Prieto, ambas actrices. Lo que no sospechaba es que ese cartón no sería necesario para tener una exitosa vida laboral que le permitió, sola, mantenerlas a ellas y a otros dos hijos de su segundo matrimonio -María Paz y Benjamín- que llegarían 10 y 22 años después.

“La verdad es que con dos hijas chicas no me pude la universidad. Además, cuando ellas tenían 2 y 3 años, me separé y me vi en la necesidad de trabajar”, dice. Y, entre otras cosas, fue modelo, lo que la llevó a ser portada de Paula en 1974. Cuando llegó a Chile la revista Harper’s Bazaar, postuló a un trabajo que exigía como requisitos saber inglés, tener más de 25 años y título de periodista o publicista. “Yo solo manejaba el idioma, pero postulé igual, mintiendo en todo. Obviamente me pillaron en la primera entrevista, pero les dije que iba a apechugar. Me pusieron a prueba y estuve ahí 10 años. Después de eso me fui a trabajar en lo mismo, pero a la revista Paula”, cuenta.

Cuando la publicidad empezó a decaer en los medios y el trabajo no le dio para mantener a sus hijos, un conocido la invitó a trabajar con él en el área financiera de una empresa suiza de Fondos Mutuos. “Cecilia, tú eres capaz de vender hielo en la Antártica, así que te quiero en la empresa. Yo te voy a enseñar”, le dijo. En un mundo de ingenieros y en su gran mayoría hombres, ella no solo se atrevió, sino que estudió y de a poco empezó a sentirse segura en lo que al principio parecía inabordable. Actualmente lleva 15 años trabajando ahí. Una trayectoria que le permitió sacar adelante a sus hijos. Además, ha ganado premios por sus resultados y pasa sin problemas cada año los exámenes de Acreditación Financiera, reconocidamente difíciles. “Partí en esto odiando las matemáticas y sin saber sumar ni restar, pero aquí estoy. No te voy a decir que fue fácil, fue muy heavy, pero tenía mucha hambre y necesidad de que mis niños comieran. Me acuerdo que me hacían leer el Diario Financiero y me pedían que subrayara en amarillo lo que no entendía. Y como no entendía nada, hacía una cruz en toda la página y me quedaba estudiando hasta tarde. Ahora, a mucha honra, puedo decir que me va increíble, que gano mi plata y que me encanta lo que hago”.

Tener hijos en “dos tandas” le permitió vivir una maternidad especial. Mientras las dos mayores iban con ella a todas partes -supermercado, oficina, doctores-, los dos menores lo hicieron con una Cecilia ya más establecida, más madura y que además contaba con la ayuda de las dos grandes. Ese es su principal motivo de orgullo y satisfacción: no solo haberlos sacado adelante sola, sino haber formado una familia en la que no hay diferencias, en la que todos se quieren y cuidan como hijos de un mismo matrimonio. “Los cuatro se adoran. No están los Prieto y los Ramírez, son todos Larraín, son solamente míos. Lograr que se relacionen como lo hacen fue mi gran pega, mi logro, mi gran felicidad y orgullo. Con ellos cuatro se me sonríe la máscara. Se adoran, se miman y se ríen de mí todo el rato”, cuenta.

Su infancia y juventud no fue muy común. En su casa no había mamá y su papá se volvió a emparejar con una mujer que tenía cinco hijos. Ella creció siendo la del medio en una casa con 10 hermanos en la que siempre hubo un papá y unas tías cuidándolas, pero también donde nunca hubo demasiados límites. Y si los había, se las ingeniaba para saltárselos. “Fui una hippie agrandada. Como éramos tantos en la casa era bien libre y hacía lo que quería. Era la rebelde, de izquierda en un colegio de monjas en que eso no se daba, y en el que levantaban la bandera para cantar la canción nacional mientras yo me ponía de espalda. Rebelde por ser rebelde, por llevar la contra. Pienso que quería llamar la atención, que alguien me pescara”, dice.

