Neurodivergencias y selectividad alimentaria: desafiando el mito de las “mañas”

Columna nutrición



¿Cuántas veces nos han llamado “mañosos” por rechazar ciertos alimentos? ¿Cuántas veces hemos sido obligados a comer algo que no soportábamos, a pesar de nuestras súplicas? Y, lo que es peor: ¿cuántas de esas experiencias nos dejaron cicatrices? Estoy segura de que más de las que nos gustaría recordar.

He hablado mucho sobre mi trabajo como nutricionista, sobre todo cuando se trata de Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA). Pero hay una parte de mi experiencia que no he compartido tanto: mi especialización en neurodivergencias. Y, la verdad, no fue algo que comencé leyendo un paper, sino que vino desde un lugar mucho más personal.

Para situarnos en el tema, le pedí a la psicóloga Javiera Liberona, especialista en neurodiversidad del CIDEM (Centro Interdisciplinario de las Mujeres), que me brindara un contexto sobre este asunto. Javiera explica que “todos somos neurodiversos, lo que significa que no hay dos cerebros iguales. Dentro de esa diversidad, algunos comparten características ‘típicas’, mientras que otros piensan, sienten y se comportan de manera diferente: como las personas con trastorno bipolar, el TDAH (Trastorno de déficit atencional con hiperactividad) y el autismo”.

Este entendimiento se volvió crucial cuando a mi hijo, con solo dos años, le diagnosticaron autismo. Ese día, mi mundo y el de mi familia se dieron vuelta. Todo lo que creía saber sobre crianza, las relaciones sociales y, especialmente la alimentación, se desmoronó. Lo que antes podía parecer “una fase” o algo circunstancial, ya no lo era. Las texturas, los colores de los alimentos que mi hijo rechazaba y cómo sus comidas favoritas cambiaban de un día para otro, se volvieron una fuente de angustia. ¿Cómo podía ayudarlo si ni siquiera entendía qué estaba pasando? Su relación con la comida dejó de ser un simple reto cotidiano y se transformó en un rompecabezas que me propuse resolver.

Fue el inicio de un largo viaje de aprendizajes, no solo para apoyar a mi hijo, sino también para entender cómo su diagnóstico afectaba algo tan cotidiano como la alimentación. Lo que no esperaba era que este proceso también me llevaría a descubrir cosas sobre mí misma. Mis propios hábitos alimenticios, que durante años me habían desconcertado -esa preferencia casi obsesiva por ciertas texturas, el rechazo a sabores específicos o esa repulsión que me provocan la mostaza y el pickle, que me revuelven el estómago- empezaron a tener sentido. Me di cuenta de que no era solo él, que yo también tenía una conexión con la neurodivergencia que no había reconocido. Buscar ayuda profesional fue un paso clave, y fue entonces cuando entendí que algunos de los desafíos que siempre había tenido con la comida también estaban relacionados con mi propio procesamiento mental.

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Recuerdo perfectamente esos típicos consejos que su pediatra de aquel entonces daba con tanta ligereza: “Tienes que obligarlo a comer”, “debe comer todo orgánico, no importa que no le guste”, o “déjalo con hambre, eventualmente comerá lo que le des”. Estas frases, en su simpleza, ignoraban por completo la complejidad sensorial y emocional que enfrentan las personas neurodivergentes al momento de comer. Me hacían sentir impotente, porque sabía que no era cuestión de “mañas”. Fue solo cuando consulté con una nutricionista pediátrica especialista en neurodivergencias, que todo cambió. Empecé a comprender la importancia de un enfoque respetuoso y empático, uno que no ve la alimentación como una simple cuestión de lo que “se debe” o “no se debe” comer. La comida es mucho más que eso, y aprender a respetar las necesidades y limitaciones individuales fue un verdadero alivio para mí, para mi marido y, sobre todo, para mi hijo.

A lo largo de mi experiencia profesional, y mientras estudiaba más sobre el tema, me di cuenta de que las conductas alimentarias atípicas, especialmente en personas en el espectro autista, no son caprichos. Los hiperfocos alimentarios -esa intensa preferencia o aversión hacia ciertos alimentos, lo que puede llevar a una relación muy específica y a menudo limitada con la alimentación- y la rigidez cognitiva, son rasgos que influyen en la forma en que se experimentan la comida. Texturas, sabores, colores, olores, temperaturas e incluso cómo están dispuestos los alimentos en el plato pueden ser factores decisivos. No se trata de ser “quisquilloso”, es mucho más profundo que eso.

Presionar a alguien para que coma algo que rechaza, sin considerar sus necesidades sensoriales y emocionales, no solo es contraproducente, sino que puede causar un daño enorme. En lugar de acercarnos, esa presión puede alejarnos aún más. Necesitamos paciencia, respeto y una comprensión genuina de lo que significa vivir con patrones neurológicos no típicos. Aunque los TCA son problemas psicológicos multifactoriales que se manifiestan a través de la conducta alimentaria, estos patrones neurológicos están intrínsecamente relacionados con ellos.

Según el estudio de Kinnaird et al. para la National Library of Medicine -National Institutes of Health (2020) of Health (2020), las mujeres con anorexia nerviosa presentan más síntomas autistas que la población general. Esto sugiere que la estructura rígida y los rituales alimentarios de la anorexia pueden estar vinculados con la rigidez de pensamiento característica del autismo.

Por otro lado, el estudio de Levin y Rawana (2016) encontró que las personas con TDAH tienen un mayor riesgo de desarrollar trastornos alimentarios, como el trastorno por atracón y la bulimia. La impulsividad y la dificultad para regular emociones, características del TDAH, contribuyen a estos comportamientos alimentarios desordenados. Ambos estudios subrayan la conexión entre las neurodivergencias y los TCA, evidenciando la importancia de un enfoque de salud inclusivo que entienda y atienda estas particularidades.

Así que, cuando alguien con neurodivergencia muestra una selectividad alimentaria, no es una “maña” ni algo que se deba castigar o ignorar. Como me dijo Javiera Liberona, “acceder a un diagnóstico de este tipo es crucial para recibir el apoyo adecuado y entender nuestra identidad, ya que impacta directamente en nuestra autoestima y en cómo nos relacionamos con los demás”.

Ver a mi hijo luchar cada día con algo tan básico como la alimentación me hizo replantear todo lo que creía saber. Como madre, ha sido un proceso de aprendizaje lleno de momentos de frustración, pero también de profundo amor, inspirándome a ser una mejor profesional. Pero, sobre todo, como persona, me ha llevado a entender que cada lucha es única y digna de respeto.

Aceptar la neurodivergencia es aceptar que no todas nuestras experiencias van a encajar en lo que la sociedad define como ‘normal’. Pero al hacerlo, nos liberamos de las expectativas que nos han impuesto, y podemos encontrar belleza en la diversidad de nuestras vivencias, en nuestros cuerpos, en nuestras mentes. Al final, se trata de aprender a alimentarnos no solo con comida, sino también con amor y comprensión hacia quienes somos realmente.

Es urgente que el sistema de salud evolucione hacia un enfoque inclusivo y compasivo, donde los profesionales estén capacitados para tratar a personas con conductas alimentarias atípicas. Un enfoque donde no se juzgue ni se presione a las personas a cumplir con estándares que no se ajustan a su realidad. Solo así, reconociendo que cada cerebro es único, podremos avanzar hacia un bienestar real, uno que sea respetuoso y empático para todos.

*Carolina es Nutricionista especialista en Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) y autora del libro Te lo digo porque te quiero: Derribando estereotipos estéticos en salud.

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