Pero crecer en ese contexto tuvo otras implicancias, como la no pertenencia. “En la casa nadie era dueño de nada. Ni siquiera tu cama era tu cama, el que llegaba primero se acostaba ahí. Eso no me gustaba. Pienso que en parte fue lo que me hizo enamorarme e irme tan chica de la casa: quería mis cosas, mi familia, mis niños, mis jeans, mi comida. Llegar a tomar desayuno y tener mi pan en la mesa, porque si cuando chica bajaba un minuto tarde, ya se lo podía haber comido otro”, recuerda. Pese a eso, su figura paterna es potente. Su papá siempre la defendió y la cuidó. Y ahora es ella quien lo cuida a él. De hecho, es la única razón por la que ha salido en medio de la pandemia. “A mi papá lo quiero mucho. Hasta el día de hoy me echan tallas de que soy la regalona”.

Y no solo su papá y sus hijos se roban su atención, porque desde que es abuela ha instaurado con sus dos nietas de 9 y 10 años una relación de amistad y confianza que aunque ahora en la pandemia ha perdido contacto físico, ha logrado mantenerse gracias a un grupo de Whatsapp que tienen solo las tres. "Ser abuela ha sido lo mejor de la vida por lejos. Es como volver a tener hijos, pero los quieres el triple y hay menos responsabilidad. Ellas son lo máximo, unas “Chechi Lovers” como me dicen. Me lo cuentan todo y eso me fascina. Anoche, por ejemplo, me preguntaban por mi primer pololo, querían saber a qué edad se empieza a pololear y si ellas van a poder traer a los suyos a mi casa. Las dos son hijas únicas entonces son íntimas amigas".

Los aprendizajes de la pandemia

“He tenido la sensación de que el tiempo avanza, pero no avanza. A pesar de eso, me ha gustado lo que me ha pasado. Soy bien ermitaña, salgo para cosas bien puntuales. Soy una escritora clandestina y una lectora compulsiva, entonces en estos meses he avanzado en lo que no había podido avanzar en años. Me ha encantado tener espacios libres”, dice.

Pero su mayor reflexión es que después de una vida entera dedicada cien por ciento a la maternidad, ha logrado un espacio propio, en el que sus hijos participan, pero donde ella tiene sus libertades. “Me ha gustado la relación que hemos instaurado con Benja, mi hijo menor. Él estudia cine y ha salido mucho a grabar. Eso nos ha permitido empezar a despegarnos, hemos cortado el cordón umbilical. Y no me ha bajado el síndrome del nido vacío ni me ha dado pena, porque ya era el momento de hacerlo. El momento de que él volara, que se fuera. Aunque es bien nómade e independiente, que sintiera que tenía que hacerse cargo mío me parecía súper injusto para él”, dice. “Me gusta que no haya nadie a cargo, porque soy suficientemente capaz de hacerme cargo de mí misma. Eso me ha permitido encontrarme conmigo, cuidarme y quererme más todavía”.

De una belleza indiscutible, es raro oírla confesar que sólo de grande se dio cuenta de lo que irradiaba, porque aunque la gente se lo decía, ella siempre creyó que era para hacerle la pata. No andaba de vestidos ni maquillada, más bien vivía arriba de los árboles. “Nunca caché que era linda. De hecho, todos me decían mono porque según lo que se entendía en esa época era súper ahombrada, no seguía los estándares de lo que se consideraba femenino. Y recién ahora, de grande, veo las fotos y me doy cuenta de que lo era”, dice.

“Cada vez me gusta más cómo soy. Nunca me he hecho nada, salvo teñirme las canas, pero en marzo dejé de hacerlo porque era esclavizante y me sentía perdiendo el tiempo estando dos horas en la peluquería. Cuando me veo a veces me digo: ‘chuta, qué increíble que estoy vieja’, pero encuentro muy honrado ir reconociendo tus tiempos y tus años. Porque cada año que pasa, cada línea, cada arruga y cada cana nos hacen ser lo que somos y ser consecuentes con la vida que hemos recorrido. Por eso me gusta lo que veo cuando me miro al espejo. Me encantan mis arrugas, mis canas, mis pechugas largas. No tengo problema con eso. Yo no quiero tapar nada, al contrario, quiero mostrar todo lo que he vivido. Todo lo que soy”.

